– Efectivamente. -Franni había entreoído lo suficiente para avivar su curiosidad, así que se lo había explicado-. Y ése ha sido el motivo para concertar nuestro matrimonio.
Al cabo de un momento, Franni preguntó:
– ¿Crees que te gustará estar casada con tu conde?
La sonrisa de Francesca se ensanchó.
– Sí.
– Bien. -Franni suspiró-. Eso es bueno.
Francesca cerró los ojos, suponiendo que ahora Franni se serenaría. Dejó vagar su mente…, por las colinas de Lambourn, a lomos de una yegua árabe de alados cascos…
– A mí me vino a visitar un caballero… ¿Te lo había dicho?
– ¿Ah? -Totalmente despierta otra vez, Francesca frunció el ceño-. ¿Cuándo fue eso?
– Hace algunas semanas.
Francesca no había oído ni una palabra acerca de que ningún caballero hubiera ido a visitar a Franni. Eso no quería decir que algún caballero no hubiera aparecido. Meditó su siguiente pregunta con cuidado; tratándose de Franni, había de ser específica, no genérica.
– ¿Eso fue antes o después de que nos visitara Chillingworth?
No podía ver a Franni, pero pudo sentir cómo se esforzaba.
– Por aquellos mismos días, creo.
A Franni no se le daba bien el cálculo del tiempo; para ella, un día se parecía mucho a cualquier otro. Antes de que Francesca hubiera podido pensarse su siguiente pregunta, Franni se revolvió para quedar mirándola de frente.
– Cuando Chillingworth te pidió que te casaras con él, ¿te besó?
Francesca dudó.
– No lo conocí formalmente. El matrimonio fue concertado a través de tu padre…, que es mi tutor.
– ¿Quieres decir que ni siquiera conoces a Chillingworth?
– Nos conocimos de una manera informal. Discutimos algunos aspectos…
– Pero ¿te besó?
Francesca dudó un poco más.
– Sí -replicó finalmente.
– ¿Cómo fue?
La ansiedad que expresaba la voz de Franni era indisimulable. Francesca sabía que, si no la calmaba, apenas iba a dormir. Los besos que había compartido con su futuro esposo permanecían frescos en su recuerdo; le llevó sólo un instante decidir qué episodio describirle.
– Me besó en el huerto. Evitó que me cayera y reclamó un beso como recompensa.
– ¿Y…? ¿Qué tal estuvo?
– Es muy fuerte. Poderoso. Dominante… -Aquellas palabras bastaron para evocar el recuerdo y hacer que las sensaciones rememoradas la barrieran de arriba abajo, transportándola…
– Pero ¿fue agradable?
Francesca contuvo un suspiro frustrado.
– Fue más que agradable.
– Qué bien.
Notó que Franni se mecía jubilosamente y tuvo que preguntar:
– Ese caballero que vino a verte, ¿intentó besarte?
– Oh, no. Fue muy correcto. Pero paseó conmigo y me escuchó muy educadamente, así que creo que está pensando en hacerme una proposición.
– Y vino una sola vez, hace algunas semanas…
– Dos veces. Después de la primera vez, volvió. Así que eso debe de querer decir que se interesa por mí, ¿no te parece?
Francesca no sabía qué pensar.
– ¿Te dijo cómo se llamaba? -Notó que Franni asentía-. ¿Y quién era, Franni?
Franni sacudió la cabeza. Tenía agarrada una almohada cerca de la cintura, y la abrazaba casi con regocijo.
– Tú tienes a tu Chillingworth, y yo a mi caballero. Qué bonito, ¿no te parece?
Francesca dudó, luego alargó la mano y le dio a Franni unas palmaditas en el brazo.
– Muy bonito. -Sabía bien que a Franni más valía no presionarla una vez que había dicho «no». Era una palabra de la que nunca se desdecía; insistir, del modo que fuera, no provocaría más que una resistencia titánica por su parte, cuando no histérica.
Para alivio de Francesca, Franni se serenó, suspiró y luego se arrebujó bajo las mantas. Al cabo de un minuto, estaba dormida.
Francesca se quedó mirando al dosel y preguntándose qué debía hacer. ¿Había visitado a Franni algún caballero, o eran imaginaciones suyas, una reacción al hecho de que Chillingworth hubiera venido a interesarse por ella? Esto último era posible. Franni no decía mentiras, no deliberadamente, pero su versión de la verdad difería con frecuencia de la realidad. Como la vez que juraba que les habían asaltado unos bandoleros, cuando lo único que había ocurrido era que el señor Muckleridge les había saludado al pasar ellas en el coche.
Lo que Franni decía que había pasado y lo que había pasado en realidad no eran necesariamente la misma cosa. Francesca dio vueltas a lo poquito que Franni había dejado caer: no había forma de saber si era verdad o fantasía.
Pese al comportamiento a veces infantil de Franni, no se llevaban más que un mes de edad. Por su aspecto, en cuanto a madurez física, eran iguales. Juzgando por las apariencias, Franni pasaba por una joven dama de lo más normal. En las circunstancias adecuadas, con el tema adecuado, podía mantener una conversación perfectamente racional, siempre que su interlocutor no cambiara rápidamente de asunto o hiciera una pregunta que fuera más allá de su comprensión. Si se rompía el hilo de su discurso, su vaguedad mental se ponía inmediatamente de manifiesto, pero si no se le buscaban las cosquillas, no había nada que pusiera en cuestión la imagen de una señorita tranquila y sencilla.
Francesca sabía que a Franni le pasaba algo, que su aire ausente y sus reacciones infantiles no eran algo que fuera a mejorar con el tiempo. La preocupación y los cuidados de Charles y Ester delataban la verdad, pero Francesca nunca les había preguntado nada al respecto, nunca había forzado a ninguno de los dos a reconocer esa verdad explicándosela.
Que el estado de Franni era una fuente de dolor y pena para ambos era algo que Francesca sabía sin necesidad de preguntárselo; se esforzaba en no hacer nada que aumentara ese dolor. Por eso sopesó cuidadosamente lo que Franni había dicho, y si debía, y en qué medida, contárselo a Charles.
Finalmente decidió que a Charles no. Un caballero podía no entender los sueños de una muchacha solitaria. Francesca había soñado mucho en algunos momentos; el caballero de Franni podía existir únicamente en su imaginación.
Se giró hacia su lado de la cama y se acurrucó. Al día siguiente advertiría a Ester…, sólo por si acaso el caballero de Franni resultaba, de hecho, ser real.
Tomada la decisión, se relajó y dejó vagar sus pensamientos. Como una marea lenta e inexorable, las emociones que la habían embargado un rato antes volvieron a ella, creciendo poco a poco para luego hundirse en su interior, en un pozo de impaciente anhelo.
Lo había esperado durante años; porque él se había empeñado, había esperado aún cuatro semanas más. Pronto sería su noche de bodas. Ya no tendría que esperar.
Los suyos eran sueños de pasión, de anhelo y amor, de un amor tan profundo, tan duradero, que nunca menguaría.
Llegó la mañana y se levantó, inquieta, con una extraña falta de aliento, más impaciente de lo que nunca se había sentido. Se vistió y bajó al piso inferior. Se reunió con el anciano padre de la posadera, que estaba de pie junto a la puerta abierta.
El hombre la miró y señaló al exterior con la cabeza.
– Se lo dije. Claro y despejado. Llegará usted a tiempo a su boda, señorita.
Capítulo 5
La profecía del viejo resultó acertada, pero les dejó muy poco margen de maniobra. El estado de las carreteras se iba deteriorando conforme avanzaban hacia el norte; por allí había llovido más. Cruzaron el río Lambourn, que bajaba muy crecido, por un puente de piedra; si hubieran tenido que hacerlo por un vado, no lo habrían conseguido. Había ya muy poca luz para que vieran gran cosa de la aldea de Lambourn, aparte de un grupo de tejados a un lado del camino, apiñados entre el río y la escarpadura de las colinas.
La escarpa se suavizaba por encima de ellos a medida que la carretera giraba a la izquierda, siguiendo el río, pero ascendiendo gradualmente por encima de él. Era casi noche cerrada cuando redujeron la marcha y cruzaron los enormes postes de unas verjas de forja abiertas de par en par. La divisa que adornaba la verja del lado de Francesca, iluminada fugazmente por las lámparas del carruaje, tenía una cabeza de lobo como motivo principal.