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– ¡Por supuesto! Es lo que suponíamos. Necesitarán descansar: después de todo, el día importante es mañana, y tendremos que estar todos en las mejores condiciones.

Entre palabras tranquilizadoras y admoniciones de que pidieran cuanto necesitaran, lady Elizabeth los condujo al piso de arriba. Se separaron en la galería. Henni se llevó a Ester y Franni; Horace se fue caminando junto a Charles. La condesa, desgranando información intrascendente, acompañó a Francesca por varios pasillos y a través de otra galería para conducirla finalmente a una agradable cámara, calentada por un fuego acogedor y con amplias ventanas que daban al norte, hacia las colinas.

– Ya sé que será sólo una noche, pero quería que tuviera paz y tranquilidad, y espacio suficiente para ponerse mañana el traje de novia. Además, para ir desde aquí a la capilla no tendrá que cruzarse con Gyles.

Inspeccionando la confortable cámara, Francesca sonrió.

– Es preciosa… Gracias.

No le pasó inadvertida la perspicacia que escondía la mirada de lady Elizabeth.

– ¿Prefiere comer o bañarse primero?

– Un baño, por favor. -Francesca sonrió a la pequeña doncella que se apresuró a ayudarla con su abrigo-. No veo el momento de quitarme esta ropa.

Lady Elizabeth impartió sus órdenes; la doncella hizo una inclinación y salió a toda prisa. En cuanto se hubo cerrado la puerta, lady Elizabeth se dejó caer sentada en la cama e hizo una mueca de contrariedad a Francesca.

– Querida mía, muchas gracias. Se está tomando esto increíblemente bien. Le retorcería el cuello a Gyles, pero… -elevó las manos con las palmas hacia arriba- el caso es que sí que tuvo que irse. El asunto era demasiado serio para dejarlo a cargo de su capataz.

– ¿Qué ha pasado? -Francesca se sentó en una silla junto a la chimenea, agradeciendo el calor de las llamas.

– Se hundió un puente. A un buen trecho río arriba, pero dentro de la propiedad. Gyles tenía que ir y ver exactamente lo ocurrido para decidir lo que más convenía hacer. El puente es la única comunicación con una parte de la hacienda. Hay familias que han quedado aisladas y todo eso: son muchas decisiones, grandes y pequeñas, que Gyles ha de tomar.

– Entiendo. -Y así era. Había sido educada para ser la esposa de un caballero; sabía de las responsabilidades que conllevaban las grandes propiedades. Francesca miró por la ventana.

– ¿Estará seguro, volviendo a caballo en la oscuridad?

La condesa sonrió.

– Cabalga por esas colinas desde que fue capaz de subirse a un caballo, y lo cierto es que las colinas son muy seguras para montar, aun con poca luz. No debe preocuparse: por la mañana estará aquí, sano y salvo, y muy impaciente por casarse con usted.

Francesca dirigió una mirada tímida y fugaz a la condesa. Lady Elizabeth la captó y asintió con la cabeza.

– Ah, sí, ha estado decididamente irritable todo el día; y tener que salir y correr el riesgo de no estar aquí cuando llegaran le puso de un humor extraordinariamente sombrío. De todas formas, esto no hará sino avivar su apetito para mañana. -Se puso en pie al regresar la doncella con lacayos cargados de cubos humeantes.

Cuando el baño estuvo dispuesto y quedó sólo la doncella, lady Elizabeth se acercó a Francesca, que se levantó. La condesa le besó en ambas mejillas.

– Ahora la dejo, pero si necesita algo, o desea volver a hablar conmigo, a la hora que sea, sólo ha de llamar al timbre y Millie, aquí presente, contestará y vendrá a buscarme. En fin, ¿está segura de que tiene todo lo que necesita?

Francesca asintió, conmovida.

– Muy bien. Entonces, buenas noches.

– Buenas noches. -Francesca vio salir a lady Elizabeth y luego hizo una seña a la doncella para que la ayudara a desvestirse.

Una vez en el baño, se sintió mucho más relajada, mucho más indulgente; no podía realmente culparle a él de la lluvia o sus efectos, después de todo. Recostada en la bañera, dio instrucciones a Millie para que deshiciera sus baúles y sacara lo que iba a necesitar al día siguiente. Con los ojos redondos de asombro, Millie desplegó el traje de novia de seda color marfil.

– ¡Oooh, señora, pero qué preciosidad!

El traje lo habían planchado y metido en el baúl con reverencia los empleados de la mansión Rawlings; sólo hacía falta sacudirlo un poco y dejarlo colgado una noche para que estuviera absolutamente perfecto.

– Déjalo en el ropero. Todo lo demás que necesito para mañana debe de estar en el mismo baúl.

Millie emergió del ropero y cerró la puerta con un suave suspiro.

– Parecerá usted un ensueño con eso puesto, señora, si me disculpa que se lo diga. -Volvió junto a los baúles de Francesca-. Sacaré sólo sus galas de boda, su camisón y sus cepillos, y todo lo demás lo llevaremos a la suite de la condesa mañana por la mañana, si le parece bien.

Francesca asintió. Sintió un estremecimiento nervioso en la piel. Mañana por la mañana se convertiría en su condesa. Suya. La sensación que subyacía al estremecimiento se hizo más intensa. Se incorporó y alcanzó la toalla. Millie acudió corriendo.

Más tarde, envuelta en una bata de noche, se sentó junto al fuego y dio cuenta de la cena, sencilla pero elegante, que Millie le había subido en una bandeja. Luego dio licencia a la pequeña doncella para retirarse, bajó la luz de las lámparas y pensó en meterse en la cama. En lugar de eso, se vio atraída hacia la ventana, por el vasto panorama de las colinas. Hasta donde alcanzaba la vista la altiplanicie se extendía en suaves ondas, sin muchos árboles. El cielo estaba casi despejado; los únicos restos de las tormentas de ayer eran jirones de nubes que empujaba el viento.

La luna ascendía, dando a la escena un baño de luz vibrante.

Las colinas poseían una belleza salvaje que la atraía; había supuesto que así sería. Una sensación de libertad, de naturaleza sin trabas, sin restricciones, emanaba del desolado paisaje.

Y la tentaba.

Aquélla sería su última noche sola; la última noche en que sólo habría de responder ante sí misma. El mañana le traería un marido, y ya sabía -o podía adivinar- lo que opinaría él de que saliera de noche a montar desenfrenadamente.

No tenía sueño. Las largas horas pasadas en el carruaje, horas de tensión creciente, la decepción, el anticlímax de no encontrarlo ahí para recibirla después de haberse pasado tantas horas soñando en cómo sería ese momento -soñando en cómo la miraría él al volver a verla-, la habían dejado con una sensación de desapego, más inquieta, con los nervios más a flor de piel que nunca.

Su vestido de montar estaba en el segundo de sus baúles. Lo desplegó, y después sacó las botas, los guantes y la fusta. Del sombrero podía prescindir.

En diez minutos estaba vestida y calzada, deslizándose a través de la inmensa casa. Oyó voces graves, y giró en dirección contraria. Encontró una escalera secundaria y bajó por ella al piso inferior; luego siguió un pasillo y fue a dar a un salón con puertas acristaladas que daban a la terraza. Dejó las puertas cerradas pero sin asegurar, y se dirigió hacia el bloque de las cuadras, que había entrevisto a través de los árboles.

Los árboles, que la acogieron entre sus sombras, eran robles viejos y hayas. Siguió caminando confiando con seguridad en que nadie podría verla desde la casa. El bloque de cuadras resultó ser de considerable amplitud: dos establos largos y una cochera construidos alrededor de un patio. Se coló en el establo más cercano y fue recorriendo el pasillo, evaluando la naturaleza del caballo en cada uno de los compartimentos. Pasó junto a tres caballos de caza, más grandes y poderosos aún que los que había montado en la mansión Rawlings. Recordando los comentarios de Chillingworth, pasó de largo, en busca de una montura más pequeña…

Se abrió una puerta en el extremo opuesto. Un movimiento de luz iluminó los arreos almacenados en el cuarto del fondo; luego la luz danzó por la nave mientras dos mozos de cuadra, uno de los cuales portaba una linterna, entraban y cerraban la puerta.