Francesca, en mitad del pasillo, no tenía ninguna posibilidad de conseguir volver a la puerta de la cuadra. La luz no la alcanzaba todavía. Levantó el pestillo del compartimiento que tenía más cerca, entreabrió la puerta, se deslizó por ella como una exhalación, la cerró empujándola y, pasando la mano por encima, volvió a colocar el pestillo en su sitio.
Un rápido vistazo por encima de su hombro la tranquilizó. El caballo cuyo compartimiento había invadido tenía buenos modales, y no era grande. Había vuelto la cabeza para mirarla, pero, con la visión afectada por la luz de la linterna, no podía ver mucho más. Eso sí, tenía sitio de sobra para estirarse pegada a la puerta del compartimiento y esperar a que los mozos de cuadra pasaran de largo.
– Allí esta. ¿A que es una belleza?
La luz se hizo de pronto más intensa; levantando la vista, Francesca vio la linterna aparecer justo por encima de su cabeza. El mozo de cuadras la dejó sobre la puerta del compartimiento.
– Sí -apostilló el segundo mozo-. Bárbara. -La puerta se inclinó al apoyarse dos cuerpos contra ella. Francesca contuvo la respiración y rezó para que no se asomaran y miraran hacia abajo. Hablaban del caballo. Miró y, por primera vez, pudo ver.
Se le agrandaron los ojos; a duras penas pudo contener un suspiro de admiración. El caballo era más que simplemente hermoso. Había gracia y fuerza en cada una de sus líneas, era un testimonio vivo de la excelencia en la cría. Éste era justo el tipo de caballo de que había hablado Chillingworth: una yegua árabe de cascos alados. Su pelaje castaño despedía ricos destellos a la luz de la linterna, y la crin y la cola, oscuras, hacían un elegante contraste. Tenía los ojos grandes, oscuros, despiertos. Las orejas, erguidas.
Francesca rezó para que los mozos no se acercaran a examinarla a ella, al menos hasta que se fueran.
– He oído decir que el señor la ha comprado para alguna dama.
– Sí… Es verdad. La yegua casi no podría aguantar su peso, al fin y al cabo.
El otro mozo soltó una carcajada.
– Parece que la dama sí que pudo.
Francesca levantó la vista…, para ver desaparecer la lámpara. Los mozos se apartaron de la puerta; la luz se retiró. Esperó a que volviera a hacerse la oscuridad, luego se levantó y asomó la nariz por encima de la puerta justo a tiempo de ver a los dos mozos salir del establo, llevándose la linterna con ellos.
– ¡Gracias a Dios!
Un morro suave le golpeó delicadamente la espalda. Se volvió, igualmente ansiosa por hacer amigos.
– ¡Vaya, sí que eres una chica despampanante!
El largo morro de la yegua era terso como el terciopelo. Francesca pasó la mano por su pelaje pulcro y sedoso, juzgándolo al tacto: aún tenía que recuperar la visión nocturna.
– Me dijo que yo debería montar una yegua árabe, y acaba de comprarte a ti para cierta dama. -Volviendo a la cabeza del animal, le acarició las orejas-. ¿Crees que será una coincidencia? -La yegua volvió la cabeza y la miró. Francesca la miró a ella. Y sonrió.
– A mí me parece que no. -Lanzó sus brazos al cuello de la yegua y la abrazó-. ¡Te ha comprado para mí!
La idea elevó sus ánimos por las nubes, desató su euforia. La yegua era un regalo de bodas: se jugaría el cuello. Cinco minutos antes, estaba más que disgustada con Chillingworth, cualquier cosa menos segura de él. Ahora, en cambio…, era mucho lo que podía perdonarle a un nombre por semejante regalo, y por la consideración que expresaba.
Con un caballo así, podía cabalgar como el viento… Y ahora iba a vivir al borde de un paraje hecho para montar a galope tendido. De pronto, el futuro parecía mucho más halagüeño. El sueño que había estado acariciando durante las últimas semanas -cabalgar por las colinas de Lambourn a lomos de una yegua árabe de cascos alados- estaba muy próximo a hacerse realidad.
– Si te ha comprado para mí, es que espera que te monte. -No hubiera podido resistirse ni por la salvación de su alma-. Espera aquí. Tengo que encontrar una silla.
Gyles cabalgaba de regreso, cansado, más anímica que físicamente. Estaba empapado de andar manejando troncos mojados, pero el hundimiento del puente le había caído como un regalo del cielo. Lo había librado de volverse loco.
Había declinado la oferta de Diablo de acompañarlo, aunque su ayuda le habría venido bien. Su ánimo estaba demasiado tocado para encajar las chanzas de Diablo, que lo habrían puesto a prueba hasta hacerlo estallar. Diablo lo conocía desde hacía demasiado tiempo como para mantenerlo a raya fácilmente. Y pese a sus solemnes declaraciones en sentido contrario, Diablo estaba convencido de que, como cualquier miembro del Clan de los Cynster, él acabaría sucumbiendo a manos de Cupido, y de que estaba, de hecho, enamorado de la que pronto sería su esposa.
Diablo no tardaría en comprobar la verdad: lo haría en el instante en que pusiera los ojos en su dócil y modosa prometida.
Desvió a su rucio por el sendero que atravesaba las colinas y aflojó las riendas, dejando que el animal caminara a su propio paso, más bien pesado.
Sus pensamientos no iban mucho más rápido. Al menos, había conseguido que la lista de invitados no pasara de unos cien, un número más o menos aceptable. Había tenido que pelearse con su madre a cada paso; la mujer había estado escribiendo a Francesca frenéticamente durante las últimas semanas, pero él estaba convencido de que no había sido por la insistencia de su prometida por lo que su madre había puesto tanto empeño en hacer de la boda un magno acontecimiento. Eso nunca había figurado en sus planes.
Se le ocurrió preguntarse si la novia habría llegado, de hecho, ya que la ceremonia estaba prevista para las once del día siguiente. Su reacción fue encogerse de hombros. O bien estaría ahí, o llegaría más tarde y se casarían cuando fuera. No tenía mucha importancia, en realidad.
No era lo que se dice un novio impaciente.
Una vez que se hubo ganado el consentimiento de Francesca y se había alejado montado en su caballo de la mansión Rawlings, se le habían pasado todas las prisas. El asunto estaba sellado, cerrado. Posteriormente, ella había firmado las capitulaciones matrimoniales. Desde que dejó Hampshire, apenas había pensado en su futura esposa: sólo cada vez que su madre blandía una carta o hacía otra petición. Aparte de eso…
Había estado pensando en la gitana.
Su recuerdo lo perseguía. Cada hora de cada día, cada hora de las largas noches. Lo perseguía incluso en sueños, y eso era sin duda lo peor, ya que en sueños no había restricciones, ni límites, y durante unos breves instantes nada más despertarse, se imaginaba…
Nada de cuanto hacía, nada de lo que se decía a sí mismo había atenuado su obsesión. La necesidad que tenía de ella era absoluta e inquebrantable; aunque era consciente de haberse librado por los pelos de una esclavitud perpetua, todavía soñaba… con ella. Con poseerla. Con abrazarla, con hacerla suya para siempre.
Ninguna otra mujer le había afectado hasta ese punto, ni lo había llevado tan cerca del límite.
No le hacía la menor ilusión su noche de bodas. Se excitaba con sólo pensar en la gitana, pero no podía, al parecer, satisfacer su deseo con ninguna otra mujer. Había pensado en intentarlo, con la esperanza de romper su hechizo…, pero no había conseguido levantarse del sillón. Su cuerpo podía estar pidiéndoselo, pero la única mujer de la que su mente aceptaba consuelo era la gitana. Estaba en baja forma y, ciertamente, no del humor adecuado para estrenar a una novia delicada. Pero eso sería en su noche de bodas; cruzaría ese puente llegado el momento. Hasta entonces, tenía que soportar una boda y un banquete de bodas en el que, con toda probabilidad, la gitana estaría presente, si bien era cierto que confundida entre un centenar de otros invitados. No había preguntado si se esperaba que asistiera alguna amiga italiana de Francesca. No había osado. Semejante pregunta habría alertado a su madre y a su tía, y él habría tenido que sufrir las consecuencias. Ya iba a ser bastante duro cuando vieran a su prometida cara a cara.