Gyles condujo al rucio al interior del establo, lo metió en su compartimiento y le sacó la silla en un abrir y cerrar de ojos. La gitana pasó por delante con la yegua; oyó que ella le canturreaba suavemente en la oreja.
Una vez dejado el rucio, Gyles fue hasta el compartimiento de la yegua y llegó a tiempo de levantar la silla de su lomo. La gitana le recompensó con una sonrisa capaz de partir corazones. Luego, cogió un manojo de paja y empezó a cepillar a la yegua.
Gyles cargó con su silla y arreos y luego recogió los suyos. Tendría que guiarla de vuelta a su habitación sin que nadie los viera. Y sin tocarla. No era tan tonto como para pensar que eso resultaría fáciclass="underline" sólo con volver a verla, con volver a oír su voz, se había despertado en él algo que únicamente podía describir como un anhelo vehemente. Una necesidad de ella, un vacío profundo que sólo ella podía llenar.
Pero no iba a permitir que lo dominara. Que lo llevara a la ruina. Mientras no la tocara, sobreviviría.
Cepilló corriendo al rucio, comprobó que tenía agua y alimento, cerró el compartimiento y volvió donde la gitana. Ella también había acabado y estaba ya comprobando el agua, canturreando aún suavemente, roncamente, a la yegua. Supo con certeza que nadie más podría ya montar esa yegua.
La gitana lo vio. Con una última palmada, dejó a la yegua y salió al pasillo. Tenso como la cuerda de un arco, Gyles cerró la puerta del compartimiento y corrió el pestillo.
– Gracias.
Le había cambiado la voz: más baja; ahumada, sensual, seductora.
Gyles se dio la vuelta…
Ella dio un paso, y la tuvo encima. Rodeó su cuello con los brazos, se apretó contra él y lo besó.
Ese simple, apasionado beso acabó con su resistencia; acabó con todas sus buenas intenciones, acabó con toda posibilidad de que escapara…, o de que ella escapara de él. La rodeó con sus brazos y la estrujó contra sí, inclinó la cabeza y tomó el control del beso.
Ella sabía a viento y a la espesura del bosque, a la euforia de cabalgar libre y veloz, sin trabas, sin restricciones. La invitación de su beso era explícita: ambos hablaban el mismo lenguaje, se entendían a la perfección; entre ellos no era necesario el pensamiento.
Arqueándose contra él, ella lo arrastró a mayores profundidades, a la profundidad de su beso, a la profundidad de su propia maravilla. Él la abrazó contra sí y se asombró ante su prodigalidad, ante las promesas inscritas en sus suaves curvas y sus ágiles brazos y piernas. Sus manos partieron de búsqueda. Lo mismo las de ella. Y de pronto ella estaba palpándole con manos ahuecadas, meciéndolo, acariciándolo… De forma inexperta, bien es cierto, pero manifestando claramente su deseo. Ella lo deseaba tanto como él a ella.
Esa necesidad sobrecogió a Gyles con tal intensidad que lo dejó sin respiración, y le devolvió parte del sentido común que había perdido en el trance. Se giró hacia un lado, con la intención de apoyarse en la puerta de uno de los compartimientos -el que lindaba con el de la yegua- y tratar de recuperar el aliento; de interrumpir su beso, de apartarse de ella y calmarse…
La puerta se abrió de golpe con su peso. Era el compartimiento central de la fila larga: el que los mozos usaban para almacenar la paja fresca. Gyles retrocedió trastabillando. En el compartimiento no había ningún caballo, sólo una pila enorme de paja suelta. Aterrizaron sobre la paja, justo encima. En cuestión de segundos, se habían hundido en su blandura.
Estaban arrebujados en esa suave sequedad, encerrados en un mundo oscuro, para ellos solos. Gyles dejó escapar un gemido. El sonido fue sofocado por un beso. Yacían atrapados cada uno en brazos del otro, ella casi enteramente debajo de él. Entonces sintió deslizarse sus manos, recordó por dónde habían andado un momento antes, sintió sus dedos aferrarle la cintura. Luego ella introdujo las manos bajo su capote; notó que le tiraba de la camisa, que recorría con los dedos la línea de su cinturón.
¡Oh, no! Levantó la cabeza, cortó el beso…, y no supo qué decir a continuación.
– Sois…, impaciente. -Le acariciaba de nuevo con su manita-. Me queréis ahora.
El tono de su voz rebosaba de asombro y revelación, confirmándole más allá de toda duda que aún no había conocido varón. Había demasiada oscuridad en el compartimiento, en su pozo de paja, para verle la cara. Tampoco ella podría verlo a él sino como una sombra oscura que la cubría. Ambos se guiaban básicamente por el tacto. No estaba seguro de si eso constituía o no una ventaja.
– He de llevarla de vuelta a la casa.
Ella dudó; luego la sintió aflojarse y deslizarse sutilmente debajo de él.
– Aquí estoy bastante cómoda.
Sus movimientos y el tono de su voz no dejaban ninguna duda sobre el significado de aquellas palabras.
En cuanto a él, sus sentidos y deseos pugnaban por derrotar a lo que quedaba de su razón. Dejó caer la cabeza, intentando reunir las fuerzas necesarias para liberarse. Tocaba con la frente en la de ella. Sintió sus manos trepar por su pecho, abrirse sus dedos contra el fino hilo de la camisa.
¿Cuántas mujeres lo habían tocado así?
Cientos.
¿Cuántas lo habían hecho suspirar, estremecerse, con esa simple caricia?
Ninguna.
Pese a que era consciente del peligro, cuando ella levantó la cabeza y sus labios se encontraron, no pudo resistirse, no fue capaz de apartarse. Ella lo sedujo con un suave roce y un beso tan inocente que alcanzó su corazón acorazado.
– No -dijo con una exhalación, y trató de separarse.
– Sí -replicó ella, y no dijo más.
Los labios de Gyles cayeron prisioneros de los de Francesca, no por algún tipo de coacción física, sino por obra de un poder contra el que no estaba en condiciones de rebelarse.
Francesca bebió de él, bebió de la promesa del duro cuerpo tendido sobre el suyo, de su flagrante respuesta. Estaba más que encantada; se sentía como el gato que se relame ante un plato de nata. Él se sentía acalorado, duro; la tensión de su cuerpo hablaba a gritos de la urgencia que lo embargaba.
Separó sus labios de los de ella para recorrerle la mandíbula, hasta encontrar la oreja y deslizarse más abajo.
– ¿Le gusta la yegua?
Su voz sonó ronca.
– Es preciosa.
Le besó la garganta, y ella se arqueó instintivamente y oyó su aspiración.
– Sus líneas de sangre…, son excelentes. Sus habilidades…
Había llegado a las clavículas de Francesca y pareció olvidar lo que estaba diciendo; ella no vio motivo para comentárselo. No era hablar lo que quería, quería explorar la pasión, con él, ahora. Estaba a punto de hacer descender las manos por su cuerpo, cuando él murmuró:
– Puede llevársela cuando se marche.
Francesca se quedó paralizada. Y se obligó a pensar. Pasó revista a un cierto número de interpretaciones, pero no dio con ninguna que encajara.
– ¿Marcharme? -Descubrió que el desconcierto podía desbordar a la pasión, al menos en el punto en que se hallaban-. ¿Por qué iba a marcharme?
Él suspiró, y la calidez que les venía envolviendo se disipó. Levantó la cabeza y la miró.
– Todos los invitados se irán poco después de la boda, la mayoría tras el banquete y los demás al día siguiente. -Hizo una pausa antes de proseguir, en un tono de matiz acerado-. Por mucha proximidad que tenga con Francesca, se marchará usted con Charles y su partida.
Francesca lo miraba atónita, a ese rostro que no era para ella sino una sombra. Estaba boquiabierta, con la mente en blanco. Durante cuatro latidos de su corazón, fue incapaz de decir palabra. Entonces su mundo dejó de dar vueltas locamente, se fue frenando… Se humedeció los labios.
– La dama con la que vais a casaros…
– No pienso hablar acerca de ella. -La tensión que se había disparado por su cuerpo no tema nada que ver con la cálida flexibilidad de la pasión. Suprimió la pasión, la excluyó.