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Al cabo de un momento, ella se aventuró a decir:

– Creo que no lo entendéis. -Tampoco lo entendía ella, pero empezaba a sospechar…

Notó que él reprimía un suspiro; su actitud defensiva se relajó una pizca.

– Puede que sea dócil… Una mosquita muerta… Pero es exactamente la clase de esposa que necesito, la clase de esposa que quiero tener.

– Me queréis a mí. -Francesca se movió bajo su cuerpo, desafiándolo a negar lo evidente.

Él tomó aire; ella sintió que la fulminaba con su mirada.

– La deseo. Ni la quiero ni la necesito.

El genio de Francesca hizo erupción. Una réplica encendida le quemó la lengua, pero no tuvo ocasión de expresarla.

– Sé que no me entiende. -Eran palabras duras, severas-. Nunca ha conocido usted a un hombre, al menos no a uno como yo. Cree que me entiende, pero no es cierto.

Pero sí que lo entendía, lo entendía e iba entendiendo mejor a cada segundo que pasaba.

– Piensa que, siendo como soy, querría una esposa apasionada, pero lo cierto es lo contrario. Por eso he elegido a Francesca Rawlings por esposa. Ella encajará perfectamente en el papel de mi condesa…

Francesca lo dejaba hablar, dejaba que sus palabras fluyeran y se perdiesen mientras su mente retrocedía por las semanas transcurridas desde que tropezara con él junto al macizo de arbustos, reescribiendo cada escena.

Gyles cayó de pronto en la cuenta de que estaba haciendo precisamente lo que había dicho que no haría. No le debía ninguna explicación a la gitana…

Excepto que la estaba rechazando, dándole la espalda deliberadamente, a ella y a una relación apasionada que, nadie lo sabía mejor que él, estaba llamada a arder con un brillo mayor que la mayoría de las estrellas. Ella nunca se había ofrecido a otro hombre; de haberlo hecho, no sería tan virginal, no se maravillaría a cada paso de aquella manera.

Se sintió culpable, cogido en falta, por despreciarla. Era ridículo, pero se sentía culpable por herirla, aunque fuera por su bien. Se sintió igualmente culpable porque, incluso en aquellos momentos, estaba tan obsesionado con ella que era incapaz de formarse una imagen mental de la mujer con quien iba a casarse al día siguiente: una mujer que era la íntima amiga de la gitana. Sentía culpa suficiente para hundir su alma en aquella situación atormentada.

Dejó de hablar y exhaló un suspiro.

– Al menos, no se habrá traído los malditos perros con ella.

Silencio.

Ella seguía mirándolo, con los ojos inmóviles; notaba sus senos hincharse y relajarse contra el pecho.

Una sensación de desasosiego recorrió su espina dorsal.

– No lo ha hecho, ¿no? ¿No se ha traído ese montón de spaniels falderos?

El silencio se alargó, luego sintió que ella reajustaba su mirada. Hasta entonces no la había estado mirando, en realidad.

– No. Vuestra prometida no ha traído los perros.

Cada palabra vibraba con una determinación que él era incapaz de interpretar. Oyó que tomaba una inspiración.

– En cambio, sí que me ha traído a mí.

Todo aquel rato había tenido las manos apoyadas en su pecho.

Ahora las elevó por encima de sus hombros, las entrelazó firmemente detrás de su cuello, tiró de él hacia abajo y le selló los labios con los suyos.

La furia había encendido la pasión de Francesca, la había avivado, se había fundido con ella. Se dejó llevar deliberadamente. Dejó que el fuego de su ira la arrasara. Era lo único con que se le ocurrió que podía golpearle, lo único a lo que sabía que él no era inmune.

No podía ni empezar a enumerar sus agravios, sus sentimientos, sus reacciones racionales o lógicas, pero sobre su respuesta instintiva no albergaba ninguna duda.

Le iba a hacer pagar. Y en la moneda en que más le dolería.

Él se hundió sin remedio; ella lo supo, sintió el momento en que la marea le arrastró al fondo. Sintió el momento en que su voluntad se sumergió bajo una marea de necesidad demasiado fuerte para negarla.

Ella atizó las llamas, se ocupó de que no remitieran. Sus bocas se fundieron en un duelo de lenguas entrelazadas. Ya no tenía necesidad de sujetarlo. Soltó las manos y las llevó hacia abajo. Las de él se cerraron en torno a sus pechos, y ella se arqueó, y se olvidó por un momento de acariciarlo, deleitándose en las sensaciones que las caricias de él le procuraban.

Entre los dos, desabrocharon su chaquetilla y su blusa. La combinación se la desabotonó él con sendos gestos de sus largos dedos; acto seguido le cogió un pecho con la mano, y ella soltó una exclamación ahogada. Los labios de Gyles volvieron a encontrar los suyos justo a tiempo de atrapar su grito cuando le pellizcó el pezón entre los dedos. A medida que la punzante sensación remitía, el calor la inundó. Luchó por respirar, luchó por encajarlo todo, luchó por seguirle el ritmo. Ella no había hecho nunca esto, y él era un experto; había visto más cosas de las que la mayor parte de los inocentes podían siquiera imaginar, pero nunca había sido la mujer en el corazón de la tormenta.

Y de una tormenta se trataba: de calor, de sensaciones demasiado intensas para expresarlas. Se retorcía como una mujerzuela debajo de él, y supo que lo estaba excitando hasta hacerle perder la cabeza.

De forma que se retorció aún más. Todo lo que se le ocurría que podía hacer, lo hizo, toda acción que pudiera enardecerle más. No era de las que pudieran conformarse con otra cosa que no fuera su completa y abyecta rendición. Ante ella, ante la pasión que compartían. Ante todo lo que él había pensado que podía mantener al margen de su vida.

Gyles agachó la cabeza arrastrando los labios, apartándolos de los de ella. Ella le hundió los dedos en el pelo cuando aquellos labios encontraron su pecho; el roce abrasador de su lengua la hizo estremecerse. Entonces él succionó, tapándole la boca con la mano justo a tiempo de ahogar el chillido.

Estaba sofocada, jadeando, increíblemente ruborizada cuando él por fin levantó la cabeza, se echó hacia atrás y le levantó las faldas. Sus duros dedos hallaron una rodilla y fueron subiendo por la piel temblorosa del interior del muslo. Tocaron los suaves rizos del ápice de aquellos muslos y descendieron de nuevo.

Volvieron a la carga de inmediato, acariciando, provocando, enredándose en sus rizos, hasta que un largo dedo se deslizó entre los dos muslos. Ella aspiró hondo. Su cuerpo se tensó mientras los dedos acariciaban y luego exploraban suavemente. Entonces él le sujetó una rodilla con la suya, invitándola a abrirse más. Una tórrida oscuridad los envolvía. Los sentidos de ella no percibían ya nada que no fuera el hombre: el mundo que se extendía más allá de su nido de paja se había desvanecido, había desaparecido por completo. Él la tocaba con pericia, con conocimiento. Con una nueva inspiración profunda, Francesca separó sus muslos.

Gyles le cubrió el pubis con la mano, y un estremecimiento nervioso la sacudió. La mano se movió; introdujo un largo dedo, primero un poquito, luego más y más adentro, penetrándola en su blandura, haciendo que su cuerpo se abriera.

Francesca se arqueó, pero él la empujó contra la paja, extendiendo la otra mano sobre su estómago.

Gyles se estremeció y cerró los ojos. Palpaba con los dedos, trazaba, exploraba, y su imaginación suplía lo que no veía. Estaba a un paso de la locura. No tenía ni idea de cómo había llegado a aquel punto, pero sólo había un camino hacia delante, una vía a la cordura.

Siguió transportándola, implacable. El cuerpo de Francesca era calor líquido, fluido bajo sus manos. Era la encarnación de la mujer apasionada, salvaje y desinhibida; tuvo que volver a besarla, a ahogar sus gritos, a sofocar los gemidos de placer en que rompía ante su determinación. Hubiera podido llevarla al clímax rápidamente, brutalmente; pero cierta gentileza enterrada en lo más hondo le hizo demorarse, mostrarle los caminos del gozo, ahondar en su placer, hasta que, muy al final, estalló de éxtasis.

Su cuerpo se relajó debajo de él; sintió los últimos temblores de la culminación desvanecerse y cesar. Apartó sus dedos de ella, cerrando los sentidos a la dulzura almizclada que de forma tan primaria llamaba a sus sentidos. Se echó atrás, y estaba a punto de levantarse cuando ella se giró, alargó la mano hasta su cara, abrazándole el mentón, y lo besó.