Lo retuvo, lo atrapó en una red de cruda necesidad.
Para él, ella era la sirena suprema: sus besos le atraían hacia su destrucción. A duras penas consiguió mantener, si no el control, sí la lucidez suficiente para saber lo que hacía, y lo que no debía hacer. Ella seguía excitada, seguía atenta, seguía desarmando a sus sentidos. Había supuesto que, después de su primer orgasmo -que había sido además bastante prolongado- estaría exhausta y sin fuerzas, incapaz ya de oponerse a sus designios.
Había supuesto mal.
Gyles llenó las manos con sus pechos, luego hundió la cabeza y se llenó la boca de su tierna carne. Había tratado de no dejarle señales allí donde podrían ser visibles, pero sólo Dios sabía si lo había conseguido. Ella tenía presente que no debían hacer ruido; se apretaba los labios con los nudillos de una mano, sofocando sus propios gritos. También hacía lo que podía para enmudecer aquellos otros sonidos más íntimos que él le arrancaba, pero sin éxito.
Él exploró la mitad inferior de su cuerpo, desnudo ahora que le había subido el vestido hasta la cintura. Sus muslos, firmes de cabalgar, eran especialmente deliciosos; los tersos globos de sus nalgas, que él acunaba posesivamente entre sus manos, le hicieron estremecerse.
Ardía de deseos de tomarla, de poseerla como ella deseaba que la poseyera, de hacerla suya con toda la pasión de su alma; pero eso sólo podía conducirle a la locura. Aunque sí debía dejarla saciada. Escurriéndose hacia abajo, evitando sus manos, que lo instaban a montarla, agarró con fuerza sus caderas y aplicó la boca a sus más blandas partes.
El grito que liberó casi la ahoga. Después de eso, sólo pudo concentrarse en recuperar el aliento, en sofocar sus jadeos, sus chillidos. En florecer para él.
Cuando finalmente Gyles la soltó, cuando la hizo volar hasta las estrellas y romperse en añicos, ya la dejó -esta vez sí- demasiado exhausta para poder siquiera agarrarle de la manga cuando por fin se apartó de ella. Se puso de rodillas y le recompuso el vestido a tientas, lo justo para pasar una inspección somera en caso de que les sorprendieran. Luego se puso en pie, la levantó en sus brazos y salió con ella del compartimiento, y de las cuadras.
Mientras atravesaba el césped, iba haciendo grandes esfuerzos por no pensar, ni en ella, ni en nada de lo que había pasado; ni en cómo se sentía.
A la mañana siguiente se casaría con su amiga, y ahí acabaría todo.
Le palpitaba de dolor el cuerpo entero. Dudaba que consiguiera conciliar el sueño.
Podía, desde luego, felicitarse por haber esquivado el pozo en que otros habrían caído de cabeza. Podía enorgullecerse de no haber sucumbido a sus instintos más bajos, de haber observado la conducta más honorable. Le consumiría la culpa de no haber sido así, por muy variados cargos; y, sin embargo, en el fondo sabía que no era el sentimiento de culpa lo que le había hecho contenerse y no tomarla. Un único poder había sido lo bastante fuerte para salvarla, y salvarlo a él.
Un sencillo y primordial miedo.
Sabía en qué ala había alojado su madre a su prometida; se lo había dicho Henni, sólo por si le interesaba. Dio gracias al cielo por ello. Supuso que a la acompañante de su futura esposa le habrían asignado alguna habitación cercana. Al llegar al pasillo en cuestión, echó a andar por él; en un punto, se detuvo, acercó los labios a su oído y le susurró:
– ¿Cuál es su habitación?
Ella señaló lánguidamente la puerta del fondo. Él la reajustó en sus brazos para abrirla. Las cortinas estaban descorridas; la luz de la luna inundaba el cuarto, y le confirmó que habían hecho la cama pero estaba vacía.
La depositó sobre ella con suavidad.
Ella recorrió la manga de su camisa con los dedos, pero estaba demasiado débil para retenerlo. Él se inclinó sobre ella, le retiró el pelo de la cara, inclinó la cabeza y la besó. Una última vez.
Luego se retiró. Sabía que ella lo estaba mirando.
– Después de la boda, volverá a la mansión Rawlings.
Se dio la vuelta y la dejó.
Francesca observó cómo cruzaba la habitación. Lo había dejado cargar con ella hasta la cama dando por hecho que iba a acostarse a su lado. Al cerrarse la puerta tras él, se recostó sobre la espalda, cerró los ojos y sintió que la amargura la embargaba.
– No lo creo.
Capítulo 6
– ¿Listo para dar el último y solemne paso?
Gyles levantó la vista mientras Diablo entraba con paso despreocupado en su sala de estar privada. Los platos del desayuno llenaban la mesa que tenía ante sí, pero les había prestado escasa atención. En lo último que pensaba era en comer.
Wallace había acudido temprano a despertarlo. No estaba dormido, pero había agradecido la interrupción. Ya había pasado demasiado tiempo a solas con sus pensamientos. Bañarse, vestirse, ocuparse de las inevitables cuestiones de última hora…, todo eso lo había mantenido ocupado hasta que Wallace le sirvió el desayuno, para retirarse después a arreglar su dormitorio.
Se alegró de ver aparecer a Diablo.
– ¿Has venido a presenciar la última comida del condenado?
– Se me ha pasado por la cabeza, sí. -Acercándose una silla, Diablo se sentó enfrente de él, al otro lado de la mesa, y repasó con la vista los platos, que había desordenado más que consumido.
– ¿Qué, nos reservamos el apetito para más tarde?
– Precisamente. -Advirtió que contraía involuntariamente los labios.
– No puedo decir que te lo reproche, si todo lo que se dice de tu futura condesa es cierto.
Trató de no fruncir el ceño.
– ¿Qué es lo que se dice?
– Sólo que tu elección cumple exactamente con todo lo que cabía esperar de ti. Tu tío estaba impresionado. Los demás no la hemos visto ninguno… Llegaron después de anochecer.
Gyles no hubiera pensado que los gustos de Horace difirieran tanto de los suyos. Claro que, por otra parte, su tío tenía más de sesenta años… Tal vez ahora las prefería dóciles y sumisas.
– Pronto la conocerás, y podrás formarte tu propia opinión.
Diablo se sirvió un poco de lucio.
– No me irás a repetir que te casas por sentido del deber y no por amor…
– ¿Y hacer añicos así tus más preciadas esperanzas? No soy un anfitrión tan desatento…
Diablo soltó un bufido.
Gyles dio un sorbo a su café. No era su intención inducir a error a Diablo, pero no tenía ganas de dar explicaciones. Renunciar a la gitana -renunciar a sus propias e imperiosas necesidades- había minado sus energías. En aquellos momentos habría de sentirse exultante, triunfante, ante la próxima y exitosa culminación de sus minuciosos planes. En cambio, se sentía muerto por dentro, pesaroso, hundido por momentos.
Había hecho lo que debía, lo único que podía hacer; y, sin embargo, tenía la sensación de haber hecho algo malo. De haber cometido algún pecado peor que cualquiera al que ella le hubiera tentado.
No podía sacudirse de encima esa sensación; había pasado la mitad de la noche intentándolo. Y ahora, allí estaba, a punto de casarse con una mujer mientras que otra dominaba sus pensamientos. Aquella combinación de salvajismo e inocencia, encerrada en un envoltorio que llamaba al saqueo y atada con un lazo que era una promesa de pasión desinhibida, de lubricidad sin cortapisas… La gitana podía volver loco al más pintado.
Le había conmocionado como ninguna otra lo había hecho antes.
Esa misma mañana, pronto ya, se libraría de ella. Por más unida que Francesca se sintiera a su amiga, sería inflexible al respecto. La gitana debería abandonar sus propiedades, y alejarse de él, mañana al ponerse el sol, como muy tarde.