Tomó nota, mentalmente, de que debía asegurarse de que no olvidara llevarse su caballo.
– No sé si debo mencionarlo, pero ya es un poco tarde para reconsiderarlo.
Gyles volvió a centrarse.
Diablo señaló con un gesto de la cabeza al reloj que había sobre la repisa de la chimenea.
– Tenemos que irnos.
Gyles se volvió y comprobó que, efectivamente, iba siendo hora. Disimulando sus ridículos reparos, se revisó los puños y se ajustó la casaca.
– ¿Y el anillo?
Hurgó en el bolsillo de su chaleco, lo sacó y se lo tendió a Diablo.
Diablo examinó la ornamentada alianza.
– ¿Esmeraldas?
– Pertenece a la familia desde hace generaciones. Mamá mencionó que las esmeraldas podían resultar adecuadas, así que…
Su madre, en realidad, no había dicho tanto; él había entrado en el dormitorio destinado a su condesa, el contiguo al suyo, y había caído en ello de golpe. Su madre había redecorado la suite del color favorito de su prometida: un verde esmeralda vívido, intenso. En la salita de estar adjunta, el esmeralda se había matizado con gusto exquisito, entreverándolo con el turquesa y otros colores, pero, en lo que era propiamente el dormitorio, en gruesas sedas y satenes, el rotundo tono lo dominaba todo. Toques de dorado y madera barnizada hacían el conjunto aún más decadente.
La habitación le había hecho enarcar las cejas. Le costaba figurarse a su mansa, apocada y muy rubia prometida en él… El color la abrumaría. No obstante, si ella misma había manifestado que era ése su color favorito, como su madre aseguraba, ¿quién era él para oponerse?
Apuntó con un gesto al anillo mientras Diablo se lo metía en el bolsillo.
– Espero que le vaya bien. -Se dirigió a la puerta.
Diablo salió tras él, pisándole los talones.
– ¿No puedes darme alguna pista, al menos? ¿Qué aspecto tiene ese dechado de virtudes? ¿Es rubia o morena, alta o baja…? ¿Qué?
Gyles le miró por encima de su hombro mientras abría la puerta.
– Lo sabrás dentro de cinco minutos. -Dudó un momento antes de añadir-: Pero recuerda que me caso por cumplir con mi deber, no por amor.
Diablo escrutó sus ojos.
– Espero que sepas lo que haces. Los matrimonios tienen tendencia a durar mucho tiempo.
– Ésa -admitió Gyles, enfilando el pasillo- es una de las razones que me decidieron.
La capilla estaba en la parte más antigua del castillo. Cuando llegaron, los invitados ya habían tomado asiento. Gyles dio un rodeo hasta una antesala lateral. Allí, un primo de su padre, Hector, obispo de Lewes, estaba poniéndose sus ropajes.
– ¡Ah! ¡Aquí estás, muchacho! -Hector le sonrió.
Gyles le presentó a Diablo.
– Nos conocimos anoche. -Hector correspondió al cabeceo de Diablo, y a continuación levantó una mano al oír la música que llegaba de la capilla-. ¡Ajá! Ése es nuestro pie. La novia ha sido avistada y debemos ocupar nuestros puestos. ¿Listos, pues?
Gyles le hizo señal de empezar y le siguió, con Diablo a su espalda. Hector aminoró el paso al entrar en la capilla. Gyles tuvo que concentrarse para no pisarle los talones. Oyó un revuelo, educados susurros, pero no miró a los invitados. Hector les condujo hasta el altar. Gyles se detuvo donde sabía que le correspondía, antes del único escalón. Irguió la cabeza y cuadró los hombros. Diablo se paró a su lado. Se quedaron mirando al altar, hombro con hombro.
Gyles sentía exactamente… nada.
Hector subió el peldaño y luego se volvió majestuosamente de cara a la congregación. La música, que ejecutaba la mujer de Hector tocando un pequeño clavicordio situado en un rincón, cesó un momento; entonces sonaron los primeros acordes de la marcha nupcial.
Gyles observaba a Hector. El prelado levantó la cabeza, con la amable expresión habitual en su angelical rostro, y dirigió la vista al fondo del pasillo.
De pronto, su expresión cambió. Sus ojos se ensancharon, luego brillaron. Un rubor tiñó sus mejillas.
– ¡Vaya! -murmuró-. ¡Madre mía!
Gyles se quedó helado. ¿Qué diablos habría hecho su mansa y apocada prometida?
Hubo un frufrú de faldas al volverse las señoras a mirar. El silencio expectante fue roto por susurros alborotados. Una ola de murmullos ahogados y exclamaciones contenidas avanzó de atrás adelante. Gyles notó la tensión de Diablo mientras trataba de resistirse a la curiosidad, hasta que finalmente volvió la cabeza para mirar. Y se quedó paralizado.
Cada vez más irritado -esperaba, desde luego, que Charles hubiera tenido el buen juicio de no permitir que la muchacha apareciera vestida de modo estrafalario-, Gyles decidió que bien podía también él enterarse de lo que todos los demás sabían ya. Apretando los labios, volvió la cabeza…
Barrió con la mirada el primer banco del otro lado del pasillo, el reservado a la familia de la novia. Una mujer de mediana edad y facciones angulosas estaba sentada sonriendo con ojos llorosos mientras observaba acercarse a la novia. Junto a ella, con sus pálidos ojos azules más grandes aún de lo que los recordaba, boquiabierta, mirándole como quien ha visto un fantasma, se sentaba…
Su dócil y modosa prometida.
Gyles no podía quitarle los ojos de encima.
No podía respirar… La cabeza le daba vueltas.
Si ella estaba allí, entonces ¿quién…?
Un escalofrío de comprensión ascendió como un relámpago por su espinazo.
Lenta, rígidamente, acabó de girar la cabeza. Sus ojos confirmaron lo que su atribulado cerebro estaba diciendo a gritos.
Incluso viéndolo, aún no podía creerlo.
Seguía sin poder respirar.
Era una visión que haría débiles a hombres fuertes. Su corona sujetaba un velo de bello encaje orlado de perlas, que cubría pero no ocultaba la exuberancia desatada de su pelo, negro como ala de cuervo sobre el marfil del traje. Detrás del velo, sus ojos color esmeralda brillaban con vibrante intensidad. Desde donde él estaba, el borde del velo le ocultaba los labios; su memoria evocó la lozanía de esa boca.
El traje era una fantasía a la moda antigua, en rígida seda color marfil con un denso recamado de perlas. Ella lo rellenaba a la perfección; el bajo escote cuadrado constituía una vitrina ideal para sus magníficos pechos. El tono dorado de su piel, su pelo oscuro y sus vívidos ojos le permitían lucir de marfil con un aire teatral; no era el traje lo que dominaba la visión.
Desde la plenitud de sus pechos, el traje se estrechaba hasta ceñirle ajustadamente la cintura, para desparramarse luego en pesados pliegues por las caderas. Aquella cintura mínima era una invitación a que la asieran las manos varoniles, en tanto que la opulenta falda evocaba imágenes de saqueo.
Era una diosa destinada a colmar las mentes masculinas de elucubraciones lascivas, a reclamar el tributo de sus sentidos, a arrebatar sus corazones y dejarlos atrapados para siempre en un mundo de sexual anhelo.
Era suya.
Estaba furiosa.
Con él.
Gyles consiguió tomar aire mientras, con un susurro de sedas, ella alcanzaba su sitio junto a él. Tenía la vaga conciencia de que, ante todos los ojos salvo los suyos, ella aparecía como una novia radiante, curvados los labios en una sonrisa de pletórica felicidad bajo su velo.
Sólo para él sus ojos despedían rayos. De advertencia y de promesa.
Entonces dirigió aquellos ojos a Hector y sonrió.
A Hector casi se le cae el misal de las manos. Gyles, mientras, hacía esfuerzos denodados por recobrar la compostura; miró al suelo y pugnó por recuperar el ritmo de su respiración. Francesca estaba sobrellevando la situación mucho mejor; pero, claro, también había sabido en todo momento quién era él.
Desechó aquella línea de razonamiento. No podía permitirse el dejarse dominar por su temperamento. Tenía que pensar. Lo intentó, pero se sentía atrapado, como si estuviera huyendo por un laberinto y topándose con un muro a la vuelta de cada esquina.