Pensó que sería conveniente llevarse la guía, en casa se sentiría más tranquilo, sin la presencia amenazadora de los altísimos estantes que parecían querer precipitarse desde las sombras del techo, allí donde las arañas tejen y devoran. Se estremeció como si las polvorientas y pegajosas telas le estuviesen cayendo encima y por poco comete la imprudencia de echar mano a la guía sin haber tenido antes la precaución de medir exactamente las distancias que la separaban, por arriba y a los lados, de los bordes de la mesa, y quien dice las distancias dirá también los ángulos, si no se diese la favorable circunstancia de que las inclinaciones geométricas y topográficas del conservador tienden abiertamente a los ángulos rectos y a las paralelas.
Entró en casa seguro de que poco después, al restituir la guía telefónica a su lugar, ésta quedaría en el sitio exacto, sin desvió de un solo milímetro, y que el conservador no tendría que ordenar a los subdirectores que investigaran quién la había utilizado, cómo, cuándo y por qué. Hasta el último momento estuvo esperando que ocurriera algo que le impidiese llevarse la guía, un murmullo, un estallido sospechoso, una claridad llegada súbitamente de los fondos mortuorios de la Conservaduría General, pero la paz era absoluta, ni siquiera el minúsculo roer de las mandíbulas de los bóstridos, los insectos comedores de madera, se oía.
Ahora don José, con la manta sobre la espalda, está sentado en su propia mesa, tiene enfrente la guía telefónica, la abre por el principio y se demora recorriendo las instrucciones de uso, los códigos, las tablas de precios, como si ése fuese su objetivo.
Al cabo de unos minutos, un ímpetu repentino, no pensado, le obligó a pasar rápidamente las páginas, hacia delante, hacia atrás, hasta parar en la que corresponde al nombre de la mujer desconocida. O no está, o son sus ojos los que rehúsan ver. No, no está. Debía venir a continuación de este nombre y no viene. Debía estar antes de este nombre y no está. Ya lo decía yo, pensó don José, y no era verdad que lo hubiese dicho alguna vez, son maneras de darse la razón contra el mundo, de desahogar, en este caso, una alegría, cualquier investigador de la policía habría manifestado su contrariedad asestando un puñetazo en la mesa, don José no, don José enarbola la sonrisa irónica de quien, habiendo sido mandado en busca de algo que sabía que no existe, regresa con la frase en los labios, Ya lo decía yo, o ella no tiene teléfono o no quiere su nombre en la guía. Su satisfacción fue tal que, acto seguido, sin perder tiempo pensando en los pros y los contras, buscó el nombre del padre de la mujer desconocida, y ése sí estaba. Ni una fibra de su cuerpo se estremeció. Bien al contrario, decidido ahora a quemar todos los puentes tras sí, arrastrado por un impulso que sólo los auténticos investigadores pueden experimentar, buscó el nombre del hombre de quien la mujer desconocida se había divorciado y también lo encontró. Si tuviese aquí un mapa de la ciudad, ya podría señalar los cinco primeros puntos de paso averiguados, dos en la calle donde la niña del retrato nació, otro en el colegio, ahora éstos, el principio de un diseño como el de todas las vidas, hecho de líneas quebradas, de cruces, de intersecciones, pero nunca de bifurcaciones, porque el espíritu no va a ningún lado sin las piernas del cuerpo, y el cuerpo no sería capaz de moverse si le faltasen las alas del espíritu. Tomó nota de las moradas, después apuntó lo que tendría que comprar, un mapa grande de la ciudad, un cartón grueso del mismo tamaño donde fijarlo, una caja de alfileres de cabeza coloreada, rojos para ser vistos en la distancia, que las vidas son como los cuadros, conviene siempre mirarlos cuatro pasos atrás, incluso si un día llegamos a tocarles la piel, a sentirles el olor, a probarles el gusto. Don José estaba tranquilo, no le perturbaba el hecho de saber dónde vivían los padres y el antiguo marido de la mujer desconocida, éste, curiosamente, bastante cerca de la Conservaduría General, claro que más tarde o más temprano tendría que llamar a su puerta, pero sólo cuando sintiese que llegaba el momento, sólo cuando el momento ordenase, Ahora. Cerró la guía telefónica, la devolvió a la mesa del jefe, al lugar exacto de donde la había retirado, y regresó a casa. En el reloj era hora de cenar, pero las emociones del día debieron de distraerle el estómago, que no daba señales de impaciencia. Se sentó de nuevo, arrebujó su cuerpo en la manta, estiró las puntas para cubrirse las piernas y alcanzó el cuaderno que había comprado en la papelería. Era tiempo de comenzar a tomar notas sobre el avance de la búsqueda, los encuentros, las conversaciones, las reflexiones, los planes y las tácticas de una investigación que se anunciaba compleja. Los pasos de alguien que busca a alguien, piensa, y, verdaderamente, aunque la procesión va por el principio, ya tiene mucho que contar, Si esto fuese una novela, murmuró mientras abría el cuaderno, sólo la conversación con la señora del entresuelo derecha sería un capítulo.
Tomó la pluma para comenzar, pero a mitad del gesto, sus ojos encontraron el papel donde anotó las direcciones, le rondaba algo en lo que no había pensado antes, la contingencia, más que probable, de que la mujer desconocida, después de divorciarse, se fuera a vivir con los padres, la contingencia, igualmente posible, de que fuese el marido quien hubiera dejado la casa, manteniéndose el teléfono a su nombre. De ser éste el caso, y considerando que la calle en cuestión se encontraba en las proximidades de la Conservaduría General, quién sabe si la mujer del autobús no sería ella.
El diálogo interior dio muestras de querer recomenzar, Era, No era, Era, No era, pero don José hizo oídos sordos esta vez, e, inclinándose sobre el papel, comenzó a escribir las primeras palabras, así, Entré en el edificio, subí hasta el segundo piso y escuché ante la puerta de la casa donde la mujer desconocida nació, entonces oí el llanto de un niño de pecho, pensé que podía ser el hijo, y al mismo tiempo un arrullo de mujer, Será ella, después supe que no.
Al contrario de lo que casi siempre se piensa, cuando se ven las cosas desde fuera, no suele ser fácil la vida en las entidades oficiales, menos aún en esta Conservaduría General del Registro Civil, donde, desde tiempos que no podremos llamar inmemoriales porque de todo y de todos se halla registro en ella, por obra del esfuerzo persistente de una línea ininterrumpida de grandes conservadores, se concentraron en grado sumo todas las excelencias y pequeñeces del oficio público, aquellas que hacen del funcionario un ser aparte, usufructuario y al mismo tiempo dependiente del espacio físico y mental delimitado por el alcance de su plumín. En términos simples, y con vista a una más exacta comprensión de los hechos generales abstractamente considerados en este preámbulo, lo que don José tiene es un problema por resolver. Sabiendo cuán costoso le resultó arrancar a las reluctancias reglamentarias de la jerarquía aquella media hora de baja en el trabajo, gracias a la cual evitó ser sorprendido en flagrante por el marido de la joven señora del segundo piso izquierda, podemos imaginar las aflicciones que está pasando ahora, noche y día, intentando encontrar una justificación útil que le permita solicitar, no una hora, sino dos, no dos, sino tres, que probablemente serán las que necesite para llevar a cabo, con provecho suficiente, la visita a la escuela y la indispensable investigación en sus archivos. Los efectos de esta inquietud constante, obsesiva, se manifestaron pronto en errores en el trabajo, en faltas de atención, en súbitas somnolencias diurnas debidas a los insomnios nocturnos, en resumen, don José hasta aquí apreciado por sus varios superiores como un funcionario competente, metódico y dedicado, comenzó a ser objeto de avisos severos, de amonestaciones, de llamadas al orden, que sólo sirven para confundirlo aún más, sin contar que, por el camino que va, puede tener como certísima una respuesta negativa si alguna vez llega a requerir la ansiada dispensa. La situación alcanzó tales extremos que, después de haber sido analizada, sin resultado, sucesivamente por oficiales y subdirectores, no quedó otro remedio que elevarla a la consideración del conservador, quien, en los primeros momentos, no conseguía comprender lo que pasaba, de puro absurdo. Que un funcionario hubiese descuidado hasta ese punto sus obligaciones era algo que imposibilitaba cualquier benevolente inclinación que aún pudiese existir para una decisión exculpatoria, era algo que ofendía seriamente las tradiciones operativas de la Conservaduría General, algo que sólo una enfermedad muy grave podría justificar. Conducido el delicuente a su presencia, fue esto mismo lo que el conservador preguntó a don José, Está enfermo, Creo que no, señor, Si no está enfermo, cómo explica entonces el mal trabajo que está realizando en los últimos días, No sé, señor, tal vez sea porque estoy durmiendo mal, En ese caso, está enfermo, Sólo duermo mal, Si duerme mal, es porque está enfermo, una persona saludable duerme siempre bien, a no ser que tenga algún peso en la conciencia, una falta censurable, de aquellas que la conciencia no perdona, la conciencia es muy importante, Sí señor, Si sus errores en el servicio están causados por el insomnio y si el insomnio está causado por acusaciones de la conciencia, entonces es preciso descubrir la falta cometida, No he cometido ninguna falta, señor, Imposible, la única persona que aquí no comete faltas soy yo, y ahora qué pasa, por qué mira la guía de teléfonos, Me he distraído, señor, Mala señal, sabe que siempre debe mirarme cuando le hablo, está en el reglamento disciplinario, yo soy el único que tiene derecho a desviar los ojos, Sí señor, Cuál es su falta, No sé señor, en ese caso todavía es más grave, las faltas olvidadas son las peores, He sido cumplidor de mis deberes, La informaciones de que dispongo a su respecto eran satisfactorias, pero eso, precisamente, sólo sirve para demostrar que su mala conducta profesional de estos días no es consecuencia de una falta olvidada, sino de una falta reciente, de una falta de ahora, La conciencia no me acusa, Las conciencias callan más de lo que debían, por eso crearon las leyes, Sí señor, tengo que tomar una decisión, Sí señor, Y ya la he tomado, Sí señor, Le aplico un día de suspensión, Y la suspensión, señor, es sólo de salario o también de servicio, preguntó don José viendo encenderse un vislumbre de esperanza, De salario, de salario, no se puede perjudicar al servicio más de lo que ya lo ha sido, además, no hace mucho tiempo que le di media hora libre, no me vaya a decir que esperaba que su mal comportamiento fuese premiado con un día entero, No señor, Deseo, por su bien, que le sirva de enmienda, que vuelva rápidamente a ser el funcionario correcto que era antes, por el interés de esta Conservaduría General, Sí señor, Nada más, regrese a su lugar.