Tuvo que cambiar dos veces de autobús antes de llegar a su destino. La escuela era un edificio largo, de dos pisos y buhardillas, separado de la calle por una valla alta. El espacio intermedio, una franja de terreno donde crecían, dispersos, algunos árboles de pequeño porte, debía de utilizarse para el recreo de los alumnos. No había ninguna luz. Don José miró alrededor, la calle estaba desierta a pesar de que no era tarde, es lo bueno de estos barrios periféricos, sobre todo si el tiempo no está para abrir las ventanas, los vecinos se recogen en el interior de sus casas, y además de eso, no hay nada que ver fuera.
Don José caminó hasta el final de la calle, cambió de acera, ahora viene andando en dirección a la escuela, despacio, como alguien a quien le gusta salir a tomar el fresco nocturno y no tiene a nadie esperándole. A la altura del portón, se agachó como quien acaba de descubrir que lleva el cordón de un zapato desabrochado, el truco es viejo y gastado, no engaña, pero se usa a falta de otro mejor, cuando la imaginación no da para más.
Con el codo empujó el portón, que se movió un poco, no estaba cerrado con llave. Metódicamente, don José hizo un segundo nudo sobre el primero, se levantó y golpeó con el pie en el suelo para comprobar la solidez de la lazada, y prosiguió su camino, ahora más aprisa, parecía haber recordado de pronto que sí le esperaba alguien.
Los días que faltaban de la semana los vivió don José como si estuviese asistiendo a sus propios sueños. En la Conservaduría no lo vieron cometer ni un error, no se distrajo, no confundió un papel con otro, despachó cantidades ingentes de trabajo que en otro momento le habrían hecho protestar, en silencio, naturalmente, contra el trato deshumano de que los escribientes son víctimas desde siempre, y todo esto fue hecho y soportado sin una palabra, sin un murmullo. El conservador lo miró dos veces desde lejos, sabemos que ésa no es su costumbre, mirar a los subordinados, mucho menos a los de baja categoría, pero la concentración espiritual de don José alcanzaba tal grado de intensidad que era imposible no percibirla en la atmósfera perennemente suspendida de la Conservaduría General. El viernes, en el momento de acabar el trabajo y sin que nada lo hiciese prever, el conservador infringió todos los reglamentos, despreció todas las tradiciones, asombró a los funcionarios todos, cuando, al salir, y pasando al lado de don José, le preguntó, Está mejor.
Respondió don José que sí, que estaba mucho mejor, que no había vuelto a tener insomnio, y el conservador dijo, Le hizo bien la conversación que tuvimos, pareció que iba añadir algo más, alguna idea que súbitamente se le hubiese ocurrido, pero cerró la boca y salió, no faltaba más, anular el castigo impuesto sería una subversión de la disciplina. Los otros escribientes, los oficiales e incluso los subdirectores miraron a don José como si lo vieran por primera vez, las pocas palabras del jefe lo convertían en una persona diferente, es más o menos lo que sucede cuando se lleva a un niño a bautizar, se lleva a uno y se trae a otro. Don José acabó de arreglar la mesa, después esperó su turno de salida, estaba reglamentado que el primero en retirarse sería el subdirector más antiguo, después los oficiales, luego los escribientes, siempre según el orden de antigüedad, al otro subdirector le competía cerrar la puerta. Contra lo acostumbrado, don José no dio la vuelta a la Conservaduría General para ir a casa, se encaminó hacia las calles de alrededor, entró en tres tiendas diferentes y en cada una hizo una compra, medio kilo de manteca de cerdo en una, una toalla de rizo en otra, y también un pequeño objeto, cosa de nada, que cabía en la palma de la mano y que guardó en un bolsillo exterior de la chaqueta, porque no necesitaba ser envuelto. Después se fue para casa. Pasaba mucho de la media noche cuando salió. A esas horas eran pocos los autobuses en circulación, sólo de tarde en tarde aparecía uno, por eso don José, por segunda vez desde que la ficha de la mujer desconocida le apareciera, decidió tomar un taxi. Sentía una especie de vibración en la boca del estómago, como un zumbido, un frenesí, pero la cabeza permanecía calma o, simplemente, era incapaz de pensar. Hubo un momento en que don José, encogido en el asiento del taxi como si tuviera miedo de ser visto, todavía intentó imaginar lo que le podría suceder, las consecuencias que tendría en su vida, si el acto que estaba a punto de cometer se malograse, pero el pensamiento se escondió detrás de una pared, De aquí no salgo, dijo desde allí y él comprendió, porque se conocía bien, que el pensamiento lo quería proteger, no del miedo, sino de la cobardía. Cerca del destino, ordenó parar el taxi, recorrería a pie el poco camino que le faltaba, llevaba las manos en los bolsillos, sosteniendo, debajo de la gabardina abotonada, los paquetes que contenían la manteca y la toalla. En el momento en que iba a doblar una esquina para entrar en la calle donde se encontraba la escuela, le cayeron unas gotas de lluvia sueltas, sustituidas luego, cuando se aproximaba al portón, por un fuerte chaparrón que barrió ruidosamente la calzada. Se dice, desde los tiempos clásicos, que la fortuna protege a los audaces, en este caso el intermediario encargado de la protección fue la lluvia o, con otras palabras, el cielo directamente, si anduviera alguna persona por aquí a estas horas tardías estaría, sin duda, más preocupada en resguardarse del súbito aguacero que en observar los manejos de un sujeto de gabardina que, a juzgar por la edad que aparentaba, se escapó del chaparrón con una rapidez inesperada, ahora mismo estaba aquí y ya no está. Guarecido debajo de uno de los árboles de la cerca, el corazón batiéndose como loco, don José respiraba ansiosamente, maravillado por la agilidad con que se había movido, él, que en materia de ejercicios físicos no iba más allá de trepar hasta el tope de la escalera de la Conservaduría General, y Dios sabe con qué voluntad. Estaba a salvo de las miradas de la calle, y creía que, pasando cautelosamente de árbol en árbol, podría alcanzar la entrada de la escuela sin que nadie de fuera se apercibiese.