Tenía la convicción de que no había guarda dentro, en primer lugar por la ausencia de luz, tanto el otro día como ahora, y después porque las escuelas, salvo por razones particulares y excepcionales, no son cosa que valga la pena asaltar. Excepcionales y particulares eran sus razones, por eso había ido allí, armado de medio kilo de manteca, una toalla y cortavidrios, que éste era el objeto que no necesitaba ser envuelto. Ahora tenía que pensar bien en lo que iba a hacer.
Entrar por la parte delantera sería una imprudencia, un vecino que viviese en uno de los pisos altos del otro lado de la calle podría asomarse para contemplar la lluvia que seguía cayendo fuerte y ver a un hombre rompiendo la ventana de la escuela, hay muchas personas que no moverían un dedo para evitar la consumación del acto violento, por el contrario, echarían la cortina y volverían a la cama, diciendo, Allá ellos, pero hay otras personas que si no salvan el mundo es sólo porque el mundo no se deja salvar, ésas llamarían inmediatamente a la policía y se asomarían al balcón gritando, Al ladrón, dura palabra que don José no se merece, como mucho falsificador, pero esto sólo lo sabemos nosotros.
Dio la vuelta a la finca, tal vez sea por allí más fácil, pensó don José, y posiblemente tenga razón, son tantas las veces que las partes traseras de los edificios están mal cuidadas, con trastos viejos arrumbados, cubos esperando un nuevo uso, latas viejas de pintura, ladrillos partidos de una obra, lo mejor que puede desear quien pretende improvisar una escalera, alcanzar una ventana y entrar por ahí.
De echo, don José encontró algunos de estos útiles, pero estaba todo ordenado bajo un alpende adosado a la pared, meticulosamente según parecía palpando aquí y allá, sería menester mucho trabajo y tiempo para escoger y retirar, a oscuras, lo que mejor se adecuase a las necesidades estructurales de la pirámide por donde debería ascender, Si consiguiese subir al techo, murmuró, y la idea en principio era excelente, dado que había una ventana dos palmos más arriba de la junta de la parte superior del alpende con la pared, Incluso así, no sería fácil, el techo es muy inclinado y con esta lluvia estará resbaladizo, escurridizo, pensó. Don José sintió que perdía el ánimo, es lo que le acontece a quien no tiene experiencia en asaltos, quien no se ha beneficiado de las lecciones de los maestros escaladores, ni siquiera se le había ocurrido inspeccionar antes el lugar, podía haber aprovechado el otro día cuando comprobó que el portón no estaba cerrado con llave, la suerte le pareció tanta en esa ocasión que prefirió no abusar.
Tenía en el bolsillo la pequeña linterna eléctrica que usaba en la Conservaduría General para iluminar las fichas, pero no quería encenderla aquí, una cosa es un bulto en medio de la oscuridad, que puede pasar más o menos inadvertido, otra cosa muy diferente, y peor, es un anillo de luz paseándose y denunciándose, Miren dónde estoy. Resguardado bajo el alpende, oía la lluvia del techo y no sabía qué hacer. A este lado también había árboles, más altos y frondosos que los de la parte delantera, si detrás se escondían algunos edificios no podía verlos desde donde estaba, Por tanto, tampoco ellos pueden verme a mí, pensó don José y, después de haber dudado todavía un momento, encendió la linterna y la movió de un lado a otro, de una pasada rápida. No se había equivocado, el depósito de hierro viejo de la escuela estaba dispuesto y acondicionado con criterio, como si fuesen piezas de maquinaria encajadas unas en otras. Volvió a encender la linterna, esta vez apuntado el foco hacia arriba. Tumbada sobre los trastos, suelta del resto, como pieza que de vez en cuando se usa, había una escalerilla.
Sea por el inesperado descubrimiento, o por un recuerdo repentino e incontrolado de las alturas de la Conservaduría General, a don José le pasó una cosa por la vista, modo expresivo y corriente de decir que dispensa, con comunicativa ventaja, el uso de la palabra vértigo en bocas populares que no nacieron para eso. La escalerilla no era tan alta que alcanzase la ventana, pero daba para subir al alpende, y, a partir de ahí, que sea lo que Dios quiera.
Así invocado, Dios decidió ayudar a don José en el trance, lo que no tiene nada que ver de extraordinario si tenemos en cuenta la cantidad enorme de asaltantes que, desde que el mundo es mundo, tuvieron la suerte de regresar de sus asaltos, no sólo forrados de bienes, sino también enteros de cuerpo, o sea, sin castigo divino.
Quiso pues la providencia que las chapas onduladas de cemento que formaban el techo del alpende, además de ásperas en el acabado, tuvieran en las aristas inferiores un reborde que sobresalía, a cuyo atractivo ornamental el diseñador de fábrica, imprudente, no supo resistirse. Gracias a eso, y a pesar de la fuerte inclinación del alpende, pie aquí, mano allá, gimiendo, suspirando, raspando con las uñas, desollándose las puntas de los zapatos, don José consiguió reptar hasta arriba. Ahora no faltaba más que entrar. Bien, ha llegado el momento de decir que como escalador y efractor, don José usa métodos absolutamente desactualizados, por no decir antiguos e incluso arcaicos. Tiempo atrás, no sabe cuándo ni en qué libro o papel, leyó que la manteca de cerdo y una toalla de rizo son los complementos obligatorios de un cortavidrios siempre que se pretenda entrar con intención malsana por una ventana, y de esos insólitos auxilios, con fe ciega, se había provisto. Podía, evidentemente, para abreviar la tarea, dar un simple puñetazo en el cristal, pero temió, al planificar el asalto, que el inevitable estallido, subsiguiente al golpe, alarmase al vecindario y, si era cierto que el mal tiempo con sus ruidos naturales contribuía a disminuir el riesgo, lo mejor sería ceñirse estrictamente a la disciplina del método. Así, apoyados los pies en el reborde providencial, hincadas las rodillas en la aspereza de las chapas, don José se puso a cortar el cristal con el diamante a ras del marco de la ventana. A continuación, con el pañuelo, jadeando por culpa del esfuerzo y de la mala postura, secó como pudo el vidrio, para no perjudicar la deseada adherencia de la manteca, o de la que quedaba, puesto que los violentos esfuerzos que acometiera para escalar el plano inclinado habían convertido el paquete en una masa informe y pegajosa, con las consecuencias que se imaginan en la integridad de la ropa que traía puesta. A pesar de todo, consiguió esparcir por el cristal una capa aceptablemente espesa de grasa, sobre la que después, con la mayor minuciosidad posible, pegó la toalla que, al cabo de mil contorsiones, logró sacar del bolsillo de la gabardina. Ahora tenía que calcular con precisión la fuerza del golpe, que no debía ser ni tan débil que tuviese que repetirlo, ni tan fuerte que redujese a nada la adherencia de los vidrios al paño. Oprimiendo la parte superior de la toalla contra el marco con la mano izquierda para que no se escurriera, don José cerró el puño derecho, echó el brazo atrás y asestó un golpe seco que felizmente resultó, sordo, sofocado, como el disparo de un arma provista de silenciador. Había acertado a la primera, proeza notable para un aprendiz. Uno o dos pequeños fragmentos de cristal cayeron al interior, nada más, pero eso no importaba, dentro no había nadie. Durante algunos segundos, a pesar de la lluvia, don José se mantuvo tumbado sobre el alpende, para recobrar las fuerzas y saborear el triunfo. Después, enderezando el cuerpo, introdujo el brazo en la abertura, buscó y encontró el pestillo de la ventana, Dios mío, qué dura es la vida de los asaltantes, la abrió de par en par y, agarrándose al pretil, con la ayuda angustiosa de los pies, que ya no encontraban puntos de apoyo, consiguió izarse, alzar una pierna, después otra, para acabar cayendo al otro lado, suavemente, como una hoja que se hubiese desprendido del árbol.