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En este piso sólo había aulas, el despacho del director estaría seguramente en el de arriba, apartado de las voces, de los ruidos incómodos, del tumulto de la entrada y salida de las clases. La escalera de acceso tenía en lo alto una claraboya, al subir se ascendía progresivamente de la oscuridad a la luz, lo que, en estas circunstancias, no tiene otro significado que prosaicamente alcanzar a ver dónde ponemos los pies. Quiso la casualidad de la nueva búsqueda que antes de encontrar el despacho del director, don José entrase en la secretaría del colegio, una sala con tres ventanas que daban a la calle. El mobiliario era el habitual en lugares de esta naturaleza, había unas cuantas mesas, un número igual de sillas, armarios, archivos, ficheros, el corazón de don José se sobresaltó al verlos, era esto lo que buscaba, fichas, boletines, registros, asentamientos, notas, la historia de la mujer desconocida en la época en que había sido niña y adolescente, suponiendo que después de éste no hubiera otros colegios en su vida.

Don José abrió un cajón del fichero al azar, pero la luz que llegaba de la calle no era bastante para que percibiese qué tipo de registro contenían las fichas. Tengo mucho tiempo, pensó don José, ahora lo que necesito es dormir. Salió de la secretaria y dos puertas adelante dio finalmente con el despacho del director. Comparado con la austeridad de la Conservaduría General, aquí no sería exagerado hablar de lujo. El suelo estaba enmoquetado, la ventana tenía unas cortinas de tela gruesa, ahora corridas, la mesa, de estilo anticuado, era amplia, el sillón de piel negra, moderno, todo esto lo supo don José porque al abrir la puerta y encontrarse con una oscuridad total, no tuvo dudas en encender primero la linterna, y, a continuación, la lámpara del techo. Una vez que, estando dentro, no veía luz de fuera, alguien que estuviera fuera tampoco vería luz de entro. El sillón del director era cómodo, podría dormir allí, pero mucho mejor sería el largo y profundo sofá de tres plazas que parecía abrirle cariñosamente los brazos, para acogerlo en ellos y reconfortar el fatigado cuerpo. Don José miró el reloj, faltaban pocos minutos para las tres. Viendo lo tarde que era, no se había dado cuenta del paso del tiempo, se sintió repentinamente muy cansado, No aguanto más, pensó, y sin poderse contener, de pura extenuación nerviosa, comenzó a sollozar, luego fue un llanto desatado, casi convulsivo, allí, de pie, como si hubiese vuelto a ser, en otra escuela, el muchachito de las primeras clases que cometió una travesura y fue llamado por el director para recibir el merecido castigo. Tiró la gabardina mojada al suelo, se sacó el pañuelo del bolsillo de los pantalones y se lo llevó a los ojos, pero el pañuelo estaba tan mojado como el resto, toda su persona, desde la cabeza hasta los pies, se daba cuenta ahora, era como si estuviese rezumando agua, como si todo él no fuese más que una bayeta retorcida, sucio el cuerpo, dolorido el espíritu, pero no quiso responder, tuvo miedo de que el motivo que lo había traído a este lugar, puesto así al descubierto, le pareciese absurdo, disparatado, cosa de loco. Un estremecimiento lo sacudió repentinamente, A que me he constipado, dijo en voz alta, tras estornudar dos veces, y después, mientras se sonaba, se encontró recordando, por los caminos caprichosos de un pensamiento que va a donde quiere sin dar explicaciones, aquellos actores de cine que siempre están cayéndose al agua vestidos o aparecen chorreando por el diluvio, y nunca pillan una neumonía, ni un simple resfriado, como en la vida real acontece todos los días, lo que hacen, como mucho, es envolverse en una manta sobre la ropa mojada, idea que sería del todo estúpida si no supiésemos que la filmación se interrumpirá para que el actor se recoja en el camerino, tome un baño caliente y vista albornoz con monograma. Don José comenzó descalzándose los zapatos, después se quitó la chaqueta y la camisa, se sacó los pantalones, que colgó en una percha de pie que se encontraba en un rincón, ahora sólo faltaba que se pudiese tapar con la manta de la película, accesorio difícil de encontrar en el despacho de un director de colegio, salvo si el director fuera una persona de edad, de esas a quienes se les enfrían los pies cuando están mucho tiempo sentadas. El espíritu deductivo de don José lo condujo, una vez más, a la conclusión cierta, la manta estaba cuidadosamente doblada sobre el respaldo del sillón. No era grande, no llegaba para cubrirlo por completo, pero sería mejor que tener que pasar toda la noche a cuerpo. Don José apagó la luz del techo, se guió con la linterna y, suspirando, se tendió en el sofá, para luego encogerse de modo que cupiera todo debajo de la manta.

Seguía temblando, la ropa interior que había conservado en el cuerpo estaba húmeda, probablemente sería del sudor, del esfuerzo, la lluvia no podía haber penetrado tanto. Se sentó en el sofá, se despojó de la camiseta y de los calzoncillos, se quitó los calcetines, después se envolvió en la manta como si quisiera hacer de ella una segunda piel y, enrollándose como una cochinilla, se sumió en la oscuridad del despacho, esperando que un poco de misericordioso calor lo transportase a la misericordia del sueño.

Tardó uno, tardó el otro, alejados por un pensamiento que no quería írsele de la cabeza, Y si viene alguien y me encuentra en este estado, quería decir desnudo, llamaría a la policía, le pondrían esposas, le preguntarían el nombre, la edad y la profesión, primero vendría el director del colegio, después aparecería el jefe de la Conservaduría General, y entre los dos mirándolo con severa condena, Qué hace aquí, preguntarían, y él no tendría voz para responder, no podría explicarles que anda buscando a una mujer desconocida, lo más seguro era que se partieran de risa, y después volverían a preguntar, Qué hace aquí, y no pararían de preguntar hasta que él confesase todo, la prueba está en que siguieron repitiéndola en el sueño cuando, finalmente, con la mañana llegando al mundo, don José pudo abandonar la extenuante vigilia, o ella lo abandonó a él.

Se despertó tarde, soñando que estaba otra vez en el alpende, con la lluvia cayéndole encima con un estruendo de catarata, y que la mujer desconocida, en pose de una actriz de cine de su colección, sentada en el pretil de la ventana y con la manta del director doblada en el regazo, esperaba que él acabase de subir, al mismo tiempo que le decía, Hubiera sido mejor que llamaras a la puerta principal, a lo que él, jadeando, respondía, No sabía que estabas aquí, y ella, Estoy siempre, nunca salgo, después parecía que iba a asomarse para ayudarlo a subir, pero de repente desapareció, el alpende desapareció con ella, sólo se quedó la lluvia, cayendo, cayendo sin parar sobre la silla del jefe de la Conservaduría General, donde don José se vio a sí mismo sentado. Le dolía un poco la cabeza pero no parecía que el enfriamiento se hubiese agravado. Por entre los paños de las cortinas se colaba una lámina finísima de luz grisácea, eso significaba que, al contrario de lo que creyera, no estaban completamente corridas. Nadie debe de haberse dado cuenta, pensó, y tenía razón, deslumbrante hasta más no poder es la luz de las estrellas, y no sólo la mayor parte se pierde en el espacio, sino que una simple neblina basta para tapar a nuestros ojos la luz que sobró. Un vecino del otro lado de la calle, aunque hubiese mirado por la ventana para ver cómo estaba el tiempo, pensaría que era un destello de la propia lluvia aquel hilo luminoso que ondulaba entre las gotas que se deslizaban por la cristalera. Envuelto en la manta, don José apartó levemente las cortinas, era su vez de saber cómo estaba el tiempo. En aquel momento no llovía, pero el cielo se mostraba tapado por una única nube oscura, tan baja que parecía tocar los tejados, como una inmensa losa. Mejor así, pensó, cuanto menos gente vaya por la calle, mejor. Fue a palpar la ropa que se había quitado para comprobar si estaba ya en condiciones de ser vestida. La camisa, la camiseta, los calzoncillos y los calcetines estaban aceptablemente secos, los pantalones bastante menos, pero la chaqueta y la gabardina, ésas todavía tenían para muchas horas. Se puso todo menos los pantalones, para evitar el roce del tejido tieso por la humedad en las rodillas desolladas, y se encaminó hacia la enfermería. Por lógica, debería estar instalada en la planta baja, cerca del gimnasio y de los accidentes que le son propios, al lado del patio del recreo, donde en los intervalos de las clases, en juegos de mayor o menor grado de violencia, los alumnos desahogan las energías y sobre todo el tedio y la ansiedad provocadas por el estudio. Acertó. Después de lavar las heridas con agua oxigenada, se aplicó un desinfectante que olía a yodo y las vendó cuidadosamente con tal exageración de gasa y esparadrapos que parecía que llevaba unas rodilleras.