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El subdirector venía ya con el vaso de agua y el comprimido, la misión de enfermo designado le dulcificaba la habitual expresión autoritaria de la cara, que le volvió súbitamente, acentuada por algo que podría clasificarse como de sorpresa ofendida, cuando, al aproximarse a la cama, descubrió las fichas escolares de la niña desconocida encima de la mesilla de noche. Don José se dio cuenta de la extrañeza del otro en el instante en que se producía y fue como si el mundo entero se desplomase. El cerebro despachó instantáneamente una orden a los músculos del brazo de ese lado, Quita eso de ahí, so estúpido, pero luego, con la misma rapidez, impulso eléctrico tras impulso eléctrico, enmendó la plana, por decirlo de alguna manera, como quien acaba de reconocer su propia estupidez, Por favor, no las toques, disimula, disimula, Por eso, con una presteza totalmente inesperada en quien se encuentra en el estado de depresión física y mental que es la primera consecuencia conocida de la gripe, don José se sentó en la cama fingiendo querer facilitar la caridad del subdirector, extendió un brazo para recibir el comprimido, que se llevó a la boca, y el agua para que pasara por la oprimida y angustiada garganta, al mismo tiempo que, aprovechando el hecho de que el colchón donde yacía se encontraba a la altura de la mesilla, tapaba las fichas con el codo del otro brazo, dejando después caer el antebrazo, con la palma de la mano abierta, imperativa, como si ordenase al subdirector Alto ahí. Lo que le salvó fue la fotografía pegada en la ficha, es la diferencia más notable entre los certificados escolares y los de nacimiento y vida, lo que le faltaba a la Conservaduría General es recibir todos los años un retrato de los vivientes inscritos, y quien dice todos los años diría todos los meses, o todas las semanas, o todos los días, o una fotografía por hora, Dios mío, cómo pasa el tiempo, y el trabajo que daría, cuántos escribientes sería necesario reclutar, una fotografía cada minuto, cada segundo, la cantidad de pegamento, el gasto de tijeras, el cuidado en la selección del personal, de modo que quedaran excluidos los soñadores capaces de quedarse eternamente mirando un retrato, fantaseando como idiotas al paso de una nube. La cara del subdirector mostraba la expresión de sus peores días, cuando los papeles se acumulaban en todas las mesas y el jefe lo llamaba para preguntarle si realmente tenía la certeza de que estaba cumpliendo con su obligación. Gracias al retrato, no pensó que las fichas que estaban sobre la mesilla de noche del subordinado perteneciesen a la Conservaduría General, pero la premura con que don José las había tapado, sobre todo procediendo como si lo hiciera por casualidad o distraídamente, le pareció sospechosa, ya la mancha de humedad en el suelo le suscitó recelos, ahora eran unas fichas de modelo desconocido con retrato pegado, de niña, como aún podía ver. No lograba contar las fichas, dispuestas unas sobre otras, pero, por el volumen, no serían menos de diez, Diez fichas con retratos de jóvenes, qué cosa tan rara, que hará esto aquí, pensó intrigado, y mucho más intrigado se quedaría si pudiera saber que las fichas pertenecían todas a la misma persona y que los retratos de las dos últimas ya eran de una adolescente, de cara seria aunque simpática.

El subdirector dejó la caja de los comprimidos encima de la mesilla y se retiró. Cuando iba a salir, miró hacia atrás y vio al subordinado con el codo tapando las fichas, Tengo que contárselo al jefe, se dijo a sí mismo. Apenas la puerta se cerró, don José con un movimiento brusco, como si tuviese miedo a ser sorprendido en falta, metió las fichas debajo del colchón. No había nadie allí para decirle que era demasiado tarde, y él no quería pensar en eso.

Es gripe, dijo el médico, tres días de baja para comenzar. Mareado, inseguro de piernas, don José se había levantado para abrir la puerta, Perdone que lo haya hecho esperar, señor doctor, es el resultado de vivir solo, el médico entró refunfuñando, Vaya tiempo infame, cerró el paraguas que goteaba, lo dejó a la entrada, Dígame de qué se queja, preguntó cuando don José, tiritando, acabó de meterse entre las sábanas, y, sin esperar a que le respondiese, dijo, Es gripe.

Le tomó el pulso, le mandó abrir la boca, le aplicó velozmente el estetoscopio en el pecho y en la espalda, Es gripe, repitió, y está de suerte, podía ser neumonía, pero es gripe, tres días de baja para comenzar, luego ya veremos. Se acababa de sentar a la mesa para escribir la receta cuando la puerta de comunicación con la Conservaduría se abrió, estaba cerrada sólo con el picaporte, y el jefe apareció, Buenas tardes, doctor, Más exacto sería decir malas tardes, conservador, si fueran buenas tardes, yo estaría sentado confortablemente en el consultorio, en vez de andar por esas calles con el desgraciado tiempo que hace, Cómo va nuestro enfermo, preguntó el conservador, y el médico respondió, Le he dado tres días de baja, es sólo una gripe. En aquel momento no era sólo una gripe. Tapado hasta la nariz, don José temblaba como si tuviese un ataque de paludismo, hasta el punto de hacer vibrar la cama de hierro donde yacía, aunque el temblor, irreprimible, no le venía de la fiebre, sino de una especie de pánico, de una total desorientación del espíritu, El jefe, aquí, pensaba, el jefe en mi casa, el jefe que le preguntaba, Cómo se siente, Mejor, señor, Tomó los comprimidos que le mande, Sí señor, Le hicieron efecto, Sí señor, Ahora dejará de tomar ésos y tomará los remedios que el doctor le haya recetado, Sí señor, A no ser que sean los mismos, déjeme ver, pues sí, son los mismos, aparte de unas inyecciones, yo me ocupo de esto. Don José no daba crédito a lo que tenía ante sus ojos, que la persona que doblaba la receta y la guardaba cuidadosamente en el bolsillo fuera realmente el jefe de la Conservaduría General. El jefe que a duras penas aprendiera a conocer nunca se comportaría de esa manera, no vendría en persona a interesarse por su estado de salud, y la posibilidad de que él mismo quisiera encargarse de la compra de los medicamentos de un escribiente sería simplemente absurda. Después necesitará un enfermero que le ponga las inyecciones, recordó el médico dejando la dificultad para quien estuviera dispuesto y fuese capaz de resolverla, no el pobre diablo griposo, esmirriado de delgado, con la barba canosa asomándole, como si no fuera suficiente la manifiesta incomodidad de la casa, aquella mancha de humedad en el suelo con todo el aspecto de haber sido causada por canalizaciones deficientes, cuántas tristezas de la vida podría contar un médico, si no fuese por el secreto profesional, Pero le prohíbo que salga a la calle en este estado, remató, Yo me ocupo de todo, doctor, dijo el conservador, telefoneo al enfermero de la Conservaduría, él compra los medicamentos y viene aquí a poner inyecciones, Ya no se encuentran muchos jefes como usted, dijo el médico. Don José asintió ligeramente con la cabeza, era lo máximo que conseguía hacer, obediente y cumplidor, sí, siempre lo había sido, y con cierto paradójico orgullo de serlo, pero no rastrero ni servil, nunca diría, por ejemplo, lisonjas imbéciles del tipo, Es el mejor jefe de la Conservaduría, No hay en el mundo otro igual, Se rompió el molde después de que lo hicieran, Por él, a pesar de mis mareos, hasta subo aquella maldita escalera. Don José tiene ahora otra preocupación, otra ansiedad, que el jefe se vaya, que se retire antes que el médico, tiembla imaginándose a solas con él, a merced de las preguntas fatales, Qué significa la mancha de humedad, Qué fichas eran esas que había sobre su mesilla de noche, De dónde las sacó, Dónde las escondió, De quién es el retrato.

Cerró los ojos, dio al rostro una expresión de insoportable sufrimiento, Déjenme en paz en mi lecho de dolor, parecía suplicar, pero los abrió de pronto, amedrentado, el médico había dicho, Sigo con la ronda, llámenme si empeora, en cualquier caso podemos estar razonablemente tranquilos, de neumonía no se trata, Le mantendremos al corriente, doctor, dijo el conservador, mientras acompañaba al médico.