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Curado estaba don José, pero había perdido mucho peso, no obstante el pan y el condumio que el enfermero le traía regularmente, es cierto que sólo una vez al día, aunque en cantidad más que suficiente para la manutención de un cuerpo adulto no sujeto a esfuerzos. Hay que tener en consideración, sin embargo, el efecto consuntivo de la fiebre y de los sudores sobre los tejidos adiposos, en particular cuando no abundaban antes, como era el caso.

No estaban bien vistas en la Conservaduría General del Registro Civil las observaciones de carácter personal, principalmente las que tuviesen que ver con el estado de salud, por eso la delgadez y el aspecto lastimoso de don José no fueron objeto de comentario alguno por parte de los colegas y superiores, comentario oral, se quiere decir, ya que las miradas de todos ellos fueron bastante elocuentes en la común expresión de una especie de conmiseración desdeñosa, que otras personas, desconocedoras de las costumbres del lugar, habrían interpretado erróneamente como una discreta y silenciosa reserva. Para que se notase cómo le preocupaba haber estado ausente del servicio durante tantos días, don José fue el primero en colocarse por la mañana ante la puerta de la Conservaduría, esperando la llegada del subdirector más reciente en el cargo, que era quien estaba encargado de abrirla, como encargado estaba de dejarla cerrada al final de la tarde. La llave original, obra de arte de un antiguo cincelador barroco y símbolo material de autoridad, de la que la llave del subdirector era apenas una copia austera y subalterna, se encontraba en posesión del conservador, que aparentemente nunca la usaba, sea por causa del peso y de la complejidad de los adornos, que la tornaban incómoda de trasportar, sea porque, según un protocolo jerárquico no escrito y en vigor desde tiempos remotos, era obligatorio que él fuese el último en entrar en el edificio. Uno de los muchos misterios de la vida de la Conservaduría General, que realmente valdría la pena averiguar si el caso de don José y de la desconocida mujer no hubiese absorbido en exclusiva nuestras atenciones, es cómo se las arreglaban los funcionarios para, a pesar de los embotellamientos del tráfico que atormentan la ciudad, llegar al trabajo siempre por el mismo orden, primero los escribientes, sin distinción de antigüedad, después el subdirector que abre la puerta, a continuación los oficiales, manteniendo la precedencia, luego el subdirector más antiguo, y finalmente el conservador, que llega cuando tiene que llegar y no da satisfacciones a nadie. De todos modos, queda registrado el hecho.

El sentimiento de desdeñosa conmiseración que, como ha sido dicho, recibió el regreso de don José al trabajo duró hasta la entrada del conservador, media hora después de la apertura de los servicios, fue, acto continuo, sustituido por un sentimiento de envidia, comprensible a fin de cuentas, pero felizmente no manifestado con palabras o actos. Siendo el alma humana lo que sabemos, y no podemos jactarnos de saberlo todo, era de esperar. Ya en los días corría en la Conservaduría la noticia, introducida por puertas laterales y rumoreada por las esquinas, de que el jefe se preocupaba de una manera inusual por la gripe de don José, llegando al extremo de mandarle comida con el enfermero, además de ir a verlo a casa por lo menos una vez, y ésa dentro de las horas de servicio, delante de toda la gente, faltaba saber si no habría repetido la visita. De modo que es fácil de imaginar el escándalo sordo del personal, sin distinción de categorías, cuando el conservador, antes incluso de dirigirse a su lugar, se detuvo al lado de don José y le preguntó si ya se encontraba completamente restablecido de la enfermedad. Todavía mayor fue el escándalo porque ésta era la segunda vez que tal acontecía, todos tenían presente en la memoria aquella otra ocasión, no hace tanto tiempo, en que el jefe había preguntado a don José si estaba mejor del insomnio, como si el insomnio de don José fuese, para el funcionamiento regular de la Conservaduría General, una cuestión de vida o muerte.

Casi no creyendo lo que oían, los funcionarios asistieron a una conversación de igual a igual, absurda desde todos los puntos de vista, con don José agradeciendo las bondades del jefe, habiendo llegado incluso a referirse abiertamente a la comida, lo que, en el ambiente estricto de la Conservaduría, tenía que sonar forzosamente como una grosería, como una obscenidad, y el jefe explicando que no podía dejarlo abandonado a la suerte mohína de los que viven solos, sin tener quién les traiga al menos una taza de caldo y les componga el embozo de la sábana, La soledad, don José, declaró con solemnidad el conservador, nunca ha sido buena compañía, las grandes tristezas, las grandes tentaciones y los grandes errores resultan casi siempre de estar solo en la vida, sin un amigo prudente a quien pedirle consejo cuando algo nos perturba más que lo normal de todos los días, Yo, triste, lo que se llama propiamente triste, señor, no creo serlo, respondió don José, tal vez mi naturaleza sea un poco melancólica, pero eso no es defecto, y en cuanto a las tentaciones, bueno, hay que decir que ni la edad ni la situación me inclinan hacia ellas, quiero decir, ni yo las busco ni ellas me buscan a mí, Y los errores, Se refiere a los errores del servicio, Me refiero a los errores en general, los errores de servicio, más tarde o más pronto, el servicio los hace, el servicio los resuelve, Nunca he hecho mal a nadie, por lo menos conscientemente, es todo lo que puedo decir, Y los errores contra sí mismo, Debo de haber cometido muchos, a lo mejor por eso me encuentro solo, Para cometer otros errores, Sólo los de la soledad, señor. Don José, que, como era su obligación, se había levantado al aproximarse el jefe, sintió de pronto que le flojeaban las piernas y una ola de sudor le inundaba el cuerpo. Palideció, las manos buscaron ansiosas el amparo de la mesa, pero ese apoyo no fue suficiente, don José tuvo que sentarse en la silla mientras murmuraba, Disculpe, señor, disculpe.

El conservador lo miró con expresión impenetrable durante algunos segundos y se dirigió a su lugar. Llamó al subdirector responsable del ala de don José, le dio una orden en voz baja, añadiendo, de forma audible, Sin pasar por el oficial, lo que significa que las instrucciones que el subdirector acababa de recibir, destinadas a un escribiente, debían, contra las reglas, la costumbre y la tradición, ser ejecutadas por él mismo. Ya antes, cuando el conservador envió a este mismo subdirector a llevar los comprimidos a don José, la cadena jerárquica había sido subvertida, pero esta infracción todavía podría justificarse por la desconfianza de que el oficial respectivo fuese incapaz de desempeñar satisfactoriamente la misión, que no consistía tanto en llevar pastillas contra la gripe a un enfermo como en echar una ojeada a la casa y contarlo después. Un oficial encontraría perfectamente admisible, esto es, explicada por sí misma y por el tiempo invernal que entonces hiciera, la mancha de humedad en el suelo, y, probablemente, no poniendo atención a las fichas depositadas sobre la mesilla de noche, regresaría a la Conservaduría con la satisfacción del deber cumplido para comunicar al jefe, Todo normal.

Hay que decir, sin embargo, que los dos subdirectores, y éste en particular, implicado en el proceso por la participación activa a que fue llamado, percibían que el procedimiento del conservador estaba determinado por un objetivo, por una estrategia, por una idea central. No podían imaginar en qué consistía esa idea y cuál era su objetivo, pero la experiencia y el conocimiento de la persona del jefe les decía que todas sus palabras y todos sus actos en este lance tenían que apuntar fatalmente a un fin, y que don José, colocado, por sí mismo o por circunstancias de la casualidad, en el camino, una de dos, o no pasaba de un inconsciente instrumento útil, o era, él mismo, su inesperada y a todas luces sorprendente causa. Raciocinios tan opuestos, sentimientos tan contradictorios, hicieron que la orden, por el tono en que fue comunicada a don José, se pareciera mucho más a un favor que el conservador le pedía a las claras y terminantes instrucciones que efectivamente había dado, Don José, dijo el subdirector, el jefe opina que el estado de su salud todavía no es bastante bueno para que haya venido a trabajar, visto el desmayo de hace poco, No fue un desmayo, no llegué a perder los sentidos, fue apenas un mareo momentáneo, Mareo o desmayo, momentáneo o para durar, lo que la Conservaduría General quiere es que usted se restablezca por completo, Trabajaré sentado lo más posible, en pocos días estaré como antes, El jefe piensa que lo mejor sería solicitar unos días de vacaciones, no los veinte de golpe, claro, pero quizás unos diez, diez días reposando, con buena alimentación, descanso, dando pequeños paseos por la ciudad, están ahí los jardines, los parques, el tiempo que se pone de rosas, una convalecencia en serio, en fin, cuando vuelva no lo vamos a reconocer. Don José miró asombrado al subdirector, verdaderamente no era conversación que se mantuviese con un escribiente, este discurso tenía algo de indecente. Obviamente, el jefe quería que él se marchara de vacaciones, lo que por sí mismo ya era intrigante, pero es que apenas mostraba una preocupación insólita y desproporcionada por su salud. Nada de esto correspondía a los patrones de comportamiento de la Conservaduría General, donde los planes de vacaciones eran siempre calculados al milímetro, de modo que se lograra, por la ponderación de múltiples factores, algunos sólo conocidos por el jefe, una distribución justa del tiempo reservado al ocio anual. Que, saltándose el programa de vacaciones ya elaborado para el año que corría, el jefe mandase sin más ni menos a un escribiente a casa era cosa que nunca se había visto. Don José estaba confundido, se le notaba en la cara. Sentía en la espalda las miradas perplejas de los colegas, notaba la impaciencia creciente del subdirector ante lo que debía de parecerle una indecisión sin fundamento, y estaba a punto de decir Sí señor como quien simplemente obedece una orden, cuando de súbito la cara se le iluminó toda, acababa de ver lo que podrían significar para él diez días de libertad, diez días para investigar sin ser atado a la servidumbre de las horas de servicio, al horario de trabajo, qué parques, qué jardines, qué convalecencia, en el cielo esté quien inventó las gripes, por tanto fue sonriendo como don José dijo, Sí señor, debía haber sido más discreto en la expresión, nunca se sabe lo que un subdirector es capaz de decirle al jefe, En mi opinión, reaccionó de un modo extraño, primero daba la idea de estar contrariado, o no había comprendido bien lo que le decía, luego fue como si le hubiera tocado el primer premio en la lotería, no parecía la misma persona, Sabe si él juega, Creo que no, era una manera de hablar, Entonces el motivo habrá sido otro. Don José estaba diciéndole al subdirector, realmente esos días me vendrán muy bien, debo agradecérselo al señor conservador. Yo le transmito su agradecimiento, Quizá debiera hacerlo personalmente, Sabe muy bien que no es ésa la costumbre, A pesar de todo, considerando lo excepcional del caso, dichas estas palabras, burocráticamente de las más pertinentes, don José giró la cabeza hacia donde estaba el conservador, no esperaba que él estuviera mirándolo, y menos aún que se hubiera percatado de toda la conversación, que era lo que sin duda pretendía mostrar con aquel gesto seco de la mano, al mismo tiempo displicente e imperioso, Déjese de agradecimientos ridículos, haga la solicitud y váyase.