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—¿Cómo? ¿Volando?

—Sí —afirmó riendo Mujer—. ¡Volando en el palo de una escoba!

—Antiguamente lo hacían —dijo Tamal—. De costa a costa. Cogías el avión en San Francisco y te llevaba a Nueva York en tres horas. Mi padre me lo dijo.

—Tres horas una mierda —dijo Stidge.

—Tres horas —repitió Tamal—. ¿A quién llamas mierda? —Sacó el cuchillo—. ¿A mi padre? Venga, llámalo mierda otra vez. Llama también algo a mi madre, Stidge. Venga. Venga.

—Basta —dijo Charley—. Hemos venido aquí a escarbar. Al trabajo. Stidge, eres un grano en el culo.

—¿Crees que me voy a tragar eso? ¿Tres horas y ya estás en Nueva York? ¡Anda ya!

—Lo dijo mi padre —murmuró Tamal entre dientes.

—Entonces el mundo era distinto —dijo Charley—. Antes de la Guerra de la Ceniza todo era diferente. A lo mejor eran cinco horas, ¿eh, Tamal?

—Tres.

Tom sentía la charla presionarle el cráneo como un tumor cerebral. Tres horas, cinco, ¿qué importaba? Ese mundo ya no existía. Se apartó de ellos.

Entonces notó que venía una visión.

Bien. Bien. Déjala venir. Deja que se maten entre ellos si eso es lo que quieren. Él habitaba otros mundos más hermosos.

Se alejó unos pasos por entre el pavimento levantado y los hierros retorcidos y oxidados, y se sentó en el bordillo de una acera cubierta de arena, con la espalda reclinada contra una enorme palmera que parecía haber estado ya allí cuando California y todo lo que el hombre había construido en California habían sido barridos por el tiempo.

La visión llegó de inmediato. Era una grande. Todo el espectáculo a la vez.

A veces le venían al completo, no sólo un mundo alienígena sino la estupenda multitud de ellos, uno detrás de otro. En esos momentos, se sentía el centro del cosmos. Imperios galácticos enteros surcaban su alma. Tenía la visión completa de miríadas de reinos que existían más allá de la comprensión humana.

¡Venid a mí! ¡Ah, sí, venid, venid!

Ante sus ojos desorbitados de asombro desfiló la más grande procesión que había visto, una secuencia de mundo tras mundo. Era como un torrente, un flujo salvaje. El mundo verde y el imperio de los Nueve Soles primero, y entonces los mundos Poro y los mundos de los Zygeron, que eran los amos de los Poro, y alzándose por encima de ellos, la figura de un señor Kusereen, de la raza que había gobernado quién sabía cuántas galaxias, incluyendo las de los Zygeron y los Poro. Vio formas de vida transparentes y cimbreantes, demasiado extrañas para ser pesadillas. Vio remolinos de luz estirándose hasta el corazón del universo. A través de él corrieron bibliotecas de datos, las listas de emperadores y reyes, dioses y demonios, los textos de biblias consagradas a religiones desconocidas, la música de una ópera que tardaba en ser ejecutada once años galácticos. Sostuvo en la palma de la mano una esfera centelleante no mayor que una mota de polvo, en la que estaban registrados los nombres e historias del millón de monarcas de las nueve mil dinastías de Sapiil. Vio torres negras más altas que montañas alzarse rectas sobre el horizonte. Tenía percepción completa en todas las direcciones del tiempo y del espacio. Vio a los cincuenta semidioses de la Era Theluvara que habían estado tres millones de años antes, cuando incluso los Kusereen eran jóvenes, y vio a la Gente Ojo de la Gran Nubestrella todavía por venir, y a los que se llamaban a sí mismos los últimos, aunque Tom sabía que no lo eran.

Dios mío, pensó, Dios mío, Dios mío, yo no soy nada y Tú me traes toda esta maravilla. A mí, Tom, tu siervo. Si pudiera contarles las cosas que muestras… Si solamente pudiera… ¿Cómo puedo yo servirte a Ti, que creaste todo esto y aún más? ¿Qué necesidad tienes de mí? ¿Tengo que contárselo? Entonces se lo contaré. Se lo mostraré. Haré que tus maravillas se manifiesten en sus ojos. ¡Dios mío, Dios mío, Dios mío!

Y todavía la visión continuaba, y continuaba, y continuaba, mundos sin fin.

Y entonces se desvaneció, en lo que tarda un parpadeo, y él se quedó tumbado en la calle ruinosa de la ciudad desierta, estupefacto, con la boca abierta en busca de aire. La cara preocupada de Charlie se cernió sobre la suya.

—Tom… ¡Tom! ¿Puedes hablar, Tom?

—Sí. Claro.

—Pensábamos que habías sufrido un colapso.

—Era la grande. Lo vi todo. Vi el poder y la gloria. ¡Oh, pobre Tom, pobre pobre Tom! ¡Era la grande y nunca volverá!

—Déjame que te ayude a levantarte. Estamos listos para partir. ¿Puedes tenerte en pie? Así. Así. Tranquilo. Has tenido otra visión, ¿no? ¿Qué viste, el mundo verde?

Tom asintió.

—Lo vi, sí. Lo vi todo. Todo.

Segunda parte

En treinta años dos veces veinte veces me enfadé y, de las cuarenta, tres veces quince en prisión me metieron. En las mazmorras de Bedlam, con barba de un día y fuertes cadenas, dulces látigos, ding-dong, muerto de hambre. Y ahora, canto: «¿Hay comida, alimento, alimento, bebida o ropa? Vamos, dama o doncella, no tengas miedo. El Pobre Tom no estropeará nada».
La Canción de Tom O’Bedlam

1

Esa mañana había un problema inesperado con Nick Doble Arcoiris, algo parecido a un desmoronamiento psicótico de tercer grado, pero bastante más violento, que había surgido sin motivo aparente. Un asunto feo y difícil de tratar. Por esta razón, Elszabet llegó tarde a la reunión mensual de personal. Cuando por fin entró en la sala, poco después de las once, todos los otros estaban ya allí: los psiquiatras, Bill Waldstein y Dan Robinson; Dante Corelli, la encargada de la terapia física, y Naresh Patel, el neurolingüista, sentados alrededor de la gran mesa de conferencias y cada uno relajado a su manera.

Dante contemplaba los reflejos de luz dorada que salían del bolígrafo que tenía en la mano. Bill Waldstein estaba echado hacia atrás mirando la botella de vino que tenía delante. Patel parecía hallarse sumido en su meditación. Dan Robinson pulsaba su teclado de bolsillo, introduciendo música inaudible en el circuito registrador para escucharla más tarde. Todos se enderezaron cuando Elszabet tomó su sitio en la cabecera de la mesa.

—¡Por fin! —exclamó Dante hiperactuando, como si Elszabet hubiera llegado a la reunión con dos años de retraso.

—Elszabet acaba de demostrar que ella también sabe ser pasivo-agresiva —dijo Bill Waldstein.

—Jódete —le dijo Elszabet, indiferente—. Sólo me he retrasado trece minutos.

—Veinte —dijo Patel, aparentemente sin romper su profundo trance.

—Veinte. Que me fusilen, entonces. ¿Quiere pasarme el vino, por favor, doctor Waldstein?

—¿Antes de comer, doctora Lewis?

—No ha sido una mañana muy buena que digamos. Agradecería que todos ustedes se reajustaran para un nivel más bajo, ¿de acuerdo? Gracias. Les quiero a todos.

Tomó el vino, pero sólo bebió un sorbo pequeñísimo. Su sabor era fuerte, lleno de pequeñas agujitas. Le dolía la mandíbula, y se preguntó si se le iba a hinchar la cara.

—Hemos tenido que inyectarle cincuenta miligramos de tranquilizante a Nick Doble Arcoiris —dijo, con voz cansada—. Bill, ¿quieres examinarle después del almuerzo y consultar después conmigo? Decidió que era Toro Sentado siguiendo el sendero de la guerra. Destrozó no sé cuántos cientos de dólares de equipo y le dio un golpe a Teddy Lansford que le lanzó al otro extremo de la habitación.

»Creo que habría creado muchos más problemas si no llega a ser porque Aleluya apareció milagrosamente y le contuvo. Es sorprendentemente fuerte, ya sabéis. Gracias a Dios que no fue ella quien tuvo el ataque…