—Entrez-vous!
Entraron los dos.
No le había mentido. No era gran cosa. Dos habitaciones, una cocinita, una pequeña terraza encarada al sur. El edificio era aceptable, de estilo español, con paredes blancas, techo de tejas rojas, y plantas californianas enredándose por todas partes: buganvillas púrpuras, hibiscos rojos y blancos, grandes racimos de áloes, unos cuantos cactos magüey, palmeras, toda la familia subtropical. Probablemente el lugar había sido un lujoso condominio antes de la guerra, pero ahora estaba dividido en un millón de pequeños apartamentos, y por supuesto no había servicio de mantenimiento, así que la propiedad se estaba viniendo abajo seriamente.
Qué diablos, esto era su hogar. Lo había localizado en su primer día en San Diego, después de que hubiera decidido que tenía que marcharse de Los Ángeles, y ahora, catorce meses más tarde, casi empezaba a sentirse a gusto en él.
—¿Vives en San Diego?
Ella se las arregló para no contestar a eso. Ya lo había preguntado antes, cuando entraban en el aparcamiento, y tampoco había contestado entonces. Ahora curioseaba por la estancia, embobada con la biblioteca. Era una considerable fuente de datos, admitió Jaspin, llena de cubos, vídeos, discos y diskettes, e incluso libros. Auténticos libros, anticuados pero todavía no obsoletos.
—¡Caray! —chilló la muchacha—. ¡Tienes a Kroeber! ¡Y a Mead! ¡Y a Levi-Strauss, y a Haverford, y a Schapiro! ¡A todo el mundo! Nunca había visto nada parecido, excepto en una biblioteca. ¿Te importa?
Sacaba las cosas de los estantes, acariciándolas, mimando los libros, las cintas, los cubos. Entonces se volvió hacia él. Sus ojos brillaban.
Jaspin había visto esa mirada de arrebato con anterioridad, en las muchachas que asistían a sus clases durante los días en que había dado clase. Era amor puro, amor abstracto. No tenía nada que ver con él, con su yo real. Le adoraban porque era la fuente del saber, porque caminaba diariamente con Aristóteles y Platón. Y también porque era mayor que ellas y podía, si quería, abrir para ellas las puertas de la sabiduría con un simple gesto de sus dedos. Jaspin había usado el dedo con varias, y no simplemente el dedo, en realidad, y sospechaba que algunas sí que habían aprendido algo de él, aunque quizá no en el terreno que esperaban. Eso, según se figuraba, ya se había terminado.
Mira, Jill… quiso decir, frente a aquella mirada reverente, es un auténtico error idealizarme de esa forma. Lo que piensas que puedo ofrecerte no está aquí. De veras.
Pero no consiguió abrir la boca. En cambio, se acercó a ella como si quisiera estrecharla entre sus brazos, pero en el último momento simplemente tomó el libro que ella tenía en las manos y lo acarició como ella había hecho. Era una auténtica rareza, un tratado sobre máscaras mexicanas que tenía ciento treinta años y aún conservaba el brillo en las tapas. Estaba vendiendo poco a poco su biblioteca a un profesor del campus de La Jolla para pagarse la comida y el alojamiento. Había adquirido de esa misma manera la mayor parte del material diez o quince años antes, cuando él era quien tenía dinero y algún otro el que iba cuesta abajo.
—Es uno de mis mayores tesoros. ¡Observa estas máscaras!
Jaspin pasó las páginas. Rostros diabólicos y cornudos, criaturas de pesadilla. ¿Chungirá-el-que-vendrá? ¿Maguali-ga? Oyó de nuevo los tambores resonar en su cabeza.
—¡Y esto! ¡Y eso! ¡Y aquello de allí! —La chica estaba a punto de caer en éxtasis—. ¡Qué maravillosa biblioteca! ¡Qué persona tan extraordinaria debe de ser usted para tener reunidos todos estos conocimientos, doctor Jaspin!
—Barry.
—Sí, Barry. —Ella salió a la terraza, arrancó una brillante flor roja del hibisco y se la prendió en el pelo.
Sólo es una chiquilla, pensó Jaspin, una niña descarnada. Probablemente algo mayor de lo que había supuesto al principio. Veintisiete años, a lo sumo.
—Vives en un lugar muy bonito para la época en que estamos —dijo ella—. Tenemos suerte de vivir en la California costera, ¿verdad? No se está tan bien tierra adentro, ¿no?
—Dicen que las cosas están realmente mal allí. Y cuanto más lejos de la costa, peor. Por supuesto, la parte más mala se halla en los estados que limitan con la zona donde soltaron la ceniza. He oído decir que es una auténtica jungla. Hay bandidos por todas partes, y la gente muere a causa de la radiación.
Sacudió la cabeza. Le ponía enfermo pensar en ello, en la confusión que la guerra había creado. Ni una sola bomba había sido lanzada. No se podía usar bombas sin desencadenar el holocausto definitivo que todo el mundo estaba de acuerdo en que arrastraría la aniquilación mutua, así que en vez de eso usaron nubes de radiación controlada que arrasaron las zonas agrícolas y alcanzaron el mismo corazón de la tierra, partiendo el país en dos, en tres. Lo mismo que les hicimos a ellos, sólo que peor.
Y ahora, veinte años más tarde, deambulamos entre los restos de la civilización occidental y cultivamos nuestras buganvillas, tocamos nuestros cubos de música, vamos a clases de antropología y pretendemos que hay que reconstruir el mundo aquí, en la soleada California, mientras que, por lo que sabemos, a quinientas millas al este la gente ha vuelto al canibalismo.
—De eso iba a escribir —dijo en voz alta—. Del mundo moderno desde una visión antropológica, casi sociológica. Del mundo como una jungla de alta tecnología. Por supuesto, ya no voy a hacerlo.
—¿Ya no?
—Lo dudo. Ya no estoy en la universidad. No tengo quien me patrocine. Eso es importante.
—Podrías hacerlo por tu cuenta, Barry. Sé que podrías.
—Eres muy amable. Escucha, ¿tienes hambre? Tengo un par de latas por ahí, y los higos de esa chumbera del patio están casi comestibles, así que…
—¿Te importa si tomo una ducha? Me noto toda pegajosa, y todavía llevo esta pintura, las marcas de Maguali-ga…
—Claro. ¿Qué día es hoy, viernes? Tenemos agua para la ducha los viernes.
Ella se quitó la ropa en un instante. No tenía sentido del rubor. Ni pechos. Ni caderas tampoco. Sus nalgas eran planas como las de un chiquillo. Qué demonios, de todas formas era una mujer. Estaba completamente seguro, aunque eso nunca podía afirmarse, con los trasplantes e implantaciones que hacían hoy en día.
La condujo al cubículo de la ducha y le buscó una toalla. Entonces, qué diablos, se desnudó y entró en la ducha con ella.
—No tenemos mucha ración de agua —dijo—. Será mejor compartir la que hay.
Ella se volvió hacia él cuando los dos estuvieron bajo el chorro, y enroscó las piernas alrededor de las suyas. Jaspin se apoyó contra la pared y la agarró por las nalgas. Sus ojos estuvieron cerrados la mayor parte del tiempo, pero una vez los abrió y vio que los de ella estaban abiertos, y que aún tenían ese aspecto brillante y reverente, como si él le estuviera introduciendo cincuenta enciclopedias a cada empuje.
Todo fue muy rápido, y también muy satisfactorio. No era posible escapar de la satisfacción. Después vino la culpa, la vergüenza, y tampoco fue posible escapar de aquello.
Hacer el amor. Alguien lo había llamado así mucho tiempo antes. ¿Qué amor? ¿Dónde? Dos desconocidos patéticos rozándose y uniendo partes de sus cuerpos durante unos pocos minutos. ¿Amor?
Tengo que ser honesto con esta chica, pensó Jaspin. Habría sido mejor si lo hubiera intentado antes de hacerle el amor, pero entonces tal vez no lo habríamos hecho, y supongo que lo deseaba demasiado. Eso es ser honesto también, ¿no? ¿No?
—Tengo que decirte algo —dijo, apoyado en el borde del lavabo, mirando sus pequeños pechos de pezones sonrosados, sus caderas de chiquillo, su pelo mojado y revuelto—. Crees que soy una especie de figura noble, romántica e intelectual, ¿verdad? Bien, pues no lo soy, ¿sabes? Soy un don nadie. Un fraude. Soy un fracasado, Jill.