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—Yo también.

Él la miro, sorprendido. Era la primera cosa auténtica que había oído de ella desde que la había encontrado.

—Antes sí que era alguien —prosiguió él—. Un chico brillante y prometedor, de una familia rica de Los Angeles. Iba a ser un gran antropólogo, pero en algún punto del camino me volví farblondjet. ¿Sabes lo que significa? Es una palabra yiddish. Quiere decir confundido, confuso, completamente liado. El vacío del alma, la gran enfermedad del siglo veintidós. Ahora creo que lo llaman el síndrome de Gelbard. Me sentía aparte, y ni siquiera sabia por qué. Levantarme por la mañana se convirtió en un problema, y todavía más problemático fue ir a las clases.

»No estaba exactamente deprimido, compréndeme…; el síndrome de Gelbard es algo diferente de la depresión clínica, según me han dicho. Es más profundo, una respuesta a la completa confusión humana, una especie de cansancio cultural, un fenómeno de agotamiento. Farblondjet. Todavía lo estoy. No tengo carrera. No tengo futuro. Ni soy el heroico semidiós de la cultura que probablemente imaginas.

—Te vi en tu curso. Eras muy profundo.

—Repetía simplemente lo que había encontrado en esos libros. ¿Qué hay de profundo en una buena memoria? Te parecí profundo porque no sabías más que yo. Por cierto, ¿cuál era tu especialidad en la UCLA?

—No tenia ninguna. Iba de oyente, nada más.

—¿Sin grado?

—Quería aprenderlo todo, pero había demasiado. No sabía por dónde empezar, así que nunca empecé. Pero ahora tendré una segunda oportunidad, ¿no es cierto?

—¿Qué quieres decir?

—Para aprender. De ti. Haré la limpieza, las compras, lo que sea. Y estudiaremos juntos. —Había un extraño y brillante tono en su voz, como alambres de cobre rozándose—. ¿No te parece bien? Te ayudaré con tu libro. No tengo sitio donde vivir ahora, ¿sabes? Pero no ocupo mucho espacio, y soy muy limpia, y…

Le sorprendió no haber sospechado esto. Sintió que la frente comenzaba a palpitarle. Imaginó que Chungirá-el-que-vendrá le había prendido con su zarpa enorme y empezaba a apretarle la cabeza, a apretarle, a apretarle.

—No voy a escribir el libro. Y tampoco me voy a quedar en San Diego.

—¿No?

—No No me quedaré aquí mucho.

Él era el primer sorprendido por lo que acababa de decir. La idea de abandonar San Diego le era completamente nueva.

—¿Adonde irás? —preguntó ella.

—A donde vaya el Senhor Papamacer —se oyó decir, cuando ya creía que iba a tener que suplicarse a sí mismo por una respuesta—. Al Séptimo Lugar, imagino. Seguiré a los tumbondé hasta el Polo Norte, si es preciso.

—¿Hablas en serio?

—Creo que sí. Tengo que hacerlo.

—¿Para estudiarlos?

—No. Para esperar a Chungirá-el-que-vendrá.

—Entonces crees en Él. —Jaspin pudo oír la «E» mayúscula.

—Ahora sí. Desde hoy. Vi algo en aquella colina, Jill. Y me cambió. Me sentí, literalmente, caído de bruces, la auténtica experiencia de la conversión. Tal vez «conversión» sea una palabra demasiado pretenciosa, pero…

Esto es ridículo, pensó. Un par de desconocidos sentados desnudos en un cuarto de baño diminuto y hablando de semejantes tonterías.

—Nunca he sido un hombre religioso —continuó—. Mis padres eran judíos, pero eso era una cosa cultural. En realidad, nadie iba a la sinagoga. Pero esto es diferente. Lo que sentí hoy… quiero sentirlo de nuevo. Quiero ir allá donde pueda tener una oportunidad para sentirlo otra vez. Son los tiempos, Jill. La era del Zeitgeist, ¿sabes? En épocas de total desesperación, la religión revelatoria ha tenido siempre una respuesta. Y ahora me ha ocurrido incluso a mí, el cínico y urbano Barry Jaspin. Voy a seguir al Senhor Papamacer y a esperar que Maguali-ga abra la puerta para Chungirá-el-que-vendrá.

Había fuego surcando sus venas. ¿De verdad quiero decir todo esto?, se preguntó. Sí. Sí. De verdad. Sorprendente, pensó. De verdad quiero decir lo que le estoy diciendo.

—¿Puedo ir contigo? —preguntó ella, tímida, reverentemente.

3

—Ahora cuéntame el que viste ayer, ese donde la luz de las estrellas iluminaba el cielo como si fuese de día —dijo Charley.

—¿El mundo de la Gente Ojo? ¿Te refieres a ése?

—¿Es ése?

—La Gente Ojo, sí. De la Gran Nubestrella.

—Cuéntame. Me encanta escucharte cuando ves esas cosas. Creo que eres un profeta auténtico, sacado directamente de la Biblia.

—Piensas que estoy loco, ¿verdad?

—Ojalá dejaras de decir esas cosas —se quejó Charley—. ¿Acaso te he dicho alguna vez que pienso que estás loco?

—Pues lo estoy, Charley. Soy el pobre Tom. El pobre y loco Tom. Salgo de un manicomio para entrar en otro.

—¿Un manicomio? ¿Una casa de locos de verdad? —preguntó Charley—¿Has estado en una?

—En Pocatello. ¿Sabes dónde está? Me tuvieron encerrado allí año y medio.

Charlie sonrió.

—Hay cantidad de gente sana encerrada, y un montón de locos sueltos. Eso no quiere decir nada. Lo que intento decirte es que te respeto, que te admiro. Creo que eres fenomenal. Y tú vienes y me dices que pienso que estás loco. ¡Vamos, hombre, cuéntame cosas sobre la Gente Ojo!

Charley parecía sincero. No se está riendo de mí, pensó Tom. Él también ha visto el mundo verde, por eso lo dice. Ojalá consiga ver también los otros mundos. Realmente quiere verlos. Realmente quiere saber cosas sobre ellos. Es un saqueador, quizá incluso ha sido un bandido, apuesto a que ha matado a veinte personas por lo menos…, y sin embargo quiere saber, es curioso, es casi amable a su manera.

Tengo suerte de viajar con él.

—La Gente Ojo no existe todavía, Charley. Lo harán dentro de un millón de años, o dentro de tres millones, o dentro de cien mil millones, es difícil saberlo. Me confundo con todas las cosas del pasado y del futuro, ¿sabes? Los pensamientos flotan por el universo adelante y atrás, y la velocidad del pensamiento es mucho mayor que la de la luz, así que puedes tener una visión de un lugar que no existe todavía, y a lo mejor dentro de un millón de años la luz de ese sol llegará por fin a la tierra. ¿Entiendes lo que digo?

—Claro —dijo Charley, dubitativo.

—La Gente Ojo vive, o vivirá, en un planeta que tiene unas diez mil estrellas alrededor, o quizás sean cien mil, quién puede contarlas, una al lado de la otra, todas apiñadas, de forma que desde el planeta parecen una muralla de luz que llena todo el cielo A cualquier hora del día o de la noche, lo que se ve es una luz tremenda reverberando por todas partes. No se ve ninguna estrella, sólo un montón de luz, y toda es blanca, y por eso el cielo es blanco como la nieve.

—¡Charley! —llamó Mujer, que se acercaba.

—Estaré contigo en cinco minutos.

—¿Podemos hablar ahora, Charley?

Charley alzó la mirada, sorprendido.

—De acuerdo. Habla.

Los saqueadores habían acampado un poco al este de Sacramento, en el camino hacia la parte costera del valle. Allí todavía quedaban unas cuantas granjas, la mayoría muy bien defendidas. Era difícil encontrar lugares que saquear, y Charley y su grupo comenzaban a sentir hambre; por eso los había enviado a explorar el territorio esa tarde.

—Stidge y Tamal acaban de regresar —anunció Mujer—. Han descubierto una granja en la desembocadura del río. Dicen que puede ser tomada, y quieren hacerlo en cuanto oscurezca.