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—Apártate, apártate, hombre maldito, hijo de Behal —dijo Tom.

—Otra vez la Biblia —rezongó Mujer—. Maldito chalado…

Tom sonrió. Todos le miraban.

Déjalos que miren. No podía permitir un asesinato a sangre fría. Ni aunque fuera de Stidge. Tom le miró a su vez: había una expresión helada y maligna en la cara del pelirrojo.

Ahora me odia aun más, comprendió Tom. Ahora que sabe que me debe la vida. Pero no tengo miedo. Ama a tus enemigos, eso es lo que Él nos enseñó; haz bien a quien te odia, bendice al que te maldiga.

Advirtió que otra vez veía bien, ahora que había vuelto la calma.

—Gracias —le dijo a Charley—. Por respetarle la vida.

—Sí —gruñó Charley—. Jesús, Tom… Eso que hiciste fue una locura. Entrar de esa forma… Mujer podía haberos atravesado a los dos, ¿te das cuenta?

—No podía permitir que se perdiera otra vida. El Señor es nuestro único juez.

—No era tu sitio, Tom. No tenías por qué entrar aquí y mezclarte en esto. No eres nadie para decidir. Fue una locura, Tom. Hacer eso fue una locura, y es así como lo llamo. Ahora sal de aquí hasta que hayamos terminado. Vamos, vete.

—Está bien —dijo Tom.

Y salió, pero miró por la ventana el tiempo suficiente para ver que Charley levantaba el brazalete láser de su muñeca y disparaba una fiera luz hacia el muchacho aterrorizado que se apretujaba contra la pared. El muchacho cayó, muerto antes de tocar el suelo. Tom retrocedió y murmuró una plegaria. Poco después, Charley salió de la casa.

—Te he visto —le dijo Tom—. ¿Cómo pudiste hacer eso? No tiene sentido. Te enfadaste cuando Stidge mató al hombre y a la mujer, y luego tú…

Charley le dio una palmada en el hombro.

—Cuando hay una muerte, tiene que haber más muertes. Si matas a los padres, mejor que mates también al hijo, o te perseguirá no importa donde vayas. Los otros dos chicos escaparon, y todo lo que espero es que no hayan visto nuestras caras. ¿Qué pasa? Te dije que no te quedaras por aquí. Tuviste que hacerlo, ¿verdad? Bien, ya lo has visto. ¿Crees que soy un santo, Tom? —Charley rió—. Ésta no es época para santos.

»Vamos, cuéntame más cosas sobre la Gente Ojo. Realmente ves toda esa mierda, ¿no? Lo ves como si fuera real… Eres sorprendente, loco hijo de puta. Cuéntame. Cuéntame lo que ves.

4

—¿Juras por Dios que no se trata de un engaño? —le preguntó Ed Ferguson a April Cranshaw—. ¿El cielo lleno de luz? ¿Seres en forma de medusa, capaces de volar? Ya, por favor, dímelo. Es sólo un chiste, ¿verdad?¿Verdad?

—Ed —protestó ella, como si él acabara de estropearle un vestido nuevo—. Deja de tratarme así, Ed. Me marcharé si sigues mareándome de esa forma. Sé bueno, Ed.

—Sí. Seré bueno.

Los muy bastardos habían perdido el culo por culpa de este asunto. No hablaban de otra cosa. Lo primero que hacían por la mañana cuando entrabas al barrido de memorias era preguntarte por tus sueños. Después, tenían reuniones toda la tarde. Reunían a la gente para pruebas especiales, interrogatorios, cualquier cosa.

A él no. A él nunca. No tenía esos sueños, jamás. Eso les confundía. Le confundía también a él. Le hacían preguntarse por qué era el único que se había quedado fuera. Le hacían preguntarse si los sueños sucedían de verdad. Bastardos, todos ellos. Tratando de dejarlo al margen, tratando de engañarle todo el tiempo…

—Sólo dame una respuesta concreta —le dijo—. ¿Esto no está preparado? ¿De verdad tienes esos sueños?

—Todas las noches. Lo juro.

Estudió su cara como si fuera un prospecto. Ella tenía el aspecto de un pudding, blando y temblequeante. Parecía absolutamente sincera. Sonrisa amplia y dulce, ojos gentiles y verdiazules. Ferguson no veía que fuera capaz de mentir. Ella no. Los otros seguro, pero ella no.

—Y a veces durante el día —continuó la mujer—. Cierro los ojos un minuto, todavía despierta, y veo imágenes contra mis párpados.

—¿Durante el día?

—Hoy mismo, a media mañana, vi a la gente medusa.

—Después del tratamiento, entonces.

—Eso es. Todavía está reciente.

—Vamos, cuéntame lo que viste.

—Sabes que se supone que no podemos…

—Cuéntamelo.

Ferguson se preguntó si se había acostado alguna vez con ella. Probablemente no. Le sobraban cuarenta o cincuenta kilos de peso, no era su tipo. Su registro no guardaba ninguna información al respecto…, pero eso no implicaba que no hubiera sucedido, sino únicamente que no se había molestado en archivar ese suceso, y ahora era demasiado tarde para averiguarlo. Se la podría haber tirado diez veces el mes pasado y ninguno de los dos tendría manera de saberlo. Las cosas iban y venían.

El mes pasado, cuando Mariela le había visitado. Había sido como una extraña para él. No la conocía en absoluto. Ni quería conocerla. Su propia esposa… Si no hubiera grabado ese dato, ni siquiera sabría que había estado allí.

—La doctora Lewis me dijo que no debo revelar mi sueño excepto durante las sesiones de interrogatorio —dijo April, incómoda—. Eso contaminaría los datos.

—¿Siempre haces lo que te dicen?

—Estoy aquí para que me curen, Ed.

—Me das dolor de cabeza, April. Tú, y ese viento que sopla desde el mar todo el tiempo.

—Vayamos a caminar un poco.

Estaban en el borde del bosquecillo, caminando por la senda que atravesaba los pinos en la zona oriental del Centro. Era el rato libre de la tarde. El viento, fuerte y frío, llegaba del océano como un puño, igual que siempre a esta hora del día. Cada tarde les daban una o dos horas de tiempo libre, no había terapia. Querían que los internos salieran y caminaran por el bosque, o practicaran juegos de habilidad en la sala de recreos, o pasaran el tiempo con su grupo de amigos.

Ferguson hubiera preferido estar con Aleluya, pero no sabía dónde se había metido, y April se las había arreglado para encontrarle. Siempre se las apañaba para hacerlo durante el tiempo libre.

—Estás obsesionado con los sueños espaciales, ¿verdad? —le preguntó ella.

—¿Acaso no lo está todo el mundo?

—Pero tú continuamente haces preguntas sobre cómo son.

—No las haría si yo también tuviera esos sueños.

—Los tendrás —dijo ella suavemente—. Todavía no es tu turno, pero ya llegará.

Sí, pensó él. Pero… ¿cuándo? El asunto estaba durando… ¿cuánto? ¿Dos semanas? ¿Tres? Costaba trabajo computar el tiempo en este sitio. Después de varias sesiones de barrido, los días empezaban a confundirse uno con otro, sin forma ni sentido, los de antes con los de después. Pero todo el mundo tenía los sueños, los internos y al menos unos cuantos de los técnicos, ese estrafalario Lansford, y quizá incluso algunos médicos. Todo el mundo, excepto él. Ése era el asunto. Todos menos él.

Era como si todos se estuvieran confabulando a sus espaldas para colocarle encima una gigantesca montaña de mierda, esos malditos sueños espaciales.

—Sé que llegará tu turno. ¡Oh, Ed, los sueños son tan maravillosos!

—No tengo forma de saberlo. Ven, vayamos por este camino. Entremos en el bosque.

Ella soltó una risita nerviosa, casi un relincho.

Ferguson no creía que hubiera llegado a acostarse con ella. Por lo que su anillo registrador indicaba, la única había sido Aleluya desde que estaba aquí. Las mujeres del tamaño de April nunca habían sido lo suyo, aunque ciertamente veía la belleza potencial sepultada profundamente en toda aquella carne: los pómulos, la nariz, los labios. Ella tenía unos treinta y cinco años, y era de Los Ángeles, igual que él, muy jodida igual que todo el mundo en este sitio.