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Ella se encogió de hombros.

—Será uno de esos días, supongo. O una de esas semanas. Mira, ya te he dicho antes que lo sentía, ¿no? —Y un poco más suavemente añadió—. Vamos a terminar con esto, ¿de acuerdo? Querías verme. ¿Qué es lo que pasa, Dan?

—Hay un nuevo sueño, el Número Siete. Doble Estrella 3.

—¿Cómo es eso? Creí que ya teníamos todos los informes de hoy…

—Bien, pues ahora hay uno más. Cortesía de April Cranshaw, hace media hora.

Elszabet meneó la cabeza.

—Ya tenemos los datos de April. Informó del Gigante Azul de anoche.

—Éste no es de anoche. Es de esta mañana, después del barrido.

Eso era sorprendente.

—¿Qué? ¿Un sueño en pleno día?

—Eso parece. April tardó en admitirlo; creo que tenía miedo de que la enviáramos a una segunda sesión. Pero le pesaba en la conciencia, y finalmente lo contó. Puede que éste no sea el primer sueño diurno que tiene.

—Ahora tiene más sueños que nadie…

—Justo en la cima de la curva de sensibilidad, en efecto. Creo que ella también lo sabe. Y eso la preocupa.

—¿Qué clase de sueño era?

—Eso es lo que te traía.

Le tendió una nota. Elszabet la miró por encima y se dirigió a la pantalla de datos, abrió otra vez el archivo, y leyó el nuevo sueño cuando la pantalla acató su orden.

7. Estrella Doble 3: Un sol similar al nuestro en tamaño y color, pero también presente un segundo sol que emite luz rojo-anaranjada, mayor que el primero pero más apagado. Complicado sistema de lunas. Ninguna forma de vida ha sido confirmada.

—Es útil tener esa lista a mano —dijo Robinson.

—Lo es, sí —contestó Elszabet, y ordenó a la pared de datos: Fin de listado. Distribución Ruta Uno.

—¿Qué haces? ¿Lo editas para que sirva de referencia general en el Centro?

—Ésa es una buena idea. Será lo próximo que haga.

—¿Qué es eso de Distribución Ruta Uno, entonces?

—Acabo de enviar los datos a los otros centros de recuperación del norte de California.

—¿Eso has hecho?

Los ojos de Dan Robinson se agrandaron.

—A San Francisco, Monterrey, Eureka. Les llamé esta mañana para decirles lo que pasaba aquí, y Paolucci en San Francisco confirmó que les estaba ocurriendo lo mismo, y que había oído que igual pasaba en Monterrey. Así que estamos comparando datos. Necesitamos saber qué es lo que sucede. ¿Una epidemia de sueños idénticos? Eso es completamente nuevo en toda la literatura de perturbaciones mentales. Si es que se trata de perturbaciones mentales, claro.

—Me parece que va a haber revuelo con eso de enviar el material a otros centros antes de informar al personal de éste.

—¿Eso crees? —La presión en su cráneo estaba llegando a un nivel imposible, como si algo pugnara por abrirse camino desde dentro—. Discúlpame —dijo, y se aplicó una dosis de ondas alfa.

Sintió que se ruborizaba por hacer aquello delante de él. El dolor remitió sólo un poco. Intentando no parecer irritada, como en realidad estaba, se dirigió de nuevo a Robinson.

—No pensé que fuera materia clasificada. Simplemente quise saber si los otros centros experimentaban también este fenómeno, así que empecé a llamarlos, y me dijeron que sí, y que yo les mandara nuestros datos que ellos enviarían los suyos, y… —Elszabet cerró un momento los ojos, apretó los dientes e inspiró profundamente—. Oye, ¿podríamos hablar en otro momento? Necesito aire fresco. Creo que voy a acercarme a la playa a correr un poco. Este maldito dolor de cabeza…

—Buena idea. También me vendría bien un poco de ejercicio. ¿Te molesta si corro contigo?

Sí, me molesta, pensó ella. Mucho. La playa era su lugar especial, su segunda oficina, en realidad. Intentaba escaparse allí un par de veces a la semana, cuando tenía que reflexionar sobre algo o simplemente librarse de las presiones de estar a cargo del Centro. Le sorprendía que Robinson, habitualmente un tipo sensible, no comprendiera que no quería compañía, ni siquiera la suya.

Pero no podía decírselo. Era un hombre tan dulce, tan bueno… Elszabet no quería comportarse mal con él otra vez. Es una tontería, se dijo. Sólo tienes que decirle que necesitas estar a solas. No lo tomará como una ofensa. Pero… no podía hacerlo. Intentó una sonrisa.

—Claro, ¿por qué no? —dijo, odiándose por reprimir sus deseos de esta manera. Se acercó a él—. Vamos.

La playa era pequeña, apenas una caleta rocosa aislada por unas cuantas dunas en las que crecían matojos. Estaba a cuatro kilómetros del núcleo principal del Centro, y se podía acceder a ella después de veinte minutos de caminata, con sólo bajar un camino de arena flanqueado por madroños y achaparrados árboles de manzanilla.

Corrieron uno al lado del otro, sin problemas. El dolor de cabeza de Elszabet empezó a disminuir con el ritmo de la carrera. No encontraba dificultad en seguir el paso de Robinson, aunque las piernas de éste eran más largas que las suyas; sabía correr. En Berkeley había sido atleta, una corredora, y su equipo había salido campeón en casi todas las pruebas de media distancia, los 800 metros, los 1.500, los 1.600 con relevos, y alguno más. Tenía piernas largas, resistencia y determinación. Alguien una vez le había dicho que debería considerar dedicarse a correr profesionalmente, pero ¿qué significaba eso? Suponía malgastar la vida entregándose a algo tan herméticamente cerrado, tan privado. Era como decir: deberías considerar la idea de ser una cascada, o una boca de incendios. Era malgastar tu vida en algo inútil. Estaba bien como disciplina privada, pero no se podía hacer una carrera de eso.

Para cumplir una buena carrera, según pensaba Elszabet, tenías que hacer algo realmente útil con tu vida, lo que significaba entrar en la raza humana, no en la pista de los cien metros libres. Tenías que justificar tu presencia en el planeta dando algo a los otros que compartían el tiempo y el espacio contigo, y ser la chica más rápida de la clase no cumplía los requisitos. Trabajar en un Centro para curar a la pobre gente consumida por el síndrome de Gelbard, y eventualmente llegar a hacerse cargo de él, se acercaba más a eso, pensaba Elszabet.

Corría y corría, sin decir nada, escasamente consciente del silencioso hombre de piel oscura que iba grácilmente a su lado.

Un pequeño y escarpado sendero bajaba desde la colina hasta la playa. Bah, en realidad la playa era apenas una franja de arena con espacio suficiente para colocar tres toallas una al lado de la otra. En invierno, con la marea alta, el sitio ni siquiera existía, y si alguien se acercaba allí tenía que acurrucarse en una cala socavada por el océano, con las heladas olas prácticamente lamiéndole los tobillos.

Pero ésta era una tarde de verano, y la marea estaba baja. Elszabet lanzó desde lo alto de la colina la toalla que llevaba y corrió detrás de ella. Robinson la siguió, dando grandes zancadas.

—Voy a quitarme la ropa. Es lo que suelo hacer aquí —dijo ella cuando alcanzaron la playa.

Le miró directamente a los ojos como diciendo: No me interpretes mal, no intento ser provocativa. Estás aquí pero en realidad no quiero que estés, decía también, y voy a comportarme como si estuviera sola.

Él pareció comprender.

—Claro. No hay problema por mi parte. —Él se quitó la camisa pero conservó los pantalones, y luego se acercó a la orilla—. Mira, hay un par de estrellas de mar.

Elszabet asintió vagamente. Se quitó la camiseta y los pantalones cortos y caminó desnuda hasta el borde del agua, sin mirarle. Las heladas olas se arremolinaban en sus tobillos.