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—¡Eh! ¿Qué clase de loco tenemos aquí?

Tom apenas oía. Aquellos desconocidos casi no le parecían reales ya. Quienes eran reales eran los señores y damas del mundo verde, que se movían esplendorosamente entre reflejos y nieblas. Gesticuló hacia ellos.

—Ésa es la Tríada Misilyna, ¿la veis? Los tres del centro, los más altos. Y ése es Vuruun, que fue embajador ante los Nueve Soles bajo la antigua dinastía. Y ése… ¡Oh, mirad allí, al este! ¡Es la aurora verde! ¡Jesús! Es como si el cielo ardiera con fuego verde, ¿verdad? Ellos también la ven. La están señalando, la miran… ¿Veis qué excitados están? Nunca los había visto excitarse antes, pero con una cosa así…

—Loco perdido, desde luego. Todo un caso. Lo noté a primera vista, en cuanto se acercó.

—Algunos de estos locos se vuelven peligrosos cuando se les pone la mano encima. He oído historias. Se desatan y ya no hay quien los pare. Son muy fuertes.

—¿Crees que éste será uno de ésos?

—¿Quién sabe? ¿Has visto a un loco alguna vez?

—¡Eh, loco! ¡Eh! ¿Me oyes?

—Déjalo en paz, Stidge.

—¡Eh, loco!

Voces. Distantes, débiles, fantasmales, zumbando y revoloteando a su alrededor. Lo que decían no importaba. Los ojos de Tom brillaban. La aurora verde giraba y resplandecía en el cielo como un torbellino. Lord Vuruun la adoraba alzando sus cuatro brazos translúcidos. La Tríada se abrazaba. Una música celestial surgida de alguna parte resonaba ahora de mundo en mundo. Las voces eran solamente un sonidito perdido en el interior de aquella música.

Entonces alguien le golpeó en el estómago, y Tom se dobló en dos, atragantándose y tosiendo y babeando. El mundo verde giró locamente a su alrededor y la imagen comenzó a fragmentarse. Conmocionado, Tom se tambaleó, sin saber dónde estaba.

—¡Stidge, déjale en paz!

Otro puñetazo, esta vez más fuerte, le atontó. Tom cayó de rodillas y contempló con ojos turbios la hierba marrón. Babeó. Había sido un error dejarse caer, lo sabía. Ahora empezarían a darle patadas. Algo parecido le había sucedido el año pasado, en Idaho, y sus costillas tardaron seis semanas en curarse.

—Atontado…, loco…

—¡Stidge! ¡Maldito seas, Stidge!

Tres patadas. Tom se acurrucó, luchando contra el dolor. En un rincón de su mente permanecía un último fragmento de la visión, una forma cristalina, irreconocible, que se desvanecía. Entonces oyó gritos, maldiciones, amenazas. Se dio cuenta de que había pelea a su alrededor. Cerró los ojos y contuvo la respiración, atento al roce interno de hueso contra hueso. Pero no parecía haber nada roto.

—¿Puedes levantarte? —preguntó una voz tranquila poco después—. Vamos. Nadie va a lastimarte ya. Mírame. Eh, oye, mírame.

Temeroso, Tom abrió los ojos. Un hombre cuya cara desconocía, un hombre de barba negra y profundas ojeras, uno de los que habían estado trabajando en el capó, posiblemente, estaba ante él. Parecía tan duro y peligroso como los otros, pero de alguna manera había algo más agradable en él. Tom asintió, y el hombre puso las manos sobre sus hombros y lo levantó delicadamente.

—¿Te encuentras bien?

—Creo que sí. Un poco vapuleado. Algo más que un poco.

Tom miró en torno. El pelirrojo se apoyaba contra la furgoneta, escupiendo sangre y atragantándose. Los demás permanecían detrás, en un semicírculo, con el ceño fruncido.

—¿Quién eres? —preguntó el hombre de la barba.

—Un jodido loco —dijo el pelirrojo.

—Cierra el pico, Stidge. ¿Cómo te llamas?

—Tom.

—¿Sólo Tom?

—Sólo Tom, sí.

—¿De dónde vienes, Tom?

—De Idaho. Voy a California.

—Ya estás en California. ¿Vas a San Francisco?

—Tal vez. No estoy seguro. De todas formas, no tiene mucha importancia, ¿no?

—Échalo de aquí —dijo Stidge, de pie nuevamente—. Maldición, Charley, quita a ese loco de en medio antes de que yo…

El hombre de la barba negra se volvió.

—Cristo, Stidge, te estás buscando problemas…

Cruzó el brazo derecho sobre el pecho y lo mostró. Había un brazalete láser en su muñeca, con la luz amarilla de «preparado» titilando. Stidge lo miró con sorpresa.

—Jesús, Charley…

—Siéntate ahí atrás.

—Jesús, si no es más que un loco…

—Bien, es mi loco ahora. Si alguien lo lastima, le atravieso la barriga. ¿Vale, Stidge?

El pelirrojo guardó silencio.

—¿Tienes hambre? —le preguntó Charley a Tom.

—Puedes apostar a que sí.

—Te daremos algo de comer. Puedes quedarte con nosotros unos días, si quieres. Vamos a Frisco, si podemos hacer que la furgoneta eche a andar. —Sus ojos cercados de ojeras escrutaron a Tom—. ¿Llevas algo?

—¿Llevar? —Tom palpó su mochila, inseguro.

—Armas. Cuchillo, pistola, punzón, brazalete, algo.

—No. Nada.

—¿Vas por ahí desarmado? Stidge tiene razón, debes de estar loco. —Charley chasqueó los dedos al hombre de la cara picada de viruelas—. Eh, Buffalo, préstale a Tom un punzón, ¿me oyes? Le hace falta llevar algo.

Buffalo le tendió una delgada varilla de metal con un mango en un lado y una punta afilada en el otro.

—¿Sabes usar un punzón? Vamos, tómalo.

Tom simplemente lo miró.

—No lo quiero. Si alguien pretende lastimarme, ése es su problema, no el mío. El pobre Tom no lastima a la gente. El pobre Tom no quiere ningún punzón. Pero gracias. Gracias de todas formas.

Charley le estudió largamente.

—¿Estás seguro?

—Estoy seguro.

—Vale. —Charley meneó la cabeza—. Vale. Lo que tú digas.

—No se puede estar más loco, ¿eh? —intervino el pequeño latino—. Le damos un punzón, sonríe y dice «No, gracias». Loco de remate. De remate.

—Hay locos y locos —dijo Charley—. Tal vez sabe lo que hace. Si llevas un punzón, lo más probable es que incomodes a quien tenga un arma más grande. Si no llevas ninguno, a lo mejor te deja pasar. —Charley sonrió. Palmeó el hombro de Tom con fuerza—. Eres mi amigo, Tom. Tú y yo vamos a aprender mucho el uno del otro, te lo aseguro. Si alguno de éstos te toca, me lo dices y haré que lo lamente.

—¿Quieres que terminemos con la furgoneta, Charley? —preguntó Buffalo.

—Al infierno con la furgoneta. En un par de horas estará demasiado oscuro para trabajar. Comamos algo y ya nos dedicaremos a la furgoneta por la mañana. ¿Sabes encender un fuego, Tom?

—Claro.

—Muy bien, enciéndelo. Pero no te pases. No queremos llamar la atención.

Charley empezó a dar órdenes, enviando a los otros en direcciones diferentes. Eran, claramente, sus hombres. Stidge fue el último en marchar, algo reticente, y al hacerlo miró a Tom como indicando que lo único que lo mantenía vivo era la protección de Charley, pero que el jefe no estaría siempre delante para protegerle. Tom no le hizo caso. El mundo estaba lleno de gente como Stidge, y hasta ahora se las había arreglado bastante bien al tratar con ellos.

Encontró un hueco entre la hierba seca que parecía bueno para encender una hoguera y empezó a recoger ramas y rastrojos. Trabajó unos diez minutos, y el fuego crecía bastante bien cuando se dio cuenta de que Charley había regresado y estaba de pie detrás de él, observándolo.

—Tom.

—¿Sí, Charley?

El hombre de la barba negra se sentó junto a él y atizó el fuego.

—Buen trabajo. Me gusta una buena hoguera, bien dispuesta, como ésta. —Se acercó más a Tom y miró en derredor como para asegurarse de que no había nadie cerca—. Escuché lo que decías cuando tuviste aquel ataque… —su voz era poco más que un susurro—. Lo del mundo verde y la gente de cristal. Las pieles brillantes. Los ojos como diamantes. ¿Cómo dijiste que estaban colocados sus ojos?