Por primera vez, los sueños la asustaban. Que los tuviera el padre Christie, que los tuviera April Cranshaw, o Nick Doble Arcoiris. Eran personas emocionalmente perturbadas, las alucinaciones eran cosa corriente entre ellos. Que los tenga Dan, también, si quiere. Pero yo no. Por favor, Dios, yo no.
Había terminado de vestirse, pero todavía estaba calada hasta los huesos después del chapuzón. Robinson permanecía a cuatro o cinco metros, intentando no parecer demasiado preocupado, lo que evidentemente le costaba trabajo. Ella forzó una sonrisa.
—Tal vez necesito unas vacaciones. Lamento haberte asustado.
—¿Te sientes bien ya?
—Sí. Fue algo pasajero. No sé. ¡Guau, si que está fría el agua!
—¿Volvemos al Centro?
—Sí. Sí, por favor.
Él le ofreció la mano para ayudarla a alcanzar la cima de la colina, pero ella la rechazó agriamente y subió el sendero como una cabra montés. Al llegar a lo alto se detuvo un momento para ajustarse la toalla a la cintura, y entonces echó a correr sin esperarle.
—¡Eh, que ya voy! —llamó Robinson.
Pero ella no se detuvo, sino que aceleró el ritmo. No dejaría que la alcanzara.
Cuando llegó al Centro, estaba mareada y le faltaba el aliento, pero le había sacado cien metros de ventaja. La gente la miraba sorprendida al verla pasar a su lado como un rayo.
No se detuvo hasta llegar a la oficina. Una vez dentro, cerró la puerta, se arrodilló y se acurrucó allí, temblando, hasta que estuvo segura de que no iba a vomitar. Gradualmente, su corazón recuperó el ritmo de los latidos y su respiración volvió a la normalidad. Los músculos le dolían horriblemente. Alzó la mirada hacia la pantalla de datos. Había un mensaje esperándola, decía. Lo recogió.
Gracias por la información. Nuestra lista de sueños es exactamente la misma. Seguirá a ésta un análisis detallado. Hay rumores de que el mismo tipo de sueños sucede en San Diego; estoy investigando. En nombre de Dios, ¿qué está ocurriendo?
Estaba firmado: Paolucci, San Francisco.
Tercera parte
1
La furgoneta todoterreno roja y amarilla se dirigía flotando hacia el oeste. No habían querido quedarse en el valle de San Joaquín después del saqueo y las muertes en la granja, así que se encaminaban hacia el oeste, sobre un colchón de aire que los elevaba por encima de la polvorienta carretera. Tom se sentía como un rey viajando de esta manera, como Salomón en plena majestad.
Le dejaban ir sentado junto al conductor. Charley conducía parte del tiempo, y Buffalo, y algunas veces el hombre llamado Nicholas, que tenía cara de niño y el pelo completamente blanco y casi nunca decía nada. Ocasionalmente conducía Mujer, o Stidge. Tamal no lo hacía nunca, ni tampoco Tom. Sin embargo, el que más conducía era Rupe, gordezuelo, ancho de hombros y con la cara colorada. Se sentaba allí, hora tras hora, sosteniendo el volante. Cuando Rupe conducía, la furgoneta no parecía desviarse ni un milímetro del camino.
Pero a Rupe no le gustaba que Tom cantara mientras conducía. A Charley sí. Charley siempre le pedía más canciones cuando le tocaba el turno. «Saca el piano de bolsillo, Tom», decía Charley, y Tom rebuscaba en su mochila. Había conseguido el piano en San Diego, hacía tres años, de uno de los refugiados africanos que había allí. Era poco más que una plancha de madera con un agujero y varias lengüetas de metal, pero Tom, golpeando las lengüetas con los pulgares, había aprendido a hacerlo sonar tan bien como una guitarra.
Se sabía la letra de un montón de canciones. No conocía la música de todas ellas, pero ahora tenía bastante práctica y podía crear melodías que iban bien con la letra. Su voz era de tenor, alta y clara. A todo el mundo le gustaba oírle, excepto a Rupe. Pero estaba bien no molestar a Rupe mientras conducía.
—¿De dónde sacas esas canciones? —preguntó Mujer—. Nunca había oído nada semejante.
—Encontré un libro una vez —contestó Tom—. Aprendí de él un montón de poemas, y yo mismo compuse la música.
—Entonces no me extraña que no las haya oído antes.
—Canta la de la playa —pidió Charley. Estaba sentado a la derecha de Tom. Mujer conducía, y Tom estaba entre ellos en el asiento delantero—. Ésa me gustó. La triste. La de la playa a la luz de la luna.
Se acercaban a San Francisco. Quizá llegarían en cuatro o cinco horas, había dicho Charley. Había un montón de pequeñas ciudades por allí, la mayoría todavía habitadas, aunque casi la tercera parte habían sido abandonadas hacía mucho tiempo. La tierra aún era seca y caliente, aplastada por la dura mano del estío. La última vez que habían bajado de la furgoneta para buscar comida, Tom había esperado sentir las primeras brisas frescas soplando del este, y ver briznas de niebla acercándose: el aire de San Francisco, limpio y frío.
—No —le había dicho Charley—. No sientes el aire de San Francisco hasta que estás allí, y entonces cambia de improviso; te puedes estar asando y atraviesas los túneles de las colinas y hace frío, es como un tipo de aire diferente.
Tom estaba dispuesto. Empezaba a cansarse del calor del valle. Sin saber por qué, sus visiones llegaban más nítidas cuando el aire era frío.
Tocó una melodía en el piano de bolsillo y cantó:
—Maravilloso —dijo Charley.
—Tampoco me gusta esa maldita canción —se quejó Mujer.
—Entonces no escuches y cierra el pico.
—No tiene ningún sentido —dijo Mujer—. Ninguno.
—¿Y la parte final? —rebatió Charlie—. Ahí es donde es realmente hermosa. Si tuvieras sensibilidad… Sáltate hasta el final, Tom. ¡Eh! ¿Cuál es esa ciudad? ¿Modesto? ¡Nos acercamos a Modesto! Sáltate hasta el final, ¿quieres, Tom?
No había problemas. Tom podía cantar las canciones en cualquier orden.