—Hombre, usted listo hoy, usted viene a oír la palabra que el Senhor Papamacer tiene para usted —le habían dicho—. Nosotros le recogemos, hombre, y le llevamos a la casa del dios.
¿Esto? ¿La casa del dios era esto? Desde luego, no tenía trazas de serlo, no se veía ninguna imaginería tumbondé desde el frente. Solamente cuando se subían los escalones de madera, resquebrajados y llenos de malas hierbas, y se rodeaba la entrada lateral, podía echarse una ojeada al interior de la cochera, donde se almacenaban las estatuas de cartón piedra de las divinidades, apoyadas desordenadamente contra los tabiques igual que la propaganda descartada de un programa de horror-láser: viejos monstruos dejados a un lado. Jaspin reconoció las formas familiares de Narbail, O Minotauro, Rei Ceupassear. Tal vez guardaban las del gran Chungirá-el-que-vendrá y Maguali-ga en sitio más seguro. Pero en este vecindario, donde el Senhor Papamacer era como un rey, ¿quién se atrevería a importunar a las estatuas de los dioses?
Jaspin esperó hasta impacientarse. Al menos en la consulta del médico daban revistas atrasadas para entretenerse leyendo, o un cubo para jugar, o cualquier otra cosa. Aquí no había nada. Estaba muy asustado, y se esforzaba en no admitirlo.
Esto es una investigación de campo, pensó. Es como si preparase el doctorado y tuviera una entrevista con el sumo sacerdote, el hombre-medicina. Eso es lo que es. Hoy estás haciendo una investigación antropológica. Lo cual era, en cierto modo, la verdad. Sabía por qué quería ver al Senhor Papamacer. Pero, por el amor de Dios, ¿por qué querría el Senhor Papamacer verle a él?
Uno de los hombres del tumbondé regresó a la habitación. Jaspin no supo cuál, pues todos le parecían iguales; una técnica muy pobre para alguien que se suponía antropólogo. Con los estrechos pantalones rojos y negros, la chaquetilla plateada y las botas de caña, el tumbondé podría haber sido un torero. Su cara era la de un dios azteca: fría, inescrutable, los pómulos como cuchillos. Jaspin se preguntó si sería uno de los once apóstoles principales, la Hueste Interna.
—El Senhor Papamacer está listo —le dijo a Jaspin—. Levántese y venga.
El tumbondé le cacheó en busca de armas, sin pasar por alto ninguna parte de su cuerpo. Jaspin olió la fragancia de algún aceite dulzón en el hirsuto pelo negro del tumbondé. Aceite de Gaulthena, esencia de cidra o algo parecido. Intentó no temblar mientras el tumbondé hurgaba entre sus ropas.
Le habían detenido después de los ritos, hacía dos semanas, cuando Jill y él se marchaban. Cinco de ellos les rodearon cautelosamente, mientras en la cabeza de Jaspin todavía resonaban las visiones de Maguali-ga. De modo que es esto, pensó Jaspin entonces. Van a hacer ahora un sacrificio humano y han descubierto al judío de aspecto erudito y a la delgada amiguita shiksa, las etnias equivocadas en este enjambre de etnias, y dentro de cinco minutos nos van a llevar al altar junto al toro blanco, y a los tres, a Jill, al toro y a mí, nos van a cortar la garganta. La sangre correrá junta en un único cáliz.
Pero no fue así.
—El Senhor quiere hablar con usted —le dijeron—. Cuando llegue el momento, desea hablarle.
Durante dos semanas, Jaspin se había preocupado hasta volverse loco. Ahora el momento había llegado.
—Entre —dijo el tumbondé— Usted muy afortunado, cara a cara con el Senhor.
Dos toreros más, con traje completo, entraron en la habitación. Uno se colocó delante de Jaspin, el otro detrás, y le condujeron a través de un oscuro corredor que olía a podrido o a moho. No parecía que pretendieran matarle, pero no se podía quitar el miedo de encima. Le había dicho a Jill que llamara a la policía si no había vuelto a las cuatro de la tarde. No era un gran consuelo, pero al menos podría amenazar a los tumbondé si las cosas se ponían feas.
—Ésta es la habitación. El santísimo está aquí. Entre.
—Gracias.
La habitación era completamente cuadrada, iluminada únicamente con velas. Pesadas cortinas cubrían las ventanas. Cuando los ojos de Jaspin se acostumbraron a la oscuridad, vio la esterilla en el suelo, y a un hombre sentado, inmóvil, con las piernas cruzadas sobre el raído resto rojo y verde de la estera. A su derecha había un pequeña figura del dios cornudo Chungirá-el-que-vendrá, tallada en alguna madera exótica. Ma-guali-ga, rechoncho y tétrico, con su gran ojo saltón, se hallaba a la izquierda del hombre. No había ningún tipo de mueble.
El hombre alzó la vista muy despacio y atravesó a Jaspin con la mirada. Su piel era muy oscura, pero sus rasgos no eran exactamente negroides. Su mirada era la cosa más feroz que Jaspin hubiera visto nunca. Aquélla era la cara de ébano del Senhor Papamacer, no cabía duda. Pero el Senhor Papamacer era un gigante, al menos cuando había aparecido en la cima de la colina, en el lugar de la comunión. Este hombre, por lo que Jaspin podía apreciar, considerando que estaba sentado, parecía muy pequeño. Bueno, pueden crear ilusiones extremadamente bien, pensó. Probablemente le habían colocado zancos y vestido con ropas holgadas. Jaspin empezó a sentirse un poco más tranquilo.
—Vendrá Chungirá-el-que-vendrá —dijo el Senhor Papamacer con la familiar voz cavernosa, tres registros por debajo del bajo, sin mover más que los labios, levemente.
—Maguali-ga, Maguali-ga —respondió Jaspin.
Una sonrisa glacial.
—¿Tu eres Yas-peen?
Jaspin sintió como si un viento frío barriera la habitación. Claro, pensó, viento frío en una habitación cerrada, en San Diego, en agosto. Sabía que el viento no era real. El escalofrío sí. Se encogió sobre la alfombra roja y verde, hasta sentarse en la posición del loto a la altura del Senhor Papamacer. Le pareció que algo iba a aflojarse en uno de sus labios, pero se obligó a contenerse. Estaba asustado de nuevo, aunque de una manera muy calmada.
—¿Por qué has venido al tumbondé? —preguntó el Senhor Papamacer.
Jaspin dudó.
—Porque ha habido en mi alma un tiempo oscuro y difícil. Y me pareció que a través de Maguali-ga conseguiría encontrar el camino.
Eso ha sonado bastante bien, se dijo. El Senhor Papamacer le miró en silencio. Sus ojos de obsidiana, oscuros y brillantes, le escrutaron sin piedad.
—Lo que dices es mierda —dijo al cabo de un momento, pronunciando las palabras sin malicia o rencor, casi con amabilidad—. Lo que dices es lo que crees que quiero oír. No. Ahora dime por qué el profesor blanco viene al tumbondé.
—Perdóname.
—No me pidas perdón. Reza a Rei Ceupassear, él perdona. A mí dime sólo la verdad. ¿Por qué viniste a nosotros?
—Porque ya no soy profesor.
—¡Ah, bueno! ¡La verdad!
—Lo fui. En la UCLA. En Los Angeles.
—Conozco la UCLA, sí.
Era como hablarle a un ídolo de piedra. El hombre era absolutamente inflexible, la presencia más formidable que Jaspin hubiera visto jamás. Surgido de alguna maloliente favela cerca de Rio de Janeiro, le habían dicho, se trasladó a California cuando los argentinos masacraron Brasil; ahora lo adoraban multitudes. Y estaba sentado al otro lado de la alfombra, casi a su alcance.