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—En grupos de tres, a cada lado de la cabeza.

—¿Cuatro lados por cabeza?

—Cuatro, sí.

Charley guardó silencio un momento, atizando el fuego. Entonces, con voz todavía más baja, continuó:

—Soñé con un sitio como ése hace unas seis noches. Y otra vez anteanoche. Cielo verde, gente de cristal, ojos como diamantes, en cuatro grupos de tres alrededor de la cabeza. Lo vi como si contemplara una película. Y ahora vienes tú hablando sobre lo mismo, gritándolo como un poseso, y es exactamente el mismo sitio que yo vi.

»¿Cómo es posible que los dos hayamos tenido el mismo sueño? Dime, Tom, ¿cómo es posible?

2

Elszabet se despertó y salió desnuda, como había dormido, al porche de su cabaña. Hacía menos de una hora que el sol se alzaba por encima de Sierra Nevada; un suave manto de neblina envolvía aún las copas de los pinos y flotaba ligeramente sobre el suelo.

Maravilloso, pensó. De todas partes llegaban los tenues sonidos de las gotas que caían de las ramas y golpeaban la suave alfombra marrón. Centenares de helechos resplandecían en la falda de la colina como si hubieran sido pulidos. Maravilloso. Maravilloso. Incluso los grajos parecían maravillosos.

Una mañana verdaderamente espléndida. No las había de otra forma en este lugar, en invierno o en verano. En el Centro Nepente había que madrugar, porque todo el trabajo útil del tratamiento de barrido de memorias se hacía antes del desayuno. Pero no había ninguna pega; Elszabet no podía imaginar que hubiera alguien a quien no le gustara despertarse con el amanecer, si el amanecer era como éste. Y no había razones para no irse a la cama temprano. ¿Qué se podía hacer por la noche a cientos de millas al norte de San Francisco?

Pulsó su reloj y el programa de la mañana apareció en la pantalla escrito en claros signos brillantes.

0600 Padre Christie, Cabina A.

Ed Ferguson, Cabina B.

Aleluya, Cabina C.

0630 Nick Doble Arcoiris, Cabina B.

Tomás Menéndez, Cabina C.

0700…

Primero, tomó una ducha rápida, utilizando el depósito situado en la parte trasera de su cabaña. Luego, se vistió con unos pantalones cortos y una camiseta de tirantes y desayunó sidra y queso. No merecía la pena molestarse en subir hasta el comedor tan temprano.

A las seis y cinco, Elszabet subía de dos en dos los escalones de la Cabina A. El padre Christie se encontraba ya allí, repantigado en el sillón, mientras Teddy Lansford deambulaba a su alrededor preparándolo todo para la aplicación del tratamiento.

El padre Christie no tenía buen aspecto. Rara vez lo tenía a esta hora de la mañana. Hoy parecía todavía más alelado que de costumbre: pálido, acalorado, ojeroso, casi un poco atontado. Era un hombre bajo, de unos cuarenta y cinco años, con una gran pelambrera ya canosa y rostro suave y suplicante. Hoy llevaba puesto su clergyman, que nunca parecía sentarle bien. El alzacuello estaba torcido y la chaqueta negra arrugada y ladeada, como si se la hubiera abotonado incorrectamente.

Se iluminó cuando ella entró en la sala. Un brillo falso, una sonrisa teatral.

—Buenos días, Elszabet. Qué encantadora visión es usted.

—¿De veras?

Ella sonrió. El sacerdote siempre tenía a punto un cumplido. Igualmente, procuraba siempre echarle una ojeada a sus pechos y muslos, cuando pensaba que ella no se daba cuenta.

—¿Ha dormido bien, padre?

—He tenido noches mejores.

—¿Y peores también?

—También peores, supongo.

Sus manos temblaban. Si no le hubiera conocido tan bien, Elszabet habría pensado que había estado bebiendo…, pero eso, por supuesto, era imposible. No se puede beber, ni siquiera a escondidas, cuando se tiene un chip de control implantado en el esófago.

Lansford llamó desde la consola de mando.

—Nivel de azúcar en sangre, bien; respiración, toma de iodina, todo bien. Ondas delta presentes y firmes. Todo parece en orden. ¿Introduzco el módulo de barrido en la hendidura, Elszabet?

—Espera un segundo. ¿Qué lecturas captas?

—La depresión de costumbre y… Eh, no, no es depresión. ¡Es agitación! Qué demonios, padre, se supone que debe estar deprimido a esta hora de la mañana.

—Lo siento —dijo el padre Christie mansamente. Las comisuras de sus labios temblequeaban—. ¿Estropea eso su programa para mí?

—Esta máquina puede compensarlo —dijo riendo el técnico—. Casi lo ha hecho ya. Estamos preparados si usted lo está, padre.

—Cuando quiera —dijo el sacerdote. No sonaba a cierto.

—Elszabet, ¿lista?

—No, espera. Mira las líneas allí, en la pantalla dos. Ha sobrepasado el grado de ansiedad. Quiero hablar con él primero.

—¿Me quedo? —preguntó el técnico, sin denotar una gran preocupación.

—Ve a la Cabina B y prepara al señor Ferguson, ¿quieres? Déjame a solas con el padre un par de minutos.

—Naturalmente —dijo Lansford, y se marchó.

El sacerdote alzó la mirada hacia Elszabet, parpadeando como un escolar que se siente incómodo al ser reprendido.

—Me encuentro bien. Estoy bien, de verdad.

—No lo creo.

—No… No. No lo estoy.

—¿Qué sucede, padre? —preguntó ella amablemente.

—Es difícil de explicar.

—¿Tiene miedo del barrido?

—No. ¿Por qué habría de tenerlo? He pasado por el barrido de memorias un montón de veces con anterioridad, ¿no? —la miró con súbita incertidumbre—. ¿No?

—Más de un centenar de veces. Lleva usted aquí cuatro meses.

—Eso es lo que pensaba. Abril, mayo, junio y julio. El barrido no es nada nuevo para mí. ¿Por qué debería tenerle miedo?

—No hay razón. Es un instrumento de curación. Lo sabe.

—Sí.

—Pero las líneas aparecen por toda la pantalla. Algo le ha sobresaltado esta mañana, y debe de ser algo que le ha sucedido durante la noche, ¿verdad? Sus lecturas estaban bien ayer. ¿Qué ha sido, padre? ¿Un sueño?

Él se agitó, inquieto. Parecía empeorar por momentos.

—¿Podemos salir fuera, Elszabet? Creo que… un poco de aire fresco me sentará bien.

—De acuerdo. Estaba pensando lo mismo.

Elszabet le condujo a la parte trasera del pequeño edificio de madera y le hizo respirar profundamente. De pie, a su lado, ella era casi una cabeza y media más alta que él; pero también era más alta que muchos hombres. La diferencia de altura le hacía parecer un niño asustado, aunque era diez años mayor que ella. Podía sentir en él la necesidad física, la urgencia inarticulada de tocarla y el miedo de hacerlo. Tras un momento, ella le cogió de la mano. Iba contra las reglas del Centro ofrecer a los pacientes consuelo físico.

—Elszabet —dijo él—. Qué hermoso nombre. Y qué extraño. Casi como Elizabeth, pero no del todo.

—Casi húngaro, pero no del todo. Hubo una actriz húngara muy famosa en los lásers a mitad del siglo veintiuno, Erzsebet Szabo. Mi madre era su mayor admiradora, y me puso su nombre, pero se equivocó al deletrearlo. Ella nunca fue muy buena en eso.

Elszabet chasqueó la lengua. Le había contado la historia de su nombre al menos treinta veces antes. Pero, por supuesto, él lo olvidaba todo cada mañana, cuando la aplicación del tratamiento le borraba los recuerdos recientes y una cantidad indeterminada de otros recuerdos más antiguos.