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Charley sonrió y meneó la cabeza.

—¿Ves? Ahora es cuando empiezas a hacerme gracia, cuando te pones a hablar de esa forma y… —Se paró en mitad de la frase—. ¿No oyes algo ahí atrás, Tom?

—¿Oír qué?

—No, ya veo que no.

Charley se volvió hacia el lugar donde habían dejado la furgoneta. Mujer, que se encontraba calle arriba, vino corriendo y se detuvo, sofocado, al lado de Charley.

—Es la voz de Nicholas… pidiendo ayuda —dijo.

—Maldición.

Charley dio medía vuelta, y Mujer y los otros hicieron lo mismo. Dejaron atrás a Tom y corrieron en dirección a la furgoneta. Stidge pasó junto a Tom a la carrera, con los ojos desencajados y la navaja en la mano. Tom supo que había problemas, no cabía duda. Corrió tras ellos.

Nicholas seguía gritando. Tom alcanzó a ver a dos hombres con tejanos gastados y camisas blancas que corrían más allá de la furgoneta y disparaban rayos rojos mientras lo hacían. El cuerpo de Rupe yacía en la calle, boca abajo, y Nicholas disparaba resguardado por la furgoneta.

Cuando Tom llegó al lugar, todo había acabado. Los desconocidos estaban fuera de la vista y las armas ya no tronaban. Charley hacía entrechocar los puños, hecho una furia.

—¿Llegaste a verlos? —le preguntó a Nicholas.

—Eran los dos chicos de la granja, los que escaparon cuando Stidge mató a los padres.

—Mierda. Nuestra visita pacífica a San Francisco. Mierda. Mierda. ¿Rupe está muerto?

—Sí —respondió Mujer—. Tiene una quemadura que le atraviesa la barriga.

—Mierda. Está bien. Vamos tras ellos. Stidge, ya que nos metiste en esto, sígueles la pista. Si no los encontramos, volverán a sorprendernos y harán que caigamos uno a uno. Mueve el culo. Tienes que localizarlos. —Charley meneó la cabeza—. Ve. Ve.

Se volvió hacia Tom.

—¿Ves lo que te decía? Cuando empiezas a matar, tienes que seguir haciéndolo hasta terminar. —Palpó el brazalete láser de su muñeca—. Quédate en la furgoneta. Métete dentro y no abras a nadie, ¿me oyes, Tom? Volveremos. Maldición, ahora que todo iba tan bien…

Cuarta parte

Cuando he trasquilado mi cara de cerdo y bebido mi barril de un trago, en una taberna me he jugado la piel como un traje de aspecto dorado. La luna es mi dama constante, y el humilde búho mi especie, el flamante pato y el cuervo nocturno hacen música para mi pena. Y mientras, canto: «¿Hay comida, alimento, alimento, bebida o ropa? Vamos, dama o doncella, no tengas miedo. El Pobre Tom no estropeará nada».
La Canción de Tom O’Bedlam

1

La tarde había sido tranquila para Elszabet. Había cenado sencillamente a eso de las siete en el comedor del personaclass="underline" ensalada, pescado al horno y una botella de vino blanco de uno de los viñedos cercanos. Compartió la mesa con Lew Arcidiacono —quien hacía la mayor parte del trabajo de mantenimiento mecánico y electrónico del Centro—, su novia Rhona, quien era ayudante de Dante Corelli en el departamento de terapia física, y Mug Watson, el jefe de los celadores. Ninguno parecía encontrarse de humor para conversar, a lo que Elszabet no puso reparos. Después, se dirigió a la sala de recreo y escuchó los conciertos de cuerda de Bach con acompañamiento holovisual durante una hora o así, y a eso de las nueve y media se encaminó a su habitación en el otro lado del Centro. Una tarde tranquila, en efecto.

Por la tarde, las cosas siempre eran así para Elszabet. Por regla general, las últimas sesiones con los pacientes tenían lugar a las cinco: consultas finales, revisiones periódicas, intervención si había surgido alguna crisis, y cosas por el estilo. Le gustaba reunirse brevemente con miembros del staff para verificar problemas especiales, suyos o de los pacientes. A las seis y media, generalmente, la jornada de trabajo terminaba, y empezaba la parte social del día, como ahora. Para Elszabet esa parte nunca tenía mucha importancia. Primero una cena temprana —no tenía compañeros regulares de cena, se sentaba en cualquier mesa que tuviera un espacio libre—, seguida de una hora o dos en el salón de recreo para ver una película o un cubo, o nadar un poco en la piscina, y luego volvía a su habitación. Sola, por supuesto. Siempre sola, por elección propia. Leería durante un rato, o escucharía música, pero invariablemente apagaría la luz antes de medianoche.

A veces se preguntaba qué pensarían los demás de ella, una mujer atractiva reservándose tanto. ¿Pensarían que era peculiar y solitaria? Bueno, tenían razón. ¿Pensarían que era antisocial, o esnob, o asexual? ¿Una zorra altiva? Bien, aquí se equivocaban. Se reservaba tanto porque eso era lo que quería en estos días. Lo que necesitaba. Quienes la conocían mejor lo comprendían. Dan Robinson, por ejemplo.

No intentaba despreciar a nadie. Solamente quería concentrarse en sí misma, descansar, darle a su espíritu cansado tiempo para sanar. De alguna manera, era un paciente igual que el padre Christie, o Nick Doble Arcoiris, o April Cranshaw. Después de varios años de vivir al borde de la depresión, había aceptado el puesto en el Centro Nepente tanto para curarse ella misma como para todo lo demás. La diferencia era que en lugar de pasar cada mañana por el barrido de memorias para que las disonancias pudieran ser borradas de su alma y una nueva personalidad más sana pudiera formarse en los espacios en blanco, intentaba hacerlo a su manera, viviendo cautelosamente, poniendo en orden sus debilitados recursos internos, dejando que su fuerza volviera gradualmente.

Este lugar, para ella, era un santuario. La vida fuera del Centro la había llenado de incertidumbre, de tensiones, de miedos, del conocimiento de que el mundo que les había sido entregado era un juguete roto, y en peligro de desmoronarse por completo. De esto trataba en realidad el síndrome de Gelbard, había decidido: del conocimiento de que la vida hoy día se vivía al borde del abismo. Las preocupaciones por los horrores de la guerra atómica, los destellos de luz terrible, las ciudades arrasadas y la carne derretida…, y entonces llega la guerra atómica, pero no con bombas, sino muy tranquilamente, con su ceniza radiactiva letal, bastante menos espectacular pero mucho más insidiosa; grandes extensiones de tierra arruinadas para siempre mientras la vida continúa de una manera ostensiblemente normal fuera de los lugares afectados. Las naciones se caen a pedazos cuando toneladas de ceniza caliente son esparcidas por sus territorios. Hay emigraciones, sublevaciones políticas, ruptura de comunicaciones y transportes y desorden civil. Las sociedades se desmoronan. La gente se desmorona.

Éstos eran tiempos apocalípticos. Algo malo había sucedido, y todos creían que probablemente sucedería algo peor, pero nadie sabía qué. Aquellos tiempos horripilantes ¿eran sólo el preludio? ¿Quién lo sabía? ¿Eran causa o efecto? ¿Iba todo el mundo a volverse loco? ¿Estaba todo el mundo loco ya? Elszabet se consideraba en mejor forma que la mayoría, y por eso estaba aquí como médico y no como paciente. Pero no se engañaba. En este mundo roto y mutilado siempre existía el riesgo. Podía caer en el precipicio como el padre Christie, o April, o Nick. Sobrevivía por la gracia de Dios, pero no sabía cuánto tiempo más aguantaría la gracia. Por eso, hoy día se movía por la vida con cuidado, como quien cruza un campo repleto de minas explosivas. Lo último que necesitaba ahora era una perturbación de cualquier tipo, una aventura emocional. Que otros tengan sus apasionados asuntos amorosos, pensaba. Que otros ganen y otros pierdan.