A su alrededor, la luz verde se hacía más densa, más espesa. Estaba envuelta en ella. El aire parecía casi tangible. Tan cálido… Tan suave… Tan verde, tan verde, tan verde…
De repente se notó desasosegada, se dio la vuelta, gimió. A través del verdor pudo divisar una distante señal de luz amarilla, y ese brillante rayo la llenó de preocupación y de un vago temor. Una voz en su interior la urgía a regresar, y al cabo de un momento la reconoció como la suya propia. Debes tener cuidado, se dijo. ¿Sabes adonde vas? ¿Sabes lo que te sucederá allí? Qué tentador es eso. Qué seductor. Pero ten cuidado, Elszabet. Si vas demasiado lejos, puede que no consigas salir.
¿O ha sucedido eso ya? Quizás ya estés demasiado dentro. Quizás ya no puedas salir. Tocó de nuevo el poema, y otra vez la luz verde brotó de él, y el poeta sonrió, y los cristalinos aplaudieron y susurraron su nombre. Qué verde es todo, pensó Elszabet. Qué maravilloso. Tan verde, tan verde, tan verde…
2
Así que iban a matar de nuevo.
Tom no se sobresaltó por eso. Aunque seguía sin gustarle, comprendía que si viajaba con asesinos, tenía que esperar que mataran. «No matarás», decía claramente la Biblia. No se podía discutir un mandamiento como ése. Pero, naturalmente, en tiempo de guerra ese mandamiento se suspendía. Tom se dijo que esto era una especie de guerra, en que cada hombre peleaba contra los demás. Tal vez.
Se sentó en la parte delantera de la furgoneta, mirando el cuerpo de Rupe en el asiento trasero. Rupe parecía dormido. Tenía los ojos cerrados y su cara estaba en paz. Tenía la cabeza algo caída hacia delante. Prácticamente se le podía oír roncar. Mujer y Charley lo habían colocado así, y Stidge lo había cubierto con una manta para tapar la quemadura láser que le atravesaba la camisa y el vientre y salía por la espalda. Sí, realmente parecía dormido. Además, Rupe nunca tuvo mucho que decir cuando estaba vivo.
Y ahora habían salido a matar de nuevo. Una vida por otra; dos vidas, en realidad. No, no era eso, pensó Tom. No es sólo venganza. Iban a matar porque era la única forma en que podían considerarse a salvo con aquellos dos chicos huídos. En tiempo de guerra hay que eliminar a los enemigos.
Tal vez no conseguirían encontrar a los dos chicos de la granja, pensó Tom. La ciudad tenía un millón de callejones, un millón de escondrijos. Esos chicos podían ocultarse en cualquier parte. Tenían cinco minutos de ventaja, ¿no? Bueno, dos o tres minutos. Así que a lo mejor conseguían escapar. Era una lástima tener que matar ahora, cuando los Últimos Días estaban tan cercanos, cuando el Cruce estaba a punto de comenzar. Si te morías ahora, te perderías el Cruce. Sería una pena perdérselo y quedarse aquí, en el suelo de la Tierra, para pudrirse con todos los otros muertos de antes, ahora que todo el mundo iba a encaminarse a los cielos. Perdérselo en el último minuto, pobres chicos.
—¿Rupe? —dijo Tom—. ¿Me oyes, Rupe?
Atrás todo permanecía tranquilo. Tom sacó su piano de bolsillo y tocó unas cuantas notas, en busca del tono adecuado.
—¿Te importa que cante, Rupe?
A Rupe parecía no importarle.
—De acuerdo —dijo Tom, y cantó:
—¿Habías oído eso antes, Rupe? Seguro que no.
Oyó algo, como si alguien se moviera al otro lado de la furgoneta, pero no se molestó en mirar. ¿Tan pronto estaba Charley de vuelta? Tom se encogió de hombros y continuó cantando.
Otra vez el ruido. Y una voz furiosa.
—¡Abre de una vez la maldita puerta! ¡Abre!
Tom frunció el ceño, se inclinó hacia delante y echó un vistazo. Vio a un desconocido allí fuera, un hombre bajo de pelo rubio y rizado, barba dorada y fríos ojos azules. El desconocido parecía preocupado por algo. Tom se preguntó qué debía hacer. Quédate en la furgoneta, había dicho Charley. No le abras a nadie.
Tom sonrió, asintió y se apartó de la ventana. Empezaba a sentir que venía una visión: el habitual rugido en su mente, el silbido del viento. La luz de extraños soles, azul, blanca, naranja, inflamaba su cerebro.
Sin embargo, aún podía oír la voz enfadada del hombre.
—Mueve esta furgoneta o tendré que volarla. ¿Quién demonios te dijo que se puede aparcar aquí? ¿Dónde está tu jodido permiso? —El hombre golpeaba la puerta de metal—. Eh, esta furgoneta ni siquiera tiene licencia. ¿Quieres abrir de una puñetera vez?
—Aquí está el Magistrado del Imperio —dijo Tom suavemente—. Ese resplandor, esa luminosidad que flota en el aire. No puedes verle, ¿verdad? Bueno, verles, en realidad. Es una entidad, tres almas en una. ¿Puedes sentir el poder? Un Magistrado como ése tiene el poder de hacer y deshacer. Entre los guerreros Sorgaz se cuenta que en la época de la caída Theluvara, en la Gran Abdicación, lo único que se alzaba entre los Sorgaz y la Fuente de la Fuerza era un Magistrado del Imperio, y que habrían sido engullidos si no hubiera sido por… Oh, mira qué maravillosos colores. ¡Mira!
—¡No puedo oír lo que dices, jodido idiota! Abre la maldita puerta si quieres decirme algo.
Tom sonrió y no dijo nada. Se iba más y más lejos a cada momento. La furiosa voz continuaba:
—… Por los poderes que la Ciudad y el Condado de San Francisco y la Autoridad de Vigilancia en las calles me han investido, declaro a esta furgoneta en violación del artículo ciento diecisiete del Código Civil, y por tanto…
Entonces, una voz familiar.
—Tranquilo, camarada. Ya nos marchábamos. El amigo que está dentro no puede conducir por razones médicas.
Charley.
Tom se esforzó por recuperar la conciencia del mundo que le rodeaba. El sol azul se desvaneció, y el blanco, y el naranja.
—Está bien —dijo Charley—. Puedes dejarnos entrar, Tom.
Tom vio a Mujer y a Stidge junto a Charley. Al otro lado de la calle estaban Nicholas, Choke, Tamal y Buffalo. Había con ellos dos hombres jóvenes, que parecían asustados. Los chicos de la granja. Malo, pensó Tom. Malo.
—Este hombre… —dijo, inseguro—. Estaba golpeando la furgoneta. Yo no sabía…
—Está bien. Abre.
Tom se extrañó de que Charley no abriera la puerta él mismo. Tenía la llave, ¿no? Pero Charley empezaba a parecer impaciente. Tom tiró del seguro y cuando la puerta se descorrió, Charley saltó hacia atrás y Mujer y Stidge aprisionaron rápidamente al hombre de pelo rubio y lo empujaron dentro, arrojándolo boca abajo sobre el suelo.
—Qué demonios —dijo el hombre, con voz apagada—. Soy oficial de los Vig…
Stidge le golpeó con algo en la nuca y el hombre se quedó quieto.
Entonces los demás irrumpieron en la furgoneta, Charley, Nicholas, Choke, Tamal, Buffalo y los dos chicos de la granja.
—¡Vale, vámonos, Mujer! —ordenó Charley—. No podemos quedarnos aquí.
Mujer corrió a colocarse al volante y la furgoneta se alejó flotando calle abajo.
—¿Qué quería? —le preguntó Charley a Tom—. ¿Qué trataba de decirte?