—No estoy seguro. Algo sobre no poder aparcar. Y no tener una licencia. Golpeaba la puerta, pero me dijiste que no dejara entrar a nadie, y entonces volviste y…
—Entonces es un poli de verdad —murmuró Charley—. Un maldito vigilante.
Buscó en el bolsillo del policía y encontró una pequeña computadora, se la acercó al oído, escuchó durante un momento y asintió. Entonces la pisó y la rompió en pedazos.
—Ahora está fuera de contacto. Pero tenemos que deshacernos de él. ¡Deshacernos de un poli! ¡Mierda!
—Dejas al loco a cargo de la furgoneta, y ya ves lo que pasa —dijo Stidge.
—Está bien.
—Tampoco fue muy buena idea aparcar allí —continuó el pelirrojo.
—Está bien. ¡Está bien!
—¿Adonde quieres que vayamos? —preguntó Mujer.
—Dobla a la izquierda. Luego sigue recto hasta que veas las indicaciones al Puente Golden Gate, sigue por ahí y dirígete al norte, a la salida de la ciudad. Y conduce despacio. Lo último que nos hace falta ahora es que nos detenga una patrulla de tráfico. —Meneó la cabeza—. Maldición, vaya lío.
—¿Nos vamos de San Francisco, tan rápido? —dijo Tamal.
—¿Te apetece quedarte? Tenemos a bordo un muerto, un poli secuestrado, dos tipos de los que tenemos que deshacernos, ¿y todavía quieres quedarte? ¿Nos registramos en un hotel y le ofrecemos una fiesta al alcalde? Por Dios, Tamal. Por Dios.
—Eso de ahí es la indicación al puente, ¿no? —preguntó Mujer.
—¿Qué crees que dice? —repuso Charley—. Puente Golden Gate, grande como la vida.
—No estaba seguro de que dijera eso.
—Mujer tiene problemas para leer —dijo Stidge—. No aprendió muy bien, ¿eh?
—Chinga tu madre —contestó Mujer en español—. ¡Pija! ¡Hijo de puta!
—¿Qué es lo que dice? —preguntó Stidge.
—Que le gusta mucho tu pelo rojo —dijo Charley.
—Si no nos quedamos en San Francisco —preguntó Buffalo—, ¿adonde vamos a ir entonces, Charley?
—Te lo diré más tarde. Mujer, cuando salgas del puente toma la primera desviación y síguela hasta que llegues a una carretera comarcal. Entonces dirígete a la playa. —Meneó otra vez la cabeza y se la golpeó con la palma de la mano abierta—. Mierda, mierda, mierda. Podíamos habernos quedado en San Francisco, y ahora mira… No recuerdo haber estado nunca en un lío parecido.
—¿Es ésta la carretera?
—Sí. Detente aquí.
Tom intervino.
—Los Últimos Días están casi sobre nosotros. Pronto será el Tiempo del Cruce —dijo—. Perdónalos, Charley. No les prives del Cruce.
—Ojalá pudiera, Tom. Pero no es posible —dijo Charley tristemente. Luego se dirigió a los otros—. Está bien, sacadlos de la furgoneta. Ponedlos junto a la carretera.
El policía aún yacía boca abajo, quejándose un poco. Stidge lo arrastró al exterior. Nicholas y Buffalo hicieron lo mismo con los dos muchachos, que se apretujaron el uno junto al otro, temblando. Uno de ellos se había mojado los pantalones. Tenían dieciocho o diecinueve años, pensó Tom.
—«Y en Su mano tenía siete estrellas, y de Su boca salió una espada de dos filos, y Su semblante era brillante como el sol. Y cuando Le vi, caí a Sus pies como muerto. Y Él posó Su mano en mí y me dijo: No temas, pues soy el primero y el último. Soy el que vive y había muerto, el que vive para siempre, y tengo las llaves del infierno y de la muerte».
—Ya basta por hoy, Tom. Ponedlos en fila junto al barranco. Eso es. Quitaos de en medio.
Charley ajustó su brazalete láser y disparó tres veces, primero al policía, luego al chico mayor, por fin al otro. Ninguno emitió el menor sonido mientras morían.
—Hijos de puta… —murmuró—. Vaya lío innecesario. Vale, arrojadlos al barranco.
Choke y Buffalo arrojaron el cuerpo del vigilante. Nicholas, Mujer, Tamal y Stidge se encargaron de los otros dos.
—Ahora a Rupe. Llevadlo un poco más abajo del camino y arrojadlo también.
Choke levantó la mirada, sorprendido.
—Por el amor de Dios, Charley…
—¿Qué quieres hacer, llevarlo con nosotros como recuerdo? ¿O darle sepultura? Vamos, arrojadlo. Y vámonos de aquí.
—¿Nos dirás adónde?
—Sí, ahora que no nos oyen puedo decírtelo, Buffalo. Nos vamos al norte, al condado de Mendocino. Hay montones de bosques y buenos lugares para escondernos, porque eso es lo que necesitamos ahora. Nos hace falta escondernos, y bien.
Se detuvo y contempló a Nicholas, Tamal y Stidge sacar el cuerpo de Rupe de la furgoneta y arrojarlo por el barranco a los densos matojos de más abajo.
—Bien. Vámonos de aquí.
—¿Nos llevamos al loco? —preguntó Stidge—. ¿No supone correr un riesgo, con lo que ha visto?
—Él viene con nosotros adondequiera que vayamos. ¿Verdad, Tom? Tú te quedas con nosotros.
—«Yo soy el Alfa y el Omega, el principio y el fin, dice el Señor» —recitó Tom, temblando un poco, aunque hacía más calor que en San Francisco—. «El que es, el que fue, el que será», el Todopoderoso.
—Está bien, Tom —dijo Charley suavemente—. Está bien. Vámonos ya. Entra en la furgoneta. Entrad todos.
3
—¡Dios mío, qué calor! —exclamó Jaspin, sorprendido, mientras la caravana tumbondé comenzaba a fluir de las montañas al ancho llano del Valle de San Joaquín.
Se encontraba en medio de una estancada y apocalíptica masa de aire chirriante, que era demasiado caliente para poder respirar siquiera. El viejo coche de Jaspin iba el tercero en la larga procesión, justo detrás del par de autobuses que albergaban al Senhor, la Senhora y la Hueste Interna.
—No lo puedo creer —insistió—. Es increíble este calor. ¿Dónde diablos vamos, al Sahara?
—A Bakerfield —dijo Jill—. Estamos un poco al sur.
—Lo sé, pero… esto es como el Sahara. Como dos Saharas juntos. Cristo, si de verdad vamos al Polo Norte, ojalá estuviéramos un poco más cerca.
Parecía que el cielo iba a estallar en llamas. Era como si todo el calor del valle hubiera venido rodando como una pelota al rojo vivo y hubiera golpeado contra la pared de las montañas Tehachapi y estuviera allí esperando el momento de tragárselos.
—Creo que vamos a detenernos para acampar —dijo Jill—. ¿Ves? Las banderas están en alto.
—Sólo son las tres.
—No importa. Mira el autobús del Senhor. Las banderas están izadas.
Ella tenía razón. Jaspin se asomó por la ventanilla y vio a un par de hombres del tumbondé en lo alto del autobús principal izando los chillones estandartes que eran la señal para detenerse y acampar. El autobús giró a la izquierda y se salió de la calzada, dirigiéndose a campo abierto. El segundo vehículo le imitó. Jaspin, encogiéndose de hombros, hizo lo mismo, y toda la extraña caravana de autobuses, coches, carretas y camiones que habían venido arrastrándose como un gigantesco ciempiés detrás de él, uno a uno, giraron a la izquierda, siguiendo al Senhor Papamacer.
Jaspin aparcó junto al segundo autobús, el negro y naranja donde viajaban los once miembros de la Hueste Interna y la mayoría de las estatuas de los dioses. Se dio la vuelta, se cubrió los ojos con la palma de la mano para protegerse del sol de la tarde, y recorrió con la mirada la línea de vehículos que se estiraba hasta las montañas de donde acababan de descender. Probablemente la caravana continuaba sin interrupción hasta Gorman como mínimo, quizá incluso hasta más allá de Tejón Pass o hasta Castaic.
Increíble. Increíble. Todo este asunto es completamente increíble, pensó. Y para él, uno de los aspectos más insólitos era su propia presencia aquí, en la cabeza de la procesión, tras la Hueste Interna. Estaba aquí como observador, claro, como antropólogo. Pero eso solamente era la mitad, quizás menos de la mitad. Sabía que estaba aquí también como seguidor del Senhor. Se había rendido: había aceptado el tumbondé, y se dirigía al norte para esperar la apertura de la puerta y la llegada de Chungirá-el-que-vendrá. La noche pasada, mientras dormía junto al coche en una calle desolada de lo que alguna vez había sido Glendale o Eagle Rock, había tenido una visión de uno de los nuevos dioses moviéndose serenamente en un mundo donde el cielo y todo a su alrededor era verde; y el dios, aquella fantástica criatura brillante, le había saludado por su nombre y le había prometido una gran felicidad después de la transformación del mundo.