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Qué extraño es todo esto, pensaba Jaspin.

—Mira eso —dijo—. ¡Es la horda mongol en plena marcha!

—No me gusta que hables así, Barry.

—¿He dicho algo malo?

—La horda mongol. No tiene nada que ver con esto. Ellos eran invasores, saqueadores dañinos. Esta es una procesión santa.

Jaspin la miró, sorprendido. Ella estaba cubierta de sudor, y brillaba. Su camiseta empapada, casi transparente, dejaba entrever sus pezones. Los ojos le brillaban de modo desafiante. El brillo del auténtico creyente, pensó Jaspin. Se preguntó si sus ojos también habrían brillado así alguna vez. Lo dudaba.

—¿O acaso no es santa? —preguntó Jill.

—Sí, claro que lo es.

—Hablas tan irreverentemente algunas veces…

—¿De veras? No puedo evitarlo. Mi educación antropológica, supongo. No puedo dejar de ser un observador imparcial.

—¿Incluso aunque creas?

—Incluso así.

—Lo siento por ti.

—Vamos, olvídalo…

—No me gusta cuando haces chistes sobre lo que pasa. La horda mongol, y todo eso.

—Está bien. Soy un impertinente. No puedo evitarlo, debe de estar en mis genes. Llevo en la sangre cinco mil años de impertinencia.

Estiró la mano y trató de alcanzarla, tocándola ligeramente con la yema de los dedos. Ella se apartó, como venía haciendo últimamente.

—Vamos, Jill. Ya te he dicho que lo siento.

—Si esto es la horda mongol, entonces tú también formas parte de los mongoles. No lo olvides.

Jaspin asintió.

—Está bien. No lo olvidaré.

Ella se dio la vuelta y entró en el coche. Salió un segundo después con una botella de agua, de la que tomó un largo trago sin ofrecerle nada. Entonces se alejó y se quedó mirando el autobús del Senhor Papamacer.

La nueva Jill, pensó Jaspin.

Se había dado cuenta de que había habido un sutil cambio en su actitud hacia él desde que habían salido de San Diego con la caravana tumbondé. O quizás no había sido tan sutil. Ella se había enfriado, se había vuelto muy distante. Ahora era mucho menos tímida, mucho menos dubitativa y servicial, mucho más segura de sí misma. Ya no había más gratitud hacia el maravilloso y erudito doctor Barry Jaspin, de la UCLA, que tan gentilmente le permitía merodear a su alrededor. No más ojos abiertos, no más considerarle como si fuera el custodio de toda la sabiduría humana. Y el sexo entre ellos, que había sido tan libre y tan fácil el primer par de semanas, se desvanecía rápidamente; ya casi no existía.

Bueno, Jaspin sabía que eso era inevitable. Le había pasado antes con otras mujeres. Era humano, después de todo, hecho con pies de barro hasta las cejas, como todo el mundo, y ella tenía que descubrirlo tarde o temprano. Empezaba a ver que era menos maravilloso de lo que sus fantasías le habían hecho creer, y empezaba a mirarle de forma más realista.

Muy bien. Ya se lo había advertido. No soy la noble figura romántica e intelectual que crees, le había dicho. También podría haber añadido que no era el maravilloso amante que imaginaba, pero no hacía falta; había tenido tiempo de descubrirlo por sí misma. Muy bien. Muy bien. No era tan extraordinario ser adorado, especialmente cuando no había una base real. Pero había algo más, algo que le asustaba. Ella era aún, básicamente, una adoradora de corazón, una personalidad dependiente; lo que había hecho era cambiar su dependencia hacia él por la de los dioses tumbondé. El temor reverente que había sentido hacia él lo reservaba ahora para el Senhor Papamacer como Vicario en la Tierra de Chungi-rá-el-que-vendrá, según parecía.

Jaspin sospechaba que ella haría cualquier cosa que le pidieran los hombres del tumbondé. Cualquier cosa.

Se volvió de nuevo hacia el sur, hacia las altas montañas. Una interminable sucesión de vehículos todavía fluía valle abajo. Ésta era la quinta jornada de marcha, y la procesión había crecido día tras día. Habían tomado la ruta de tierra adentro para evitar problemas con el tráfico y las autoridades de las grandes ciudades costeras, atravesando sitios como Escondido, Vista y Corona, y rodeando la parte oriental de Los Ángeles. Era un viaje lento, con paradas frecuentes para rituales, oraciones y enormes comidas comunitarias. Y costaba una eternidad arrancar de nuevo cuando se daba la orden de volver a la carretera. Jaspin imaginaba que el grueso de los que estaban aquí eran gente que formaba parte de la caravana desde San Diego —el tumbondé no era muy conocido fuera de la mitad meridional del condado de San Diego, donde estaban las grandes poblaciones de refugiados—, pero a medida que la vasta procesión había seguido su rumbo, muchas otras personas se habían ido uniendo. Ahora podrían ser cincuenta mil. Incluso cien mil. Una auténtica horda mongol en marcha.

—Yas-peen.

Al darse la vuelta, vio a uno de los miembros de la Hueste, un tipo llamado Bacalhau. Ahora le resultaba más fácil diferenciarlos. A pesar del intenso calor, Bacalhau vestía el atuendo tumbondé completo, botas, pantalones y chaqueta, hasta el sombrero, o lo que fuera aquella especie de chata montera.

—El Senhor quiere verte —dijo Bacalhau. Luego miró a Jill—. A ti también.

—¿A mí? —preguntó ella sorprendida.

Jaspin también se sorprendió. No de que el Senhor Papamacer le convocara a una audiencia; lo había hecho ayer por la tarde, y dos días antes, repitiendo cada vez un largo monólogo que describía cómo habían penetrado en su alma las primeras visiones de Maguali-ga y Chungirá-el-que-vendrá hacía dos o tres años, y cómo había comprendido inmediatamente que era el profeta elegido de los nuevos dioses. Pero, ¿por qué a Jill? Hasta ahora, el Senhor no había dado muestras de que conociera su existencia.

—Ven —dijo Bacalhau— Venid los dos.

Los guió al autobús del Senhor. Estaba pintado con los colores de Maguali-ga, y llevaba las grandes estatuas de cartón piedra de Prete Noir el Negus y Rei Ceupassear a cada lado del parabrisas delantero. Había media docena de otros miembros de la Hueste Interna guardando la entrada cuando Jaspin y Jill se aproximaron: Barbosa, Cotovela, Lagosta, Johnny Espingarda, Pereira y uno que se llamaba Carvalho o Rodrigues, Jaspin no estaba seguro. Igual que Bacalhau, todos llevaban los atuendos tumbondé, aunque alguno se había aflojado el cuello de la camisa.

—Maguali-ga, Maguali-ga —dijo Lagosta. Parecía aburrido.

—Chungirá-el-que-vendrá —replicó Jill antes de que Jaspin pudiera formular la respuesta ritual.

Lagosta la miró con un destello de interés en los ojos, pero sólo por un momento. Miró a Jaspin fríamente, como diciendo: «¿Quién eres tú, lastimoso branco, triste simplón, para requerir tanta atención del Senhor Papamacer?». Jaspin le devolvió la mirada. Tu nombre significa langosta, pensó. Y el tuyo, Bacalhau, es bacalao. Vaya par de nombres tienen los santos apóstoles del profeta.

—Permiso —dijo Jaspin.

Los hombres de la Hueste Interna se hicieron a un lado, dejando sitio para que pasaran. Dentro del autobús el aire era denso y viciado, y había un acre olor a incienso. Habían retirado todos los asientos y dividido con cortinas el autobús en tres pequeñas habitaciones: una antecámara, una capilla en el centro, y habitaciones para el Senhor Papamacer y la Senhora Aglaibahi al fondo.