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—Esperad —dijo Bacalhau.

Hizo a un lado la gruesa cortina y entró en la capilla. La cortina se cerró tras él. Jaspin oyó que conversaban en portugués.

—¿Entiendes lo que dicen? —preguntó Jill.

—No.

—¿Qué crees que pasa?

Jaspin sacudió la cabeza.

—No tengo la menor idea.

Un momento después, Bacalhau reapareció con un par de miembros de la Hueste Interna que había dentro. Siempre había seis o siete de ellos alrededor del Senhor. Jaspin no podía decir si su papel era el de discípulos, el de guardaespaldas, o un poco de cada cosa. La Hueste estaba compuesta en su totalidad por jóvenes brasileños de piel oscura, once hombres ceñudos que lo mismo podían pasar por bandidos que por santos apóstoles. Había también unos cuantos africanos en los altos concejos del tumbondé, pero no parecían tener el mismo acceso al Senhor. Jaspin dudaba que fuera un asunto racial, ya que los brasileños eran tan negros como los africanos; posiblemente el Senhor Papamacer se sentía más a gusto con gente de su propia tierra natal.

—Entrad —dijo Bacalhau, haciendo un ademán.

Le siguieron al oscuro interior del autobús. A Jaspin le costaba trabajo respirar. Anoche, cuando había estado aquí, había parecido desagradablemente caluroso y maloliente, pero ahora, con el ardiente atardecer del Valle, era realmente sofocante. Todas las ventanas estaban cerradas, el humo de una docena de velones llenaba la capilla, y parecía que no había ventilación en absoluto. Jaspin estuvo a punto de vomitar. Miró desesperado a Jill, pero ella no parecía molesta por la suciedad de la atmósfera. Sus ojos tenían ese brillo otra vez. A Jaspin le asustaba verlo.

El Senhor Papamacer estaba sentado con las piernas cruzadas, esperando, en el fondo del autobús. A su izquierda, junto a la pared lateral, estaba la Senhora Aglaibahi, la madre divina y diosa viviente. La larga y estrecha cámara estaba decorada de manera similar a la habitación en la que el Senhor se había entrevistado con Jaspin en Chula Vista: la oscuridad, las velas, las cortinas, la estera roja y verde, las pequeñas imágenes de madera de Maguali-ga y Chungirá-el-que-vendrá.

El Senhor hizo con la mano izquierda un leve gesto de saludo. Sus ojos se posaron en Jill. La estudió sin hablar durante lo que pareció una eternidad.

—La mujer —le dijo por fin a Jaspin—. ¿Es tu esposa?

Jaspin se ruborizó.

—Ah…, no. Una amiga.

—Pensé que era tu esposa. —El Senhor parecía contrariado—. Pero… ¿viajáis juntos?

—Como amigos —contestó Jaspin, preguntándose dónde quería llegar.

Miró a Jill, pero ella parecía encontrarse en otro mundo.

—¿Sabes?, tengo el poder de haceros marido y mujer ante los dioses. Lo haré.

Aquello cogió a Jaspin desprevenido. Sus mejillas se tornaron aún más rojas. ¿Qué demonios era esto? ¿Casarse?¿Con Jill?

—Ehm… —dijo cautelosamente—. Creo que lo mejor es que ella y yo permanezcamos como amigos, Senhor Papamacer.

—Ah. Ah. —Jaspin sintió un frío torrente de desaprobación surgir tras los rasgos atemporales e inexpresivos del Senhor Papamacer—. Como quieras. Pero es bueno ser marido y mujer.

Hizo otro gesto apenas perceptible, esta vez hacia la silenciosa Senhora Aglaibahi. Jaspin siguió su mano con la mirada. La Senhora Aglaibahi se sentó sin moverse, apenas parecía respirar. Se asemejaba a una figura de culto, más grande que la vida, algo hecho de piedra negra pulida; una de esas diosas hindúes, pensó Jaspin, toda pechos y ojos. Llevaba una especie de vagosan de muselina blanca colocado de manera tal que mostraba ampliamente los ondulantes globos de sus pechos, y los suaves pliegues de su vientre. Su piel oscura brillaba a la luz de las velas como si estuviera untada de aceite. Después de una semana entre esta gente, la Senhora, una mujer voluptuosa que lo mismo podría tener treinta años que cincuenta, todavía constituía un misterio para Jaspin. La mitología tumbondé sostenía que era virgen, pero había algo más en las enseñanzas acerca de la habilidad de los dioses y diosas para restaurar su virginidad tan a menudo como desearan, y Jaspin dudaba que el Senhor y la Senhora vivieran juntos en castidad. Al mirarla, la Senhora sonrió. De repente, Jaspin se imaginó siendo atraído hacia esos pechos de pezones oscuros y bebiendo la leche de la Senhora Aglaibahi.

—Seré su esposa si eso es lo que deseas, Senhor Papamacer —dijo Jill, sorprendentemente.

—Eh, espera un…

—Es buena cosa, sí, ser marido y mujer. ¿No quieres, Yas-peen?

Jaspin vaciló y no replicó. Se sintió como si hubiera dado un paso en el camino de una apisonadora. Casarse con Jill era la última cosa del mundo que podría haberse imaginado, cuando había entrado aquí cinco minutos antes.

—Si quieres obtener mayores conocimientos, Yas-peen, debes adentrarte en los misterios. Y para eso debes realizar el matrimonio.

Oh, así que es esto, se dijo Jaspin.

Entonces empezó lentamente a comprender. Las cosas habían empezado a volverse un poco irreales, pero ahora tenían sentido de nuevo. Esto es terreno místico, pensó. El Senhor habla del matrimonio sagrado, el hieros gamos, el antiguo y primordial rito de la fertilidad. Si quieres aprender los secretos internos, debes pasar por la iniciación. No hay dos opciones. Jill debe de haberlo entendido de manera intuitiva. O quizás, sencillamente, es mejor antropólogo que tú.

Claramente, el Senhor Papamacer esperaba una respuesta, y sólo una respuesta era aceptable. La apisonadora había pasado, y él había quedado aplanado como un gusano.

Se sintió indefenso. De acuerdo, pensó. De acuerdo. Trágatelo, se dijo. Alégrate, alégrate, no tienes elección.

En el tono más humilde, añadió:

—Me pongo en manos del Senhor.

—¿Tomarás a esta mujer en matrimonio?

Sí, sí, lo haré, claro que lo haré, intentó decir. Lo que a ti te plazca, Senhor Papamacer. Pero no pudo encontrar las palabras. Se volvió hacia Jill. Sus ojos brillaban nuevamente. Pero no por mí, pensó Jaspin. No por mí.

Meneó la cabeza. Por el amor de Dios, pensó, ¿de verdad voy a casarme con ella? ¿Ahora? ¿Con esta flacucha shiksa de pelo andrajoso, con esta fanática, con esta pelandusca? La idea era increíble. Todo se rebelaba dentro de él. Una voz en su interior chillaba: ¿Qué carajo estás haciendo, hombre? Me pongo en manos del Senhor. ¿Qué? ¿Casarse? ¿A los cinco segundos de la noticia? ¿Con ella?

Se imaginó la escena cuando la llevara a casa de sus padres. Papá, mamá, ésta es mi esposa, la señora de Barry Jaspin, de verdad. He pasado toda mi vida esperando la compañera ideal y aquí está. Sé que os encantará. Sí. Sí.

Y entonces pensó: deja de hacer el gilipollas. Esto no es legal. No significará nada fuera de este autobús. Puedes quitártela de en medio cuando quieras. Cásate y piensa que eso forma parte de tu investigación antropológica. Una ceremonia tribal que tienes que aceptar para que el jefe te deje continuar observando los demás ritos de la tribu.

Y entonces pensó: Olvídalo. Aparta tu mente de todos estos egoísmos y estos planes ventajosos. Si tienes alguna esperanza de entregarte a Chungirá-el-que-vendrá cuando se abra la puerta, debes obedecer en todo al Senhor Papamacer.

Jaspin se arrodilló y empezó a temblar. Por fin había llegado la verdad. Tal vez no lo hacía por amor, pero tampoco lo hacía por ninguna cínica intención oportunista. No. Aquello era solamente la racionalización que utilizaba para ocultarse a sí mismo lo que realmente sucedía. Pero ahora se obligó a admitir la historia auténtica. Lo hacía porque más que ninguna otra cosa anhelaba que su mente y su alma fueran poseídas por Chungirá-el-que-vendrá; y a menos que obedeciera al Senhor Papamacer en todo, eso no le ocurriría. Así que lo haría. Por el amor de Dios.