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—La tomaré, sí.

El destello de una sonrisa surcó los finos labios del Senhor Papamacer.

—Arrodillaos ante la Senhora —dijo—. Los dos.

4

La sala de conferencias ondulaba, se escurría, intentaba volverse verde. Elszabet inspiró profundamente y trató de conservar la calma. Sabía que estaba al borde de la histeria. Quizá debiera decirles que anoche tuve un sueño espacial y en cierto modo soy incapaz de liberarme de él, pensó, y al infierno con la profesionalidad.

No. No. Aguanta, se ordenó. No puedes derrumbarte delante de todo el mundo.

Se concentró de nuevo en la reunión. Resultó difícil, pero lo consiguió.

—Creo que todos estamos de acuerdo en que tratamos con algo muy difícil de comprender —dijo rápidamente, a modo de introducción—. Pero me parece que lo primero que tenemos que reconocer es que éste es un fenómeno que puede ser medido, cuantificado y delineado en términos puramente científicos. —Vaya, eso ha sonado bien.

Naresh Patel alzó la vista del fajo de papeles que estudiaba.

—¿Puede serlo? ¿Tabulaciones como éstas, quiere usted decir? ¿Frecuencias y distribuciones geográficas de los sucesos alucinatorios, escalas de similitud, análisis de imágenes, vectores cognitivos, correlación de las alucinaciones con el índice de estabilidad de Gelbard-Louit? Pero… ¿y si este fenómeno es totalmente inexplicable por medios científicos?

¿Y qué si no lo es?, pensó Elszabet. ¿Se supone que ahora tengo que decir algo?

Dan Robinson la rescató del apuro. Oyó su voz como si proviniera de una distancia muy grande.

—Llegados a este punto, ¿por qué deberíamos pensar que es inexplicable? Perdona mis prejuicios occidentales y materialistas, Naresh, pero sucede que creo que todo en el universo tiene una razón cuantificable… que no tiene por qué ser accesible al conocimiento humano, dado lo limitado de nuestras actuales técnicas de investigación, pero que existe de todas formas. Antes de la invención del espectroscopio, por ejemplo, habría sido una loca fantasía afirmar que alguna vez podríamos conocer de qué elementos estaban compuestas las estrellas. Pero para un astrónomo moderno no hay ningún problema en observar una estrella situada a cincuenta años luz de distancia, o a cinco mil millones, y decir con toda la autoridad del mundo que está compuesta de hidrógeno, helio, calcio, potasio…

—De acuerdo —dijo Naresh—. Pero pienso que es concebible que un astrónomo del siglo diecisiete aceptara la idea de que algún día sería posible descubrir tal información. Lo que faltaba era el espectroscopio: una cuestión de progreso tecnológico, refinamiento de la técnica, no un salto cuántico en la conceptualización. Y también estoy de acuerdo en que todos los sucesos tienen que tener una explicación. Decir lo contrario sería aceptar que el universo es una pura casualidad, y no creo que ése sea el caso.

La habitación se volvía verde de nuevo. Patel, Robinson, Bill Waldstein y los demás comenzaban a tomar una brillante textura cristalina. Elszabet podía oír lo que decían, pero no tenía idea de lo que aquello significaba. No estaba segura de dónde se encontraba, ni por qué.

—… pero solamente sostengo que los hechos que consideramos aquí —continuaba Patel— pueden tener una explicación que no encaje con los dogmas del pensamiento científico occidental, y por tanto no conseguiremos comprenderlos por medios medibles y cuantificables.

—Entonces, ¿qué es lo que dices, Naresh? —preguntó Bill Waldstein.

Patel sonrió.

—Por ejemplo, ¿y si esas múltiples alucinaciones compartidas no son alucinaciones en absoluto, sino los primeros signos de la llegada a nuestro mundo de la fuerza sobrenatural, el espíritu divino, la Deidad, si lo prefieren?

—¿Nos vas a convertir al hinduismo? —dijo Waldstein.

—No hay nada específicamente hindú en lo que he sugerido —replicó Patel en tono crispado—. Ni oriental, según mi modo de ver. Creo que si le preguntáramos al padre Christie sobre el tema de la Segunda Venida encontraríamos que hay elementos cristianos en el concepto, o judeo-mesiánicos. Lo que digo simplemente es que tratamos de abordar este tema de modo científico, cuando de hecho puede estar enteramente al margen del punto de vista de la técnica científica.

—Vamos, Naresh —intervino Dante Corelli—, ¿nos estás proponiendo que nos encojamos de hombros y esperemos a ver qué pasa? Eso sí que es un concepto hindú.

—Estoy de acuerdo con Naresh en un punto —cortó Dan Robinson—: cuando dice que esas múltiples alucinaciones no son alucinaciones en absoluto.

Bill Waldstein se echó hacia delante.

—Entonces, ¿qué crees tú que son?

Robinson se dirigió a la cabecera de la mesa de conferencias.

—¿Puedo contestar a eso, Elszabet?

Ella parpadeó.

—¿Qué, Dan?

—¿Puedo responder a la pregunta de Bill? ¿Puedo explicar ya mi idea acerca de lo que son realmente los sueños espaciales?

—Lo que son realmente… —repitió Elszabet. Estaba perdida. Se dio cuenta de que debía de haber estado deambulando por reinos muy distantes—. Sí. Sí, por supuesto, Dan —dijo instintivamente.

El Mundo Verde se encontraba más allá de la ventana. Suaves praderas, hermosos árboles sin hojas.

—¿Elszabet? ¿Elszabet?

—Adelante, Dan. ¿Qué pasa? Continúa.

Miró a su alrededor. Dan, Bill, Dante, Naresh. Dave Paolucci, del centro de San Francisco, al fondo de la mesa. Leo Kresh, de San Diego. Es una reunión importante. Tienes que prestar atención, pensó. Miró la superficie de la mesa. Que Dios me ayude. ¿Qué me está pasando? ¿Qué me está pasando?

—… el Proyecto Starprobe —decía Robinson—, que fue enviado a Próxima Centauri en el año dos mil cincuenta y siete, me parece, y que ahora podría estar produciendo una respuesta en forma de una señal emitida por los habitantes de ese mundo, una señal que incrementa su intensidad a medida que se acerca a la Tierra. Sugiero que una civilización altamente superior en el sistema de Alfa Centauri…, Próxima Centauri, ya lo saben, es una de las estrellas de ese sistema…, ha enviado posiblemente una sonda propia, utilizando una tecnología desconocida por nosotros hasta este momento pero no completamente improbable, para establecer contacto directo con las mentes humanas.

—Por el amor de Dios… —masculló Bill Waldstein.

—¿Te parece bien que termine lo que estoy diciendo, Bill? Esta señal, digamos, fue recibida al principio solamente por aquellos más sensibles a ella, lo que por alguna razón sucedió a los pacientes que sufren del síndrome de Gelbard en este sanatorio y en otros más. Pero a medida que la intensidad de la señal se ha incrementado, la incidencia de la receptividad se ha ampliado a un ancho segmento de la población humana, incluyendo, según tengo entendido, a gran parte de las personas de esta habitación. Si tengo razón, a lo que nos enfrentamos no es a una apidemia de ninguna nueva enfermedad mental, ni es, perdóname, Naresh, ningún tipo de revelación metafísica, sino un significativo momento histórico, la inauguración de comunicaciones con vida extraterreste inteligente, algo que no hay que temer ni…

—Hay un problema en eso, doctor Robinson —dijo, desde el fondo de la mesa, una nueva voz, tranquila, segura—. ¿Puedo intervenir un momento? ¿Doctor Robinson? ¿Doctora Lewis?