—Sí, claro. Justo lo que necesito… —Ferguson sonrió—. Bien, al menos no nos pasarán por el barrido mañana. No meterán sus malditos escalpelos electrónicos en mi cabeza. Dos o tres días lejos de esos malditos bastardos y a lo mejor empiezo a soñar, ¿no crees? ¿Qué te parece, Ale?
—El problema contigo es que lo deseas demasiado. Debes dejar de quererlo, si esperas conseguirlo ¿Lo entiendes, Ed?
—Parece muy sencillo.
—Hay un montón de cosas que son sencillas.
—Olvídalo. Puedo vivir sin esos malditos sueños. Me alegra estar lejos de ese lugar.
—A mí también —dijo ella.
Y le pellizcó el brazo, en lo que él supuso un ademán alegre y afectivo. Fue tan doloroso que durante un instante Ferguson se preguntó si se lo habría roto.
Estaban a unas tres horas del Centro, y aún faltaban otras tres para que oscureciera. El aire era todavía cálido, aunque había los primeros indicios de brisa nocturna. Estaban en un denso bosque de pinos, húmedo y refrescante a pesar de los largos meses de sequía del verano. Había ardillas por todas partes, y de vez en cuando algún tímido ciervo los observaba desde detrás de los grandes árboles.
Escapar había resultado fácil, como Ferguson esperaba. Después del almuerzo, durante el rato libre, se habían introducido en el bosque paseando sencillamente. No había nada fuera de lo común en eso. Seguir avanzando en su paseo era la parte inusitada. Se detuvieron en su escondite favorito para recoger la mochila que habían dejado allí el día anterior. La había llenado con manzanas, pan y algunas latas de zumo, y había introducido en su anillo registrador un detallado informe para que supiera dónde encontrarlo al día siguiente después de la sesión de terapia. Y ahora estaban de camino.
¡Cristo, qué bueno era sentirse libre! Fuera de la trena por fin. Bueno, el Centro no era exactamente como una prisión, pensó Ferguson, sino más bien una guardería estricta, pero a él tampoco le iban las guarderías, ni ningún sitio donde la gente tuviera que decirle doce o dieciséis veces al día lo que tenía que hacer.
Tenía un plan. Primero, llegar a Ukiah. Según decía su registro, ésa era una ciudad bastante aceptable de treinta o cuarenta mil personas. Toda una metrópoli en estos días posteriores a la Guerra, donde los niños eran escasos y la población menguaba y apenas alcanzaba un ochenta y cinco por ciento de lo que había sido en el siglo veinte.
Ferguson trató de imaginarse el mundo con toda esa cantidad de gente, cinco o seis millones en Los Ángeles solamente, todavía más en Nueva York. Decían que en la ciudad de México había dieciséis millones. ¿Podía uno creerlo? Ya no quedaba ninguno allí, nada, cero; todo el mundo se había dispersado cuando los nicaragüenses soltaron la ceniza. En Los Ángeles había tal vez un millón de habitantes, si contabas todas las ciudades desde Santa Bárbara a la Playa de Newport como parte de Los Ángeles.
Bueno, llegamos a Ukiah, pensó, buscamos un motel, nos arreglamos un poco, descansamos y nos reorganizamos. Entonces telefoneo a Lacy y le pido que me envíe dinero a San Francisco. Esperaba que ella tuviera suficiente para adelantarle algo a cuenta. Dios sabe que se hizo de buen oro cuando trabajaba para mí; debe de haber ahorrado lo bastante para prestarme algo. Él no llevaba nada, naturalmente. No hacía falta el dinero en el Centro, y no permitían a los internos manejarlo; cuando salía con permiso para pasar fuera el fin de semana, bastaba con mostrar una tarjeta de crédito allá donde se alojara. No querían que los internos estuvieran fuera de su alcance.
Él se mantendría, desde luego. Un par de días en Ukiah arreglando las cosas, luego Idaho —no hacía falta visado para entrar en Idaho, ¿no?—, y desde allí, después de seis semanas de residencia para hacerlo oficial, una petición para entrar en Oregón. Ahora había una especie de república en Oregón que incluía además la mitad del estado de Washington, y una vez cruzara la línea no habría manera de traerlo de vuelta a California. Era una cuestión de soberanía, y a juzgar por la forma en que los de Oregón trataban a los californianos, nunca extraditarían a nadie. Una vez en Oregón como base de operaciones, podría empezar a conseguir beneficios con el asunto de los sueños espaciales. No estaba aún seguro de cómo hacerlo, posiblemente una variante de la estafa de Betelgeuse Cinco, transmisión garantizada a los nuevos mundos, los sietes planetas que tanto se exhiben en sus sueños nocturnos, caballero. Sería de ayuda si pudiera ver los sueños, pero eso no era esencial mientras tuviera a Aleluya junto a él. De día y también de noche. Ese tremendo cuerpo de pantera cada noche…
—¡Eh! ¿Por qué tanta prisa?
La llamó. De repente ella había empezado a dejarlo muy atrás, apresurándose como si se le quemara la casa.
Ella se volvió y le envió una sonrisa maliciosa.
—¿Tienes problemas para seguir el ritmo, Ed?
—Ya sabemos que eres una forma de vida superior. No tienes que demostrar ese maldito punto. Ahora anda más despacio y caminemos juntos, ¿vale?
—Me apetece ir rápido.
—Vas a perderte. Puede que seas perfecta, pero no sabes adónde te diriges, ¿no? Vamos. Métete en la maleza. Tal vez te vuelva a ver, tal vez no.
Su risa flotó hacia él. Furioso, Ferguson empezó a caminar más rápido. Zorra, pensó. Desafiarle de esta manera… Era una auténtica zorra, pero tenía que admitir que era magnífica.
Nunca había conocido a una mujer como aquélla, y había conocido a un montón de mujeres. Tan alta y ágil, prácticamente de su propia estatura. Y tan hermosa: el pelo negro, esos pechos, esas piernas. Tan fuerte: los músculos latiendo bajo la piel satinada, esa aura de tremendo poder apenas oculto y tan extraña; nunca podía predecir lo que iba a hacer. Por la forma en que su mente trabajaba, había veces en que parecía una marciana. Una mujer de Betelgeuse Cinco.
Ferguson se preguntaba qué tipo de problemas le habrían conducido al Centro Nepente. Lo primero que te decían es que no podías discutir tus problemas con los compañeros pacientes; en el pasado era donde estaban las heridas, decían, y se suponía que había que dejar que se marcharan con el barrido. En la fase final del tratamiento la parte útil del pasado regresaría, y las heridas habrían desaparecido para siempre; por eso no era aconsejable hablar de dónde venía uno.
Ferguson había roto esa norma, por supuesto. Era un hábito para él romper todas las normas. Pero Aleluya no le había contado nada sobre las perturbaciones que la habían traído al centro. Habría sucumbido a la depresión, posiblemente, a aquel asunto del Gelbard, y quizá incluso habría matado a gente con las manos desnudas por diversión… Cualquiera fuera la razón, ella la guardaba para sí misma. Tal vez ni siquiera la conocía. Tal vez ya había expulsado todos los recuerdos con el tratamiento. Una mujer extraña. Pero hermosísima. Hermosísima.
No podía dejar que se alejara tanto. Estaba ya casi fuera del alcance de su vista. Empezó a trotar, respirando pesadamente. Poco después sudaba copiosamente. Ferguson se sorprendió al comprobar lo pronto que se quedaba sin respiración. Entonces empezó a notar el principio de dolor en el pecho, nada demasiado alarmante, solamente una leve presión. No era gran cosa. Pero le asustaba un poco.
Infiernos, pensó, jadeando y tosiendo, deberías ser capaz de ganarle a una chica, ¿no?
Te equivocas, se dijo. No seas gilipollas. Ésa no es una chica, es un ser artificial suprahumano, y te llevaba una ventaja de cien metros. Además, él tenía cincuenta años. No era ya exactamente un chaval. Era una locura intentar cazarla de esta manera.
Pero continuó igualmente. Su camisa estaba empapada, y el corazón le latía desbocado y sentía punzadas por todo el pecho, pero no podía permitir que lo humillara de esa forma.