—¿Qué le asustó anoche, padre?
—Nada.
—Pero se siente hoy reticente al barrido.
—Sí.
—¿Cómo es eso?
—¿Me promete no incluirlo en mis archivos?
—No sé. No estoy segura de poder prometerlo.
—Entonces no se lo diré.
—¿Es embarazoso?
—Podría serlo si llegara a la diócesis.
—¿Es asunto de iglesia? Bueno, en eso puedo ser discreta. Su obispo no tiene acceso a los archivos del Centro, ya lo sabe.
—¿De verdad?
—Sabe usted que sí.
Él asintió. Su cara recuperó un poco el color.
—Lo que pasa, Elszabet, es que anoche tuve una visión, y no estoy seguro de querer perderla con el barrido.
—¿Una visión?
—Una visión muy fuerte. Una visión sorprendente y maravillosa.
—El tratamiento podría borrarla. Lo hará, probablemente.
—Sí.
—Pero si quiere usted ser curado, tiene que entregarse totalmente al barrido de memorias. Perder lo bueno junto con lo malo. Más tarde, integrará su espíritu y se librará del barrido, pero por ahora…
—Lo comprendo. Aun así…
—¿Quiere contarme su visión?
Él se ruborizó.
—No tiene que hacerlo, pero podría servirme de ayuda.
—Está bien. Está bien.
Guardó silencio, preparándose. Entonces comenzó a hablar con un estallido desesperado.
—¡Lo que pasó, Elszabet, es que vi a Dios en los Cielos!
Ella sonrió, intentando parecer sincera y comprensiva.
—Debe de haber sido maravilloso, padre.
—Más de lo que puede imaginar. Más de lo que pueda imaginar nadie.
Estaba temblando de nuevo. Comenzó a llorar, y la huella húmeda de las lágrimas brillaba a lo largo de su cara.
—¿No se da cuenta, Elszabet, de que no tengo fe? No tengo fe. Si alguna vez la tuve, la perdí hace mucho tiempo. ¿No es patético? ¿No es un chiste? El payaso triste, el cura que no cree. La Iglesia es solamente mi trabajo, ¿no lo ve? Y ni siquiera en eso soy muy bueno, pero cumplo con mi diócesis, cumplo mis votos y practico mi profesión como un abogado o un contable practican la suya. Yo… —se recobró—. De cualquier forma, Dios vino a mí. No al Papa, ni al cardenal, sino a mí, que no tengo fe.
—¿Cómo fue la visión? ¿Puede describírmela?
—Oh, sí. Puedo. Era de lo más vívido. Había en el cielo una luz púrpura, y nueve soles brillaban como joyas, todos a la vez. Un sol naranja, uno azul, uno amarillo como el nuestro, toda clase de colores se cruzaban y se mezclaban. Las sombras eran fantásticas. ¡Nueve soles! Y entonces Él vino a mí. Le vi en su trono, Elszabet. Gigantesco. Majestuoso. Señor de señores, quién más podría haber sido, con nueve soles a Su alrededor. De Su frente irradiaba luz, gracia, amor. Más que eso: Santidad, la fuerza divina. Eso es lo que irradiaba. Sentí que veía a un ser de sabiduría y de poder, un Dios poderoso y terrible. Era abrumador. Yo sudaba, temblaba, pensaba que iba a tener un ataque cardíaco, tan maravilloso era.
Entonces, sin mirarla, con voz llena de vergüenza, añadió:
—Una cosa, ¿sabe? Se dice que estamos hechos a su imagen. No es así. No se parece a nosotros. Sé que vi a Dios. Estoy tan convencido de eso como de que Jesús es mi Salvador. Pero no se parece a nosotros.
—¿Y a qué se parece entonces?
—No sé decirlo. Ésa es la parte que no me atrevo a compartir, ni siquiera con usted. Pero no parecía humano. Espléndido, majestuoso, pero no… humano.
Elszabet no tenía idea de cómo responder a eso. Una vez más le dirigió una sonrisa cálida, animosa, profesional.
—Necesito conservar esa visión, Elszabet. Es algo por lo que he rezado toda mi vida: la presencia de lo divino iluminando mi espíritu. ¿Cómo puedo renunciar a eso ahora que lo he experimentado?
—Tiene que entregarse al barrido, padre. Le curará. Lo sabe.
—Lo sé, sí. Pero la visión, esos nueve soles…
—Quizás permanezcan después del tratamiento.
—¿Y si no permanecen? Creo que… quiero renunciar.
—Sabe que no es posible.
—La visión…
—Si la pierde, seguramente volverá. Si Dios se le ha revelado esta noche, ¿cree que le abandonará después? Regresará. Lo que se abrió ante usted anoche volverá a abrirse de nuevo: los nueve soles, el Padre en Su trono…
—¿Usted cree, Elszabet?
—Estoy segura.
—Espero que tenga razón.
—Confíe en mí. Confíe en Dios, padre.
—Sí.
—Vamos. ¿Quiere que entremos?
El sacerdote parecía transfigurado.
—Sí. Por supuesto.
—¿Quiere que le envíe a Lansford?
—Naturalmente.
Las lágrimas caían en cascada por sus mejillas. Elszabet no lo había visto nunca tan animado, tan vigoroso, tan vivo.
En la Cabina B, Lansford había preparado la aplicación del barrido para Ed Ferguson, quien parecía molesto por el retraso.
—Ve con el padre Christie —le dijo Elszabet—. Yo me haré cargo del señor Ferguson.
El técnico asintió. Ferguson, un individuo de rostro inescrutable y unos cincuenta años, que había sido acusado de estafa antes de ser enviado al Centro Nepente, empezó a hablarle de un viaje a Mendocino que quería realizar este fin de semana para encontrarse con una mujer que venía de San Francisco para verle, pero Elszabet apenas le hacía caso. Su mente estaba ocupada en la visión del padre Christie.
Qué radiante parecía el pobre e incompetente sacerdote mientras le hablaba. No le extrañaba que temiera el tratamiento. Perder el único toque de gracia divina que le había alcanzado en la vida, por muy extraño y rebuscado que pareciera…
Cuando Elszabet terminó con Ferguson y supervisó la tercera cabina, donde trataban a Aleluya, la mujer sintética, volvió a la Cabina A. El padre Christie estaba sentado, sonriendo con el amable gesto característico de quien ha liberado su mente de un montón de recuerdos. Donna, la enfermera de la mañana, repasaba con él las rutinas básicas, asegurándose de que todavía sabía su nombre, el año, dónde se encontraba y por qué. El barrido debería desplazar solamente los recuerdos recientes, pero podía hacerlo más profundamente. Elszabet hizo un gesto con la cabeza a la otra mujer.
—Está bien. Yo terminaré, gracias.
Le sorprendía lo fuertemente que le latía el corazón. Cuando Donna se marchó, se sentó junto al cura y le tomó suavemente por la muñeca.
—Bien. ¿Cómo se encuentra ahora, padre? Parece relajado.
—Oh, sí, Elizabeth. Muy relajado.
—Elszabet —le recordó ella amablemente.
—Ah. Claro.
Ella se acercó más. Él intentó echar una ojeada a su escote. Bien, pensó Elszabet. Eso está bien.
—Dígame —le preguntó—. ¿Ha tenido alguna vez un sueño en el que se ven nueve soles en el cielo, todos a la vez?
—¿Nueve soles? —dijo él, completamente en blanco—. ¿Nueve soles a la vez?
3
Jaspin, como de costumbre, salió tarde de su apartamento. Cuando finalmente se puso en marcha, corrió por la carretera a Chula Vista, giró tierra adentro, tomó el atajo del Valle Otay hacia las carreteras comarcales no monitorizadas, y veinte minutos más tarde llegó al control de carreteras emplazado por la gente del tumbondé en medio de una planicie reseca.
Habían cerrado la carretera por completo, lo cual era ilegal, pero nadie en el Condado de San Diego se atrevería a decirle a los tumbondé lo que tenían que hacer. Una muralla de energía cruzaba la autopista de un lado a otro, y seis o siete hombres de piel broncínea y aspecto sombrío, con caras anchas y pómulos salientes, estaban junto a ella, de brazos cruzados. Vestían trajes tumbondé: chaquetillas de plata, pantalones negros ajustados con fajín rojo, anchos sombreros negros, y colgantes en forma de cuarto creciente en el pecho. Parecía que llevaban máscara, pero no era así. Ésas eran sus caras: distantes, impasibles. Ninguno parecía interesado en lo más mínimo en el gringo de piel blanca y el coche destartalado, pero Jaspin conocía la rutina. Se asomó por la ventanilla y saludó: