—Si es un auténtico caso mental, entonces están ustedes en el lugar adecuado. Llévenlo al Centro que está al otro lado de ese bosque de pinos y se sentirá completamente en casa, con todos los otros locos que hay allí. Le darán de comer, lo bañarán, lo tratarán amablemente, eso es lo que harán con su loco amigo Tom.
El hombre de la barba negra se acercó a Ferguson.
—¿Centro? ¿A qué tipo de centro se refiere?
Quinta parte
1
—El principio es lo que importa, Yas-peen. ¿Te lo he dicho ya? Bueno, pues óyelo de nuevo: es lo que más importa. Cómo al principio los nuevos dioses vinieron a visitarme.
Jaspin esperaba pacientemente. El Senhor Papamacer le había dicho esto más de una vez, sí. Muchas veces, en realidad. Pero sabía que no tenía sentido intentar dirigir esas conversaciones. Aquél era su privilegio: era el Senhor, y Jaspin meramente el escriba.
Además, Jaspin había aprendido que si se mostraba satisfecho mientras el Senhor le contaba cosas repetidas, tarde o temprano terminaría por citarle alguna nueva revelación. Esta tarde, por ejemplo, Jaspin había advertido un amplio portafolios en el suelo junto al Senhor. La forma en que los dedos del Senhor agarraban el portafolios indicaba que éste era importante. Jaspin quería conocer su contenido, y sabía que si quería averiguarlo, bastaba con sentarse tranquilamente y esperar.
En eso estaba.
—Al principio fue un sueño —dijo el Senhor Papamacer—. Yacía en la oscuridad una noche y Maguali-ga se apareció ante mí y me dijo: «Soy el abridor de la puerta, soy el que ha de traer lo que vendrá». Y supe inmediatamente que el dios me hablaba desde el océano de estrellas, y que soy la voz elegida, ¿sabes?
Sí, pensó Jaspin. Lo sabía. Y también sabía lo que venía después. Y me levanté en la noche y fui a la ventana, y las nueve estrellas de Maguali-ga brillaban en los cielos, y alargué los brazos y sentí dentro de mí la gran luz de las siete galaxias. Se lo sabía palabra por palabra. El Senhor Papamacer le dictaba unas escrituras y quería asegurarse de que él lo anotaba todo. No había duda. Sentí la verdad de inmediato.
Jaspin estudió la delgada cara tallada, los ojos de obsidiana de este hombrecito que quería cambiar el mundo y quizás lo haría; este profeta, este monstruo sagrado, el último en una larga línea de profetas… y tal vez el definitivo. Moisés, Jesús, Mahoma, Senhor Papamacer. Al Senhor le gustaba colocarse junto a los otros profetas. Tal vez tenía razón.
—Y me levanté en la noche —dijo el Senhor— y fui a la ventana, y las nueve estrellas de Maguali-ga brillaban en los cielos…
Ah, sí. Y la gran luz de las siete galaxias.
—Supe instantáneamente que estos dioses son reales y que vendrán a la Tierra para gobernarnos.
Eso era lo interesante, se dijo Jaspin, ese gran salto de fe. Conocimiento instantáneo. La fe en las cosas que se deseaban, la evidencia de cosas no vistas. Seis meses antes, eso habría resultado a Jaspin incomprensible; pero él había visto también: Chungirá-el-que-vendrá en la cima de la colina allá en San Diego, y luego muchas veces en sueños a Maguali-ga, y a Rei Ceupassear, Narbail de los truenos, O Minotauro… También los había visto. También había creído instantáneamente, para su propia sorpresa.
—¿Y cómo sé esto, me preguntas? —continuó el Senhor Papamacer—. Sé que lo sé, eso es todo. Es suficiente. Verdademente a verdad, verdaderamente la verdad. Se sabe que se sabe.
—Igual que cuando Moisés le pidió a Dios que le dijera Su nombre —se aventuró Jaspin ansiosamente—, y todo lo que Dios le respondió fue: «Yo soy el que Soy». Y eso fue bastante para Moisés.
El Senhor Papamacer le lanzó una mirada glacial. Jaspin estaba allí para escuchar, no para hacer comentarios superfluos. Jaspin deseó que la tierra se lo tragase, pero después de un momento, el Senhor continuó como si Jaspin no hubiera abierto la boca.
—Hay que creer, ¿sabes, Yas-peen? De cara a la verdad absoluta, uno cree absolutamente. Eso me pasó a mí. Me incliné a la verdad y uno a uno los dioses se me presentaron. Rei Ceupassear y Prete Noir el Negus y O Minotauro y Narbail y los demás, cada uno me dio a cambio la visión. Vi sus mundos y sus estrellas, y supe que nos aman y nos vigilan y están dispuestos a venir a nosotros. Fui el primero en saberlo, pero como yo guardaba la verdad otros vinieron, y compartí con ellos mi conocimiento. Ahora somos muchos miles, y un día todo el mundo se nos unirá; unidos en la sangre, en el rito del tumbondé, para hacernos dignos del dios final que traerá la bendición de las estrellas.
Sintiendo que tenía que decir algo, aunque dubitativo, Jaspin entonó:
—Vendrá Chungirá-el-que-vendrá.
Por una vez, estuvo acertado. El Senhor asintió benevolente.
—Maguali-ga, Maguali-ga —respondió.
Y juntos ejecutaron los signos sagrados. Entonces, para su sorpresa, el Senhor le confió:
—¿Sabes qué era yo antes de que los dioses se me aparecieran? Ahora lo sabrás. Debes poner esto en el libro, Yas-peen. Conducía un taxi en Chula Vista. Estuve veinte años conduciendo allí, y antes lo hice en Tijuana, y cuando era joven, antes de la gran guerra, conduje en Río. Lléveme aquí, lléveme allá, vaya más rápido, quédese el cambio…
Se echó a reír. Jaspin nunca había visto reír al Senhor anteriormente; su risa era un siseo seco, como el sonido de los juncos arremolinados por el viento a la orilla de un río.
—En una sola noche fui un hombre nuevo, y ya nunca más conduje. Ponlo en el libro, Yas-peen. Te daré fotografías de mi taxi y mi licencia. Mahoma conducía camellos, Moisés era pastor y Jesús, carpintero. Y Papamacer, taxista.
Aquí estaban otra vez, los cuatro grandes, Moisés, Jesús, Mahoma y Papamacer. Jaspin intentó imaginarse a este hombre de voz cavernosa, a este carismático profeta de los grandes dioses de las estrellas, recorriendo San Diego en un taxi medio desvencijado, dando el cambio y recibiendo propinas. El Senhor cogió el portafolios. Las fotos del taxi, pensó Jaspin. Pero en lugar de eso, el Senhor Papamacer le preguntó:
—Cuando cierras los ojos, Yas-peen, ¿ves a los dioses?
—Algunas noches, sí. Sueño con las visiones dos o tres veces a la semana.
—¿Has visto las siete galaxias?
—Ahora ya sí. Las siete.
—¿Y crees que son los hogares de los dioses, verdademente a verdad?
—Lo creo, sí —dijo Jaspin.
Se preguntó adonde quería llegar el Senhor.
—¿Te has preguntado alguna vez si no será sólo un sueño, una locura de la noche lo que tú tienes, lo que yo tengo, lo que todos tenemos?
—Creo que los dioses son verdaderos.
—Porque tienes fe. Porque sabes que sabes.
Jaspin se encogió de hombros.
—Sí.
—Tengo la prueba absoluta —dijo el Senhor.