Abrió el portafolios. Jaspin vio que contenía un grueso fajo de reproducciones holográficas. El Senhor le tendió la primera de ellas.
—¿Conoces este sitio? —preguntó.
Jaspin la miró con asombro. Incluso a la débil luz del autobús del Senhor Papamacer, el holograma resplandecía con una radiación interior. Mostraba una serie de deslumbrantes soles —contó seis, siete, ocho, nueve— recortados contra un cielo púrpura oscuro, y un paisaje alienígena, extraño y fascinante, lleno de ángulos y perspectivas imposibles. Y en primer plano se alzaba una masiva figura de seis miembros, con un único ojo compuesto y brillante en el centro de su amplia frente. Jaspin se puso a temblar.
—¿Qué es esto, una fotografía?
—No, solamente una pintura. Pero una pintura muy real, ¿no te parece? ¿Qué es este lugar? ¿Quién es este ser?
—Éste es Maguali-ga —murmuró Jaspin—. Los nueve soles. La Roca de la Alianza.
—Ah, sabes de estas cosas. Las reconoces.
—Es exactamente igual a como lo he visto.
—Sí. Sí. Qué interesante. Mira ésta ahora.
Le tendió un segundo holograma. Era una panorámica diferente del mundo de Maguali-ga, el ángulo más cercano, y en vez de Maguali-ga había otros cinco seres. Esta reproducción también podría haber pasado por una foto; pero ahora que Jaspin tenía la clave, pudo ver que sólo era una pintura, probablemente generada por ordenador, muy realista en efecto, pero nada más que un trabajo de la imaginación.
—Y esta otra —dijo el Senhor, entregándole una tercera vista del planeta de Maguali-ga.
La técnica era ligeramente diferente, y el tema muy distinto: esta vez se veía un extraño edificio de piedra, abovedado y abrupto, con Maguali-ga en el umbral, pero no había duda de que describía el mismo mundo que las otras dos holografías.
—Ahora éstas.
El Senhor le entregó otras tres pinturas. Sol rojo, sol azul, un arco en el cielo, una figura dorada en primer plano con cuernos de carnero. Cada una era claramente el trabajo de un artista diferente, pero las tres mostraban lo mismo, idénticas en todos los detalles.
Jaspin tembló.
—Chungirá-el-que-vendrá —dijo.
—Sí. Sí. ¿Y éstas?
Otras tres. El mundo verde, densos anillos de niebla, brillantes criaturas cristalinas deambulando. Tres más de un mundo de luz cegadora, el cielo entero un único sol. Tres de un mundo de cielo azul que Rei Ceupassear surcaba dentro de una burbuja radiante. Tres de un mundo cuyos soles eran amarillo y naranja…
—¿Qué es todo esto? —preguntó Jaspin por fin.
El Senhor brilló como un Buda de ébano. Nunca había parecido tan alegre.
—Es verdaderamente la verdad, y yo sé que lo sé. Pero otros no están tan seguros, y hay algunos que se opondrán a nosotros. Así que he mandado hacer pinturas de la verdad para ellos. ¿Sabes?, hay aparatos que pueden pasar las imágenes de la mente de un hombre a una pantalla. Hice buscar a tres hombres diferentes y les dije: haced imágenes de los mundos de los dioses. Ponedlas en una máquina para que todos puedan ver las visiones que vosotros veis. Bien, Yas-peen, aquí lo tienes. Si haces una foto, si tres personas apuntan con la cámara a la misma calle de Los Ángeles, obtendrás la misma imagen. Y aquí tenemos la misma imagen, aunque salida de la mente de la gente. Así todos ven lo mismo.
»Mira, éste es Maguali-ga, éste Narbail, este sitio es donde habita O Minotauro. ¿Quién puede dudarlo ahora? Estas cosas son auténticas y reales. Cuando vienen a nuestras mentes, vienen de lugares verdaderos. Porque todos vemos lo mismo. Ahora no puede haber duda, ¿estás de acuerdo? ¡No puede haber duda!
—Nunca he dudado —dijo Jaspin, aturdido.
Pero sabía que estaba mintiendo. Una parte de él se había mantenido escéptica todo el tiempo. Una parte de él insistía en que lo que experimentaba era solamente una especie de loca alucinación. Pero si todo el mundo estaba teniendo las mismas alucinaciones, exactas hasta en los más mínimos detalles… Esas extrañas criaturas en forma de planta que había visto tan frecuentemente pero que no había mencionado a nadie más estaban aquí, en este holograma, y en ese otro, y en aquél también…
Se sentía completamente estupefacto. No había pedido estas pruebas, había intentado actuar solamente a base de fe, pero los hologramas eran rotundos.
—Verdaderamente la verdad —dijo el Senhor Papamacer.
—Verdaderamente la verdad —murmuró Jaspin.
—Vete ahora. Escribe lo que sientes en este momento, cómo piensas. Márchate, Yas-peen.
Jaspin asintió, se levantó y salió tambaleándose del oscuro autobús. Fuera, unos cuantos miembros de la Hueste Interna, Carvalho, Lagosta, Barbosa, estaban tendidos en los escalones. Le miraron sonrientes. La burla chispeó en sus caras oscuras. Jaspin pasó cuidadosamente junto a ellos, sin prestar atención a lo malicioso de aquellas sonrisas; la presencia de los dioses todavía estaba con él. Escribe lo que sientes, cómo piensas. Sí. Pero primero tenía que contárselo a Jill.
Estaba oscureciendo. El aire era frío. Ahora se encontraban cerca de Monterrey, tierra adentro, acampados en lo que había sido un campo de girasoles antes de que cien mil peregrinos hubieran pasado a través de él con sus autobuses, furgonetas y camiones. Tres hogueras enormes ardían, enviando al cielo negras columnas de humo. Buscó a Jill en su coche. No estaba allí.
Oyó risas a su espalda. Más miembros de la Hueste: Cotovela, Johnny Espingarda, que se apoyaban contra el autobús amarillo y naranja. Los miró.
—¿Pasa algo gracioso?
—¿Gracioso? ¿Gracioso?
—¿Alguno de vosotros ha visto a mi esposa?
Se rieron de nuevo, exagerando la risa. Intentaban deliberadamente hacer que se sintiera incómodo. Jaspin sintió desprecio hacia estos bastardos brasileños de rostro inescrutable, estos apóstoles del Senhor tan engreídos en su asunción de santidad superior.
—Tu esposa —dijo Johnny Espingarda, haciendo que sonara a algo sucio.
—Mi esposa, sí. ¿Sabes dónde está?
Johnny Espingarda se llevó el puño a la boca y tosió. Cotovela volvió a reírse. Jaspin sintió que la sumisión y la sorpresa que los hologramas del Senhor habían creado en él se desvanecían bajo el peso de la irritación y la furia. Dio media vuelta, se alejó de ellos, y continuó buscando a Jill en la oscuridad. Caminó hasta el otro lado de su coche, pensando que tal vez ella había tendido una manta allí. Jill no estaba tampoco en ese sitio. Sin embargo, cuando regresaba, la vio caminando hacia el coche de vuelta del autobús de la Hueste Interna. Parecía agitada, sudorosa, exhausta, y batallaba desmañadamente con el cinturón de sus vaqueros. Tras ella, Bacalhau había salido del autobús y decía algo a Cotovela y Johnny Espingarda. Jaspin oyó su áspera risotada. Oh, Cristo, pensó. No, no Bacalhau.
—¿Jill?
—¿Has estado visitando al Senhor? —Sus ojos parecían un poco desenfocados.
—Sí. ¿Y tú?
Ella hizo un esfuerzo por ver con claridad, y cuando lo consiguió sus ojos se fijaron en los de él con una expresión fría, desafiante.
—He estado entrevistando a la Hueste Interna —dijo—. Un pequeño estudio antropológico. —Soltó una risita.
—Jill. Oh, Dios, Jill…
2
Entre estos dos nuevos extraños, la hermosa mujer que no era real y el hombre de la pierna lastimada y ceño fruncido, Tom estuvo seguro de que sentía venir una visión. Justo aquí, delante de todos, en esta carretera solitaria, mientras el sol se ponía.
Pero, sin saber por qué, la visión no llegó. Sentía el rugido en su cerebro, el principio de las sacudidas luminosas, pero eso fue todo. Tal vez algo más estaba pasando, algún tipo de presagio se desplegaba en su interior.