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Tom empezó a sentirse un poco incómodo.

—Cuando tengas oportunidad, Tom, ¿te importaría acercarte a mi oficina para charlar un poco? Es ese edificio de ahí. Pregunta a cualquiera que esté dentro y te dirán dónde puedes encontrarme. Me gustaría saber un poco más de lo que pasó ayer con Ed y Aleluya en el bosque, ¿de acuerdo? Y unas cuantas cosas más que me gustaría hablar contigo.

—Claro. Me pasaré —contestó Tom.

¿Por qué no? Esta gente le estaba dando cobijo y alimento. Ella estaba en su derecho de preguntarle lo que quisiera.

Pasaron por delante de un gran edificio gris. Ella era casi tan alta como él, y permanecía a su lado, muy cerca, mirándole directamente a los ojos. Tom se encontró de pronto esperando que ella lo estrechara entre sus brazos y lo abrazara fuertemente, pero todo lo que hizo fue cogerle del brazo un momento y darle un pequeño apretón. Otra vez la notó nerviosa, como si le tuviera miedo, como si de alguna manera supiera que él podía entrar y abrir ese puño cerrado que había en su alma. Y ella tenía miedo de eso, y le tenía miedo a él.

Bien, ya somos dos, pensó Tom, porque yo también le tengo un poco de miedo, señorita Elszabet.

Ella se marchó, aunque se volvió para saludarle desde lejos. Tom le devolvió el saludo y entró en el salón.

Había poca gente dentro, la mayoría sentados aparte unos de otros. Tom también se sentó solo. Una máquina en la mesa se encendió y le preguntó qué quería. Café y bollos, decidió. La máquina le dijo qué botones tenía que pulsar. Ya había aprendido a hacerlo durante la cena la noche anterior. Había supuesto que la máquina le traería también la cena, pero no fue así, un muchacho vino con un carrito. Ahora fue una chica la que vino. Los bollos estaban tan buenos que ordenó un segundo desayuno, más de lo mismo y un racimo de uva. Parecía que aquí se podía comer lo que se quisiera, y sin pagar.

Pobre Charley, pensó, asustarse y correr de aquella manera. Si no hubiera escapado, ahora estaría comiendo gratis uvas, café y bollos. Tom se preguntó qué habría sido de Charley, Buffalo, Stidge y el resto. Probablemente ahora estarían en Ukiah, o camino de Oregón, vagabundeando sin sentido. Esperaba que supieran dejar las complicaciones al margen, allá donde fueran, que se lo tomaran con calma y no los mataran estando tan cerca del Tiempo del Cruce, porque sus preocupaciones se acabarían cuando fueran a las estrellas, si llegaban a vivir lo suficiente para marcharse.

Cuando terminó, Tom se quedó sentado, saboreando el placer de descansar y no tener que correr a la furgoneta y salir huyendo con los saqueadores. Se preguntó cuánto tiempo le dejarían quedarse aquí. ¿Una semana? Eso estaría bien. Y entonces tal vez conseguiría que alguien lo llevara de vuelta a San Francisco. Le había gustado esa ciudad tan limpia y tan hermosa. Lástima que sólo hubiera estado allí un par de horas. Pero regresaría. Estaban en octubre, el invierno en esta parte del país era realmente duro. Si tenía que pasar otro invierno en la Tierra, pensó, al menos que fuera un invierno californiano. No sabía cuándo comenzaría el Cruce; tal vez la semana próxima, tal vez en Navidad, o en primavera. Podía morir congelado en las montañas, pero en la costa estaría a salvo del mal tiempo.

—¡Eh, tú, Tom!

En la puerta del comedor estaba el hombre llamado Ed. Había otro hombre con él, un tipo bajito de pelo rizado que llevaba un hábito de sacerdote católico. Parecían buscar compañía. Tom les hizo señas para que se acercasen.

—Creí que la idea de comer te ponía enfermo.

—El aire fresco hace que me sienta mejor al cabo de un rato. Tom, éste es el padre Christie. Padre, éste es Tom.

—¿Es usted el capellán de este sitio? —preguntó Tom.

El sacerdote sonrió. Parecía un hombre triste.

—¿El capellán? Oh, no, no. Sólo soy un paciente, igual que tú.

Tom negó con la cabeza.

—Yo no soy un paciente.

—¿No? Pero tampoco eres del personal.

—Soy un visitante, nada más. Estoy de paso, pero me alegro mucho de conocerle, padre. Yo mismo he sido predicador en Idaho y el estado de Washington. Era muy bueno. A la congregación no le importaba lo loco que estuviera. Pensaban que cuanto más loco, mejor, más santo.

—Se supone que aquí no debemos usar esa palabra —dijo el padre Christie.

—Es una palabra perfectamente válida —repuso Tom—. ¿Qué tiene de malo decir «loco»? ¿Qué tiene de malo estar loco?

—¿Acaso tú estás loco? —preguntó Ed.

—Lo sabes. Veo visiones. ¿No es estar loco? Otros mundos aparecen ante mis ojos. Las tengo siempre, desde que era niño.

Ed y el padre Christie intercambiaron miradas.

—¿Otros mundos? ¿Como sueños espaciales?

—Sueños espaciales, sí. Pero no sólo cuando estoy dormido.

—El padre Christie también tiene sueños espaciales. Todo el mundo en este jodido sitio los tiene… Oh, discúlpeme, padre. Todo el mundo los tiene, menos yo. Pero lo sé todo sobre los sueños. El mundo verde, los nueve soles, la estrella roja y la azul…

—Espera un segundo —dijo tímidamente el padre Christie—. ¿Dices que hay varios tipos de sueños espaciales?

—Hay siete. Usted no lo sabe porque lo tratan cada mañana, y no recuerda nada sobre ellos. Pero hay siete. Tengo mi propio sistema para archivar los datos. Esta mañana tuvo usted uno, padre, de nuevo el mundo verde, pero esos bastardos se lo borraron. Discúlpeme otra vez, padre.

Tom escuchaba boquiabierto. El sacerdote meneó la cabeza.

—No sé —dijo—. No sé. ¿Y si desayunáramos?

—Tengo una idea mejor. —Ed rebuscó en el bolsillo de su chaqueta y sacó unos cuantos tubos de plástico—. ¿Es demasiado temprano para tomar un trago? Tengo escocés, canadiense, bourbon… Éste es especial para usted, padre: irlandés. ¿Tú bebes, Tom?

—No puedo hacerlo, Ed —dijo lentamente el padre Christie—. Lo sabes.

—¿No?

—Supongo que lo has olvidado con el tratamiento, pero soy alcohólico. Tengo implantado un chip en el esófago. En el momento en que una gota de alcohol me llegue a la garganta, el chip me hace vomitar. Pero a lo mejor nuestro amigo Tom quiere hacerlo.

—Un chip regulador —murmuró Ed—. Claro, había olvidado todas esas cosas científicas que nos meten dentro. Chips reguladores para hacer que uno no beba, trazadores para que no escapemos… Bastardos. Nos manejan como si fuéramos máquinas. Ándate con cuidado, Tom, y sal de aquí en cuanto puedas, ¿me oyes?

—Hasta ahora me han tratado bien.

—Ándate con cuidado de todas formas ¿Quieres uno de éstos?

—No, gracias.

—Bueno, pues beberé yo solo. ¡Salud! —Después de llevarse el tubo a la boca, pareció más alegre—. ¡Ah, esto es lo que me hacía falta! Así que tienes visiones de los otros mundos tú también, ¿eh? ¡Dios, cómo me gustaría ver uno! ¡Nada más que uno! Sólo para ver de qué va todo este alboroto.

—¿No los has visto nunca?

—Ni una sola vez. —Los ojos de Ed, de repente, estallaron en una llamarada de odio y angustia—. Ni una sola. ¿Sabéis cuánto os envidio a todos, con vuestros mundos verdes y vuestros mundos azules y vuestros nueve soles y todo lo demás? ¿Por qué no los veo yo también? Algo tremendo está sucediendo a mi alrededor, algo tan colosal que nadie puede comprenderlo, pero es de importancia capital, y yo me he quedado fuera. Y eso apesta, ¿sabes? Apesta.