Así que es eso, pensó Tom.
Ahora comprendía dónde estaba el dolor interno de este hombre, y lo que tenía que hacer al respecto.
—Dame una de esas bebidas —dijo.
—¿Cuál quieres?
—Me da lo mismo.
—Ten, toma bourbon.
Tom cogió el tubito, lo estudió un momento y abrió el tapón. Se llevó la abertura a los labios y dejó que el líquido oscuro corriera por su garganta. Era fuerte, cálido y bueno. Había pasado mucho tiempo desde que Tom bebiera por última vez, por lo que se quedó sentado, saboreándolo, dejando que fluyera por los recovecos de su alma.
Bueno, pensó, puedo manejar esto. Va a salir bien.
Se volvió hacia Ed.
—Deja de preocuparte por esos sueños espaciales, ¿vale?
—¿Que no me preocupe, dices? No estoy preocupado, Tom. Estoy jodido. ¿Soy una rareza o qué? ¿Por qué no veo lo mismo que los demás?
—Tranquilízate —dijo Tom. Tomó aire, puso su mano sobre la de Ed y se inclinó hacia él—. Tú los verás. Te lo prometo. Tendrás también los sueños, Ed, como todo el mundo. Sé que los tendrás. Voy a mostrarte cómo, ¿de acuerdo? ¿De acuerdo?
5
—Lunes ocho de octubre de 2103 —dijo Jaspin. Se hallaba sentado en el asiento trasero de su coche, hablándole al dorado micrófono de una cápsula mnemónica—. Estamos en el norte de California, acampados a unas cincuenta millas al este de la Bahía de San Francisco. La marcha va a tomar un nuevo aspecto, porque el Senhor Papamacer ha decidido girar al oeste y atravesar Oakland antes de continuar nuestro viaje al norte. Hasta ahora, desde que salimos de San Diego, hemos evitado las ciudades. Creo que al Senhor le gustaría cruzar la bahía y entrar en San Francisco, que según dice constituye un profundo foco de fuerzas galácticas…, pero incluso él ve que eso es logísticamente absurdo, tal vez incluso imposible, porque San Francisco es muy pequeña y solamente se accede a ella a través de puentes, excepto por el sur. Intentar llevar a una multitud de este tamaño a San Francisco causaría problemas de importancia tanto a la ciudad como a nosotros. No habría sitio donde acampar, y las principales rutas de acceso se podrían quedar bloqueadas, causando posiblemente una ruptura en la marcha.
»Así que nos iremos nada menos que a Oakland, que es accesible por tierra y tiene espacio para acampar en las colinas al este de la ciudad. Mientras estemos allí, naturalmente, miles de ciudadanos se unirán a la marcha, y quizás un número todavía mayor vendrá de San Francisco para enrolarse. Menos mal que no hay centros de población importantes a lo largo de la costa de aquí a Mendocino, porque estamos alcanzando rápidamente el punto en que nuestro número se está convirtiendo en imposible de controlar. Ésta es ya ciertamente la mayor migración de masas desde la Guerra de la Ceniza, y como el Senhor Papamacer intenta llegar al menos hasta Portland antes del invierno, o tal vez incluso hasta Seattle, existe la posibilidad de que serios desórdenes…
—¿Barry?
Jaspin alzó la cabeza, sorprendido por la interrupción. Jill estaba junto a la ventanilla, golpeando el techo del coche para recabar su atención.
—¿Qué pasa? —Hacía dos o tres días que no ponía su diario al día, y había mucho material importante que quería anotar sin falta. ¿Acaso no podía haber esperado ella media hora más?
—Alguien quiere verte.
—Dile al tipo que espere cinco minutos.
—A la tipa, en todo caso.
—¿Qué?
—Es una mujer pelirroja, parece una buscona de clase. Dice que es de San Francisco.
—Estoy intentando dictar mis notas. No conozco a ninguna pelirroja de San Francisco. ¿Qué quiere de mí?
—Nada. Quiere una audiencia con el Senhor. Llegó hasta Bacalhau, y Bacalhau le dijo que hablara contigo. Creo que ahora eres el encargado de la comunidad anglo.
Oh, Cristo… Está bien, dile que tardaré cinco minutos. Déjame terminar con esto. ¿Dónde está?
—En el altar de Maguali-ga.
—Cinco minutos.
Pero su concentración estaba ya rota. Había querido comentar en su diario de viaje cómo el aspecto racial de la procesión tumbondé iba cambiando a medida que la marcha seguía adelante: el grupo de seguidores originales de San Diego, en su mayoría sudamericanos y africanos, se había disuelto en las hordas de chicanos del valle de Salinas, allá en Monterrey, y ahora aquí al norte se notaba también el influjo anglo —blancos rurales—, que causaban cierta alteración en el tono general de la marcha. Los recién llegados no tenían una idea exacta del sabor dionisíaco del tumbondé, con su fervor pagano y frenético; todo lo que parecían oír era la promesa del bienestar y una vida inmortal cuando Chungirá-el-que-vendrá apareciera por fin entre coros celestiales por la puerta del Polo Norte, y ellos querían participar de eso, naturalmente. Ya se estaban creando desórdenes en la marcha, y la cosa empeoraría, especialmente si el Senhor Papamacer continuaba reinando en ausencia, como llevaba haciendo durante días, recluido en el autobús principal.
Pero anotar todas estas observaciones en la cápsula mnemónica tendría que esperar. Jaspin se dio cuenta de que debería haber estado dictando una o dos horas, pero ya era demasiado tarde. Desconecto el aparato y salió del coche.
Era una tarde bochornosa. El calor los había asediado todo el camino desde el centro del estado, y aún no había signos de que fueran a comenzar las lluvias. Se decía que en este lugar a veces comenzaba a llover en octubre, pero aparentemente no en este octubre. Las colinas de tan espectacular paisaje estaban recubiertas de hierba seca. Todo aquí estaba agostado y marchito a la espera del invierno.
Cuanto podía verse, de colina en colina, era tumbondé: peregrinos por todas partes, un mar de ellos. En el centro se encontraban los autobuses donde viajaban el Senhor, la Senhora, la Hueste Interna y las imágenes sagradas. A su alrededor se encontraba el gran ruedo de terreno consagrado, con los altares y la cabaña que servía de matadero y el Pozo de los Sacrificios y todo lo demás ya dispuesto, como si esto fuera la colina de la comunión original de San Diego, pues adondequiera que fuesen emplazaban toda aquella parafernalia.
Y más allá de la zona sagrada había una horda de tiendas remendadas, miles y miles de peregrinos, innumerables fogatas, niños chillando, gatos y perros campeando libres, todo tipo de vehículos imaginables aparcados de forma caótica. Jaspin nunca había visto a tanta gente junta en un sitio. Y el número crecía de día en día.
¿Qué tamaño tendría el ejército tumbondé dentro de un mes, dentro de dos meses?, se preguntó. También se preguntaba a veces qué iba a pasar cuando llegaran a la frontera canadiense, a la frontera de la República de la Columbia Británica, en realidad. Y qué iba a suceder si seguían avanzando al norte mes tras mes y el viento los cercaba y Chungirá-el-que-vendrá no hacía su aparición. «Cuando Maguali-ga abra la puerta», había prometido el Senhor Papamacer, «no habrá más invierno». Pero el Senhor Papamacer habia pasado toda su vida en Rio, en Tijuana, en San Diego. ¿Qué demonios podía saber de lo que es el invierno?
Basta, pensó Jaspin. Los dioses proveerían. Y si no, pues nada. No era su labor razonar por qué. He vivido siempre con la razón, ¿y qué bien me hizo? Chungirá-el-que-vendrá vendrá. Sí. Sí.
Resultó fácil localizar a la mujer. Estaba junto al altar de Maguali-ga, como había dicho Jill. Miraba los nueve globos de cristal coloreado como si esperara que el dios de ojos saltones se materializara ante ella de un momento a otro. Era más baja de lo que Jaspin había supuesto —sin saber por qué, se la había imaginado alta— y tampoco tan deslumbrante. Pero era muy atractiva. Jill había dicho que era una buscona con cierta clase. Jaspin entendía de busconas y de gente con clase, y ella no encajaba en una cosa ni en la otra. Parecía astuta y enérgica, como si hubiera recorrido mundo. Una mujer emprendedora.