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—¿Quería verme? Soy Barry Jaspin, el coordinador del Senhor.

—Me llamo Lacy Meyers —dijo ella—. Acabo de llegar de San Francisco. Necesito ver al Senhor Papamacer.

—¿Necesita verle?

—Quiero verle. Lo quiero con todas mis fuerzas.

—Eso va a ser muy difícil —le dijo Jaspin.

Se dio cuenta de que estaba más cerca de ella de lo que era necesario, pero no retrocedió. Era una mujer ciertamente atractiva, de unos treinta años —quizás algunos más—, el pelo rojo pegado a la cabeza en una especie de casquete de rizos, ojos verdes brillantes y profundos. Tenía la nariz delicada, pómulos finos, la boca tal vez un poco grande. Llevaba un vestido tan ceñido que se diría que iba a estallar con sólo tocarla.

—¿Es para una entrevista? —preguntó.

—No, para una audiencia. Quiero ser recibida por él. Debe de ser el humano más importante que jamás haya vivido, ¿sabe? Desde luego, para mí lo es. Sólo quiero arrodillarme ante él y decirle lo que significa para mí.

—Lo mismo quieren todas esas personas que ve aquí, señorita Meyers. Comprenda que las obligaciones del Senhor son muchas y que, aunque pudiera, no es posible…

Los ojos verdes relampaguearon.

—¡Sólo un minuto! ¡Medio minuto!

Jaspin quiso ayudarla. Sabía que era imposible, pero incluso así, se peguntó si sería posible encontrar una forma. Porque la encuentras atractiva, ¿no?, se dijo. Si fuera delgaducha, o vieja, o un hombre, ¿te molestarías acaso en considerarla?

—¿Por qué es tan urgente?

—Porque ha abierto mis ojos. Porque no he creído en nada durante toda mi vida, excepto en cómo conseguir que todo fuera mejor para mí…, y de repente él me ha hecho ver que hay algo realmente sagrado en este universo, y que existen dioses verdaderos que guían nuestros destinos, que la vida no es sólo un chiste sin gracia, que… Bien, no hace falta que le diga lo que es una conversión religiosa. Debe de haberla experimentado también, o de otro modo no estaría aquí.

Jaspin asintió.

—Creo que tenemos mucho en común.

—Sé que lo tenemos. Me di cuenta en seguida.

—¿Y ha estado siguiendo la marcha del tumbondé desde la zona de Bahía? No creí que tuviera…

—No sabía nada del tumbondé hasta hace un par de semanas, cuando empezaron ustedes a llegar a esta parte del estado. Pero he sabido de los dioses todo el verano. Tuve una visión en julio, un sueño donde había un sol rojo y otro azul, un bloque de piedra blanca, y una criatura con cuernos dorados que me señalaba.

—Chungirá-el-que-vendrá —dijo Jaspin.

—Sí. Sólo que entonces no lo sabía. No sabía qué demonios era aquello, pero el sueño se repetía, se repetía, se repetía, y cada vez lo veía con más claridad; la criatura se movía y parecía decirme cosas, y a veces había otros como él en el sueño, y entonces empecé a tener otros sueños. Vi los nueve soles de Maguali-ga, vi la luz azul de… ¿Cuál es su nombre… Rei Ceupassear?… Vi toda clase de cosas. Pensé que me estaba volviendo loca, pero no podía ser, porque todos tenían visiones. Sin embargo, no sabía qué sentido tenían. Nadie lo sabía. Hasta que leí acerca del Senhor Papamacer, y vi las imágenes que portaba, las imágenes de los dioses…

—Las reproducciones holográficas generadas por ordenador.

—Sí. Y entonces todo encajó. La verdad, que los dioses vienen a la Tierra, que van a traer el jubileo, que el milenio llega. Y entendí que el Senhor Papamacer debe de ser realmente su profeta. Y supe que iba a venir aquí a unirme a la peregrinación hacia el Séptimo Lugar y formar parte de lo que iba a suceder. Pero… quiero arrodillarme ante él. He estado buscando algún tipo de dios toda la vida, ¿sabe? Y estaba absolutamente segura de que nunca podría encontrar uno. Y ahora, ahora…

Jaspin vio que Jill se acercaba. ¿Preocupada, tal vez, de que pudiera llegar a algo con esta mujer? ¿Ella, que volvía cada noche apestando a los grasientos olores de Bacalhau, con su sudor mezclado al de ella? ¿Ella, que no hacía más que recorrer una y otra vez el camino hasta el autobús de la Hueste Interna? Jaspin no podía siquiera recordar la última vez que quiso hacer el amor con él. ¿Celosa ahora? ¿Jill? Seguro que no.

Qué demonios…, incluso si lo estaba, no tenía derecho a quejarse. Llevaba un mes pasándolo fatal por culpa de Jill. Si ahora encontraba una mujer atractiva y ella sentía lo mismo por él…

—Lo irónico del asunto —decía Lacy—, es que hace un par de años estuve envuelta en un fraude, un timo que prometía enviar a la gente a otras estrellas. Era como si les vendiéramos parcelas que no existían, el viejo truco: dénos su dinero y nosotros le pondremos en el expreso de Betelgeuse Cinco. Un hombre llamado Ed Ferguson lo dirigía, y yo trabajaba para él. Bueno, lo capturaron, estuvieron a punto de meterlo en Rehab Dos, pero tenía un buen abogado.

—¿Le sirve de alguna ayuda? —le preguntó Jill a Lacy, señalando a Jaspin.

—Le estaba diciendo al señor Jaspin lo irónico que resulta que yo trabajara con un hombre que dirigía un timo referido a viajes a otras estrellas. Eso fue antes de que esas visiones de las estrellas llegaran a la Tierra. Debió haber terminado en la cárcel, pero en lugar de eso consiguió que lo ingresaran en uno de esos centros donde te barren los recuerdos, cerca de Mendocino, donde se supone que lo están volviendo un ser humano decente. Menudo cambio.

—Mi hermana April está en el mismo sitio —dijo Jill—. Se llama Nepente. Está cerca de Mendocino.

—¿Tu hermana? —preguntó Jaspin—. No sabía que tuvieras una hermana.

Lacy se echó a reír.

—El mundo es un pañuelo, ¿no? Apuesto a que su hermana y Ed están liados ahora mismo. Ed es un mujeriego.

—No con mi hermana. Es gorda como un cerdo, siempre lo ha sido. Y anda muy tocada de la cabeza. Seguro que su amigo Ed encuentra a alguien mejor que April. —Se dirigió a Jaspin—. Cuando termines aquí, Barry, llégate al autobús de la Hueste, ¿quieres? Están preparando el rito de las Siete Galaxias de esta noche y Lagosta quiere que les ayudes a conectar el generador de polifases.

—Vale. Dame cinco minutos.

—Encantada de conocerla, señorita…, esto… —dijo Jill, y se marchó.

—No es muy amistosa, ¿no?

—Ruda y desagradable. La religión la ha hecho volverse agria. Es mi esposa.

—¿Su esposa?

—Por así decirlo. Más o menos. Un día el Senhor decidió que deberíamos casarnos, y nos casó en el momento, hace un mes o así. Es por los rituales, las iniciaciones y todo eso; tienes que formar parte de una pareja. No es lo que podríamos llamar un matrimonio feliz.

—No, yo diría que no.

Jaspin se encogió de hombros.

—No importará cuando se abra la puerta, ¿no? Pero hasta entonces, pues…

—Puede ser desagradable, sí.

—Mire, tengo que ayudar a preparar lo de esta noche, pero… intentaré arreglarle una audiencia con el Senhor. No será fácil, porque apenas se ha dejado ver en las últimas semanas. Pero conozco lo que supone ser alguien del siglo veintidós que va por la vida sin ilusión y de repente descubre que hay algo que merece la pena por encima del confort. Como le he dicho, usted y yo tenemos muchas cosas en común. Intentaré conseguir lo que pide.

—Aprecio mucho ese gesto.

Ella le tendió la mano. Él la cogió y la sostuvo quizás demasiado. Dudó si atraerla hacia él y besarla, pero no lo hizo. Sin embargo, no había error en el calor de sus ojos y su gratitud. Y además estaban las posibilidades. Especialmente las posibilidades.