—Vendrá Chungirá-el-que-vendrá.
—Maguali-ga, Maguali-ga —respondió uno de los tumbondé.
—El Senhor Papamacer enseña. La Senhora Aglaibahi es nuestra madre. Rei Ceupassear reina.
—Maguali-ga, Maguali-ga.
Hasta ahora lo estaba haciendo bien.
—Vendrá Chungirá-el-que-vendrá —dijo por segunda vez.
—El parking está a dos kilómetros —informó, indiferente, uno de los hombres—. Camine entonces quinientos metros. Será mejor que se apresure; la procesión ya ha empezado.
—Maguali-ga, Maguali-ga —dijo Jaspin, mientras la barrera se abría.
Pasó ante los ceñudos guardias y bajó por el polvoriento camino hasta que vio a unos chiquillos haciéndole señas y conduciéndole al parking. Allí debía de haber al menos un millar de coches, la mayoría todavía más viejos que el suyo. Encontró un hueco bajo un roble, dejó allí el coche y se apresuró. Aunque aún no era mediodía, el calor era intenso, similar al de Arizona. Ni una gota de humedad, un puro horno. Intentó imaginar lo que sería estar en pantalones y sombrero negros bajo el sol de mediodía.
En pocos minutos percibió a la congregación, concentrada caóticamente en un alto risco al lado de la carretera. Había miles de personas, algunos vestidos a la usanza tumbondé, pero la mayoría, como él, en ropas corrientes de calle. Llevaban estandartes, placas, pequeñas imágenes de los Grandes. Un tamborileo lento y profundo salía de una serie de altavoces que no estaban a la vista. Probablemente, pensó Jaspin, habían dispuesto nódulos electrostáticos y chips de pulsación sincronizados. Los tumbondé podían ser elementales y primitivos, pero no desdeñaban la tecnología.
Encontró un hueco en la multitud. Más lejos, a medio camino de la colina, divisó las colosales estatuas de cartón piedra de las divinidades, que eran transportadas a hombros por unos hombres sudorosos y de piel oscura. Jaspin las reconoció una a una: ése era Prete Noir el Negus, ésa la serpiente-trueno Narbail, ése era el toro, O Minotauro, ése otro Rei Ceupassear. Y aquellos dos, los mayores, eran los auténticamente Grandes, Chungirá-el-que-vendrá y Maguali-ga, los dioses del espacio. Jaspin jadeó de calor. Por muy descabellado que fuese este asunto, tenía un poder indiscutible.
Una mujer joven, aprisionada junto a él por la multitud, se volvió para verle.
—Perdone —dijo—. ¿No es usted el doctor Jaspin, de la UCLA?
Él la miró como si le hubiese mordido en un brazo. Ella tendría a lo sumo veintitrés o veinticuatro años, pelo rubio revuelto, la camisa blanca abierta hasta la cintura. Sus ojos parecían un poco idos. Las marcas de Maguali-ga aparecían pintadas en púrpura y naranja sobre sus pechos mínimos. Jaspin no la reconoció, pero eso no quería decir nada. Había olvidado a un montón de gente en los últimos años.
—Lo siento. Se ha equivocado de hombre.
—Estoy segura de que es usted. Fui oyente en su curso del noventa y nueve. Lo encontré realmente profundo.
—No sé de qué me habla —le dijo sonriendo.
Y avanzó entre la multitud, para lo cual tuvo que utilizar los codos. Ella le hizo el signo de Rei Ceupassear, una especie de bendición. Que te jodan a ti y a tu perdón, pensó Jaspin. Entonces, instantáneamente, lo lamentó. Pero continuó alejándose en la multitud.
Era una mala época para Jaspin. De algún modo, las cosas habían empezado a desmoronarse a su alrededor más o menos en el año en que la rubia había dicho que asistía a sus clases, y él todavía no había logrado descubrir por qué. Tenía treinta y cuatro años, pero había días en que se sentía tres veces más viejo, días en que todo iba de culo y que a menudo duraban todo un mes. La universidad le había despedido, con razón, a principios del año dos. Todavía no había conseguido leer su tesis. El doctorado que la muchacha rubia le había otorgado no existía más que en su imaginación. Había sido solamente profesor adjunto en el departamento de Antropología, y en esa época no se había dado cuenta del raro privilegio que suponía tener trabajo en una de las pocas universidades que quedaban. Se daba cuenta ahora, pero ahora él ya no era nada.
—¡Maguali-ga, Maguali-ga! —gritaban por todas partes.
Jaspin se unió al griterío. Empezó a moverse, dejándose arrastrar hacia las grandes estatuas bamboleantes.
Llevaba cinco meses asistiendo a las procesiones tumbondé. Ésta era la octava vez que lo hacía. No estaba muy seguro de por qué venía. En parte, lo sabía, por curiosidad profesional. Aún se veía a sí mismo como antropólogo, y en este culto mesiánico y apocalíptico de adoradores de dioses estelares que había surgido en las tierras baldías al este de San Diego había trabajo antropológico para dar y tomar.
La especialidad de Jaspin había sido la irracionalidad contemporánea. Había soñado con escribir un grueso libro que explicara el mundo moderno ante sí mismo y encontrara sentido al manicomio que la buena gente del pasado siglo XXI había legado a sus descendientes. El tumbondé era la locura en grado máximo. Jaspin se sentía irresistiblemente atraído por él, y analizándolo y estudiándolo tal vez podría enderezar su destrozada carrera. Pero había algo más. Admitía que sentía hambre, un vacío espiritual que anhelaba poder satisfacer aquí. Sólo Dios sabía cómo, sin embargo.
—¡Chungirá-el-que-vendrá! —gritó, y apretó el paso entre la multitud.
La excitación en derredor era contagiosa. Podía sentir cómo se le aceleraba el pulso y se le secaba la garganta. La gente danzaba con los pies clavados al suelo, hombro contra hombro, moviendo los brazos en alto a un lado y a otro. Vio otra vez a la muchacha rubia a una docena de metros, perdida en alguna especie de trance. Maguali-ga, el dios de la puerta, había venido a recoger su espíritu.
Había muy pocos anglos en la multitud. El tumbondé había surgido de la comunidad de refugiados latinoamericanos que se apiñaba en las afueras de San Diego desde el final de la Guerra de la Ceniza, y la mayoría de la gente era de piel oscura o negra. El culto era un revuelto internacional, una mezcla de ritos brasileños y guineanos con algún ingrediente de Haití, y por supuesto también había adquirido un tinte mexicano; ningún culto apocalíptico que operase tan cerca de la frontera podría evitar adquirir rápidamente un sutil tono azteca. Pero era más estático en su naturaleza que la variedad mexicana corriente. Había menos muerte, más transfiguración.
—¡Maguali-ga! —rugió una voz—. ¡Tómame, Maguali-ga!
Para su sorpresa, Jaspin descubrió que la voz era la suya propia.
De acuerdo. De acuerdo. Ve con él, se dijo. Se sintió terriblemente helado a pesar del espantoso calor. Ve con él. El niño bonito judío de Brentwood saltando con los shvartzers paganos en una colina abrasada a mediados de julio. Bien, ¿y por qué no? Adelante, chico.
Ahora estaba lo suficientemente cerca para ver a los líderes de la procesión, que destacaban por encima de todo el resto gracias a sus zancos. Allí se encontraba el Senhor Papamacer, y junto a él la Senhora Aglaibahi, y rodeándoles se hallaban los once miembros de la Hueste Interna. Una especie de dorado nimbo de luz rielaba alrededor de los trece. Jaspin se preguntó cómo conseguirían ese truco, pues un truco debía de ser, aunque la explicación que ellos daban establecía que eran imanes para la energía cósmica.