—¿Yo le hice eso?
—Resulta difícil saberlo. Pero estará bien dentro de un minuto o dos.
—Supongo que daremos el paseo cualquier otro día. Muy bien. Iré a buscar al doctor Robinson. Gracias por charlar conmigo, Elszabet. Significa mucho para mí tener a alguien con quien hablar.
Salió de la oficina, pasillo abajo.
—¿Doctor Robinson? ¿Doctor Robinson?
Esa pobre muchacha gorda, pensó Tom. Vivir así… Será una bendición para ella dejar ese cuerpo. Pobre chica. Le deseo que haga pronto el Cruce. Pero eso es lo que quiero para todos, que el Cruce llegue pronto. Espero que todos podamos irnos la semana que viene. O incluso mañana. Mañana.
3
Cuando Ferguson volvió a su habitación después de la terapia, encontró dos cartas encima de su cama. Las apartó, las dejó caer al suelo y se tumbó, exhausto. Ya las leería más tarde. De todas formas, nunca había nada interesante en el correo. La doctora Lewis examinaba todas las cartas, cortando todo lo que pudiera ser considerado perturbador.
Santo Dios, qué cansado se sentía. Primero había tenido una entrevista de una hora con el doctor Patel, el preciso hindú de acento británico, que siempre te hacía preguntas desde seis ángulos insospechados. Aún trabajaba con los sueños espaciales, sobre cómo se sentía Ferguson hacia ellos, hacia el hecho de que otras personas los tuvieran y él no. ¿O sí los tenía? «¿No está usted empezando a experimentar ningún tipo de percepciones de esa índole, señor Ferguson?» Anda y que te jodan, doctor Patel. No te lo diría ni aunque los tuviera. Y luego una hora saltando como un loco en el centro de recuperación, una sesión de terapia física llevada por esa fiera represora de Dante Corelli, que te hacía bailar hasta que te desmayabas, y ni siquiera le importaba.
Si hubiera conseguido escaparme de este infierno cuando lo intenté, pensó Ferguson. Pero no, tienen ese maldito chip dentro de mí; sólo se molestaron en enviar el helicóptero y atraparme como a un pez en el anzuelo. Así fue como pasó, ¿no? Conseguí escapar con Ale, y estuvimos fuera tres malditas horas, ¿no? Cinco, a lo mejor. Y luego me capturaron.
Miró a la habitación. Los mismos compañeros de siempre. Nick Doble Arcoiris estaba tumbado en la cama, pensando en Toro Sentado, Nube Roja, Kit Carson o Buffalo Bill. Pobre bastardo, debe de cargarse diez veces al día al general Custer en su imaginación. Y allí, el otro triste caso, el chicano Menéndez. Canturreando y murmurando todo el tiempo, rezando a los dioses aztecas. Es un tipo agradable y pacífico. Posiblemente sueña con colocarnos en el altar y sacarnos el corazón con un cuchillo de piedra. Jesús, Jesús. ¡Qué mierda!
Ferguson recogió una de las cartas e introdujo el pequeño cubo en su reproductor. En la pantalla de tres por cinco pulgadas apareció la imagen de una atractiva mujer rubia. Habría sido estupenda si no pareciera tan solemne.
—Ed, soy Mariela. Tu esposa, en caso de que te hayan hecho olvidarlo.
Eso habían hecho. ¿Cómo demonios iba a manejar esto? Ferguson detuvo la carta y tocó su anillo.
—Informa sobre mi esposa.
—Esposa: Mariela Johnston. Cumple años el siete de agosto. Tendrá treinta y tres este verano. Te casaste con ella en Honolulú el cuatro de julio de 2098.
Dejó que el informe corriera hasta el final, preguntándose cómo la gente a cargo de este sitio esperaba que encontrase sentido a nada, puesto que no sabían que tenía este pequeño anillo registrador para llenarlo con su propia historia. Activó la cubocarta otra vez y Mariela regresó a la pantalla.
—Sólo quiero que sepas, Ed, que regreso a Hawai. Tengo pasaje en un barco que zarpa el martes que viene, un día después de que te llegue esto. No es que ya no te quiera, no es eso, pero después de la visita que te hice en julio sentí que ya no había nada entre nosotros, que quizás ni siquiera recordabas quién era yo, que ya no te interesabas por mí, y por eso quiero irme de California antes de que te suelten. Por nuestro propio bien. Rellenaré los papeles en Honolulú y…
Muy bien, Mariela. ¿A quién le importa? Sacó el cubo e introdujo el otro. Esta carta era de una pelirroja muy hermosa que se llamaba Lacy. Le pidió a su registro que le informara sobre ella y descubrió que era una mujer de San Francisco, evidentemente una amiguita suya, socio en el asunto de Betelgeuse Cinco. Muy bien. Ferguson pensó que tal vez iba a decirle que vendría a visitarle, y se preguntó si eso le causaría problemas con Aleluya.
Pero eso no era lo que ella planeaba.
—Ed, tengo que decirte algo maravilloso. He encontrado la felicidad y un significado a mi vida por primera vez. ¿Recuerdas aquella vez que te dije que había tenido un extraño sueño, el planeta, la criatura cornuda del espacio? Eso fue el principio para mí. Fue una revelación religiosa, aunque no lo comprendí así entonces. Pero luego he descubierto el movimiento tumbondé, del que tal vez no hayas oído hablar. Lo inició en San Diego un gran hombre llamado Senhor Papamacer, que nos está conduciendo a la unión con los dioses. Me he unido a él de todo corazón. Cientos de miles de nosotros seguimos el liderazgo del Senhor. Me siento completamente transformada, e incluso redimida. Es como si hubiera sido purificada de todas las cosas malas que solía hacer, como si hubiera sido perdonada, como si me hubieran concedido una segunda oportunidad. Y todo a causa de la visión que tuve, de esa extraña figura bajo los dos soles…
Jesús, pensó Ferguson. Escucha eso. Habla como una monja. Y esos locos sueños siguen cambiando la vida de todo el mundo. Todos se han vuelto locos. Todos menos yo.
—… y nos dirigimos al Séptimo Lugar, donde se ofrecerá la redención final. Lo que quiero decirte es que pasaremos cerca de Mendocino dentro de poco, y creo que si pudieras apañártelas para salir del Nepente y unirte a nosotros y aceptar la guía del Senhor Papamacer, también te encontrarías transformado, y sentirías que toda la amargura y la infelicidad que han marcado tu vida desaparecerían en un momento, como me ha sucedido a mí, y…
Claro. Sólo tengo que salir de aquí y firmar en exclusiva con el Senhor, quienquiera que sea. La doctora Lewis ya ha visto el contenido de esta carta, Lacy, chica. Si hubiera una oportunidad entre un millón de que pudiera salir de aquí para reunirme contigo, ¿crees que estaría ahora escuchándote?
—… confío en que la bendición de Maguali-ga recaerá también sobre ti, que el resplandor de Chungirá-el-que-vendrá entrará en tu alma. Si te unieras a nosotros, Ed, si te acercaras a nuestra peregrinación al Séptimo Lugar…
Ferguson desconectó el cubo. Qué mierda de locura. ¿Salir a unirse con los dioses? La otra mujer, al volverse con su familia a Hawai, por lo menos actuaba con sentido. Pero ésta… era una loca.
Bien, de modo que parecía que se había librado de las dos. Muy bien. Muy bien. Todavía le quedaba Aleluya, que valía por las otras dos juntas. Siempre había otra mujer mejor que la anterior cuando la necesitaba.
Ferguson sacudió la cabeza, intentando despejarla. Se preguntó qué estaría haciendo Aleluya. Vería si podía encontrarla. Tal vez un pequeño paseo por el bosque, para no perder la costumbre…
—¡Ed! —llamó una voz desde el exterior—. Ed, ¿estás ahí?
Ferguson arrugó el ceño.
—¿Quién es?
—Soy yo. Tom. ¿Tienes un rato libre?
Otro lunático más. Bien, ¿por qué no?
—Claro. Espera un momento.
Abrió la puerta. Definitivamente, había algo raro en este tipo, no cabía duda: la maraña de pelo, esos ojos extraños y salvajes. Ferguson lo miró inseguro, preguntándose qué había en la mente de Tom, si es que había algo.
—Hoy es el gran día para ti —dijo Tom.
—¿Sí? ¿De verdad?
—¿Recuerdas la semana pasada, la primera vez que hablamos? ¿Cuando te dije que te mostraría cómo tener los sueños espaciales?