—Solía ser —murmuró el hombre—. Ésta es la tierra del «solía ser».
Se hallaban sentados en la ladera de una duna redonda y curvada casi como un pecho, que destacaba sobre un mar de hierba. Este paisaje del norte californiano era radicalmente distinto del que Jaspin estaba acostumbrado a ver en Los Ángeles, donde las cicatrices infligidas por los días de preguerra, cuando había superpoblación y desarrollo, estaban por todas partes y eran imborrables.
Aunque la luna estaba apenas en creciente, su resplandor permitía ver perfectamente en las sombras. Los robles, las rocas, la superficie de la hierba destacaban con claridad. El océano estaba a un par de kilómetros de distancia. Tras ellos se extendía el caos de la caravana tumbondé, prácticamente otro océano, una multitud de vehículos que abarcaba una distancia inconmensurable. En San Francisco y en Oakland el Senhor había ganado tantos nuevos adeptos que el tamaño de la procesión era ahora casi del doble. Es el flautista de Hamelin del Espacio, pensó Jaspin, reclutando seguidores a manos llenas mientras camina alegremente hacia el Séptimo Lugar.
Jaspin dejó que su mano descansara sobre los hombros de Lacy. Era la primera vez desde hacía tres días que conseguía verla, desde que habían levantado el campamento de Oakland. Había empezado a preguntarse si se habría dado la vuelta y habría regresado a San Francisco por alguna razón, incluso después de que ella le hubiera dicho lo importante que era el tumbondé. Pero, por supuesto, no se había marchado. Estuvo, simplemente, en otra parte, barrida por el remolino de seguidores. La procesión era tan grande que resultaba fácil perderse. Jaspin había conseguido localizarla por fin esa noche, mientras intentaba atravesar la turba delante de la plataforma donde se suponía que el Senhor Papamacer iba a aparecer.
—Olvídalo —le había dicho a Lacy—. El Senhor ha cambiado de opinión. Esta noche tiene una reunión privada con Maguali-ga. Vamos a dar un paseo.
Eso había sido dos horas antes. Ahora estaban al otro lado de las colinas, frente al océano, donde apenas podían oír en la distancia los sonidos de la caravana.
—Nunca me había dado cuenta de que California es así de grande —dijo Jaspin—. Quiero decir… qué demonios, la he visto en los mapas, pero no he comprendido su tamaño hasta que la he recorrido de cabo a rabo.
—Es mayor que un montón de países. Mayor que Alemania, Inglaterra, tal vez mayor que España. Mayor que un montón de sitios importantes. Eso me dijo una vez mi antiguo socio, Ed Ferguson. ¿Has estado alguna vez en otro país, Barry?
—¿Yo? En México, unas cuantas veces. Haciendo investigación de campo.
—México está ahí al lado. Quiero decir, en otro país de verdad. Europa, por ejemplo.
—¿Y cómo podría llegar a Europa? ¿En una alfombra mágica?
—La gente viaja de América a Europa, ¿no?
—Desde la Costa Este tal vez. Creo que hay barcos que hacen esa travesía, pero desde aquí no. ¿Cómo podría hacerse, con todas esas zonas contaminadas en medio? Hubo una época en que la gente daba la vuelta al mundo en una tarde: Australia, Europa, Sudamérica, donde fuese. Te subías a un avión y te llevaban.
—Todavía hay aviones. Los he visto.
—Claro. Tal vez algunos atraviesan aún los océanos, no lo sé. Pero ahora es diferente. Con los viejos países hechos pedazos, la República de Esto y el Estado Libre de Aquello, hacen falta veinte visados para ir de un sitio a otro. No, es un lío, Lacy, y quizás ya no tiene arreglo.
—Cuando se abra la puerta y haya llegado Chungirá-el-que-vendrá, todo tendrá arreglo.
—¿De verdad crees eso?
Ella se volvió rápidamente hacia él.
—¿Tú no?
—Sí. Claro que sí.
—Pero no por completo, ¿no, Barry? Todavía hay algo que te frena.
—Es posible.
—Lo entiendo. He conocido antes gente como tú. Yo misma era una de ellas. Cínica, insegura, dudosa… ¿Por qué no? ¿Qué otra cosa podría ser alguien con una pizca de sentido común cuando vives en un mundo en el que a media hora de camino de las ciudades te encuentras ya en territorio de bandidos y en mil kilómetros a la redonda no hay más que radiación? Pero todas esas dudas pueden desaparecer si quieres. Lo sabes.
—Sí. Lo sé.
—Y estamos llegando al final de una mala época, Barry. Hemos tocado fondo, donde ya ni siquiera quedaba esperanza, y de repente ésta aparece. El Senhor la ha traído. Él nos dice la palabra. La puerta se abrirá, los grandes dioses vendrán a nosotros y harán que todo marche mejor. Eso es lo que va a pasar, y muy pronto, y entonces todo irá sobre ruedas, quizás por primera vez en la historia. ¿No? ¿No?
—Eres una mujer muy hermosa, Lacy.
—¿Qué tiene eso que ver?
—No lo sé. Solamente pensé que tenía que decírtelo.
—Así que eso crees.
—¿Tienes alguna duda?
Ella se echó a reír.
—Ya lo he oído antes. Pero de eso nunca se está segura. No hay mujer que piense que de verdad es hermosa, no importa lo que le digan. Creo que mi pelo está muy bien, y mis ojos, y mi nariz, pero no me gusta mi boca. Lo estropea todo.
—Te equivocas.
—Por otra parte, pienso que mi cuerpo es bastante satisfactorio.
—¿Sí?
Los ojos de Lacy brillaban. Jaspin vio la luna reflejarse en ellos, y pensó que incluso podía distinguirse el punto blanco de Venus. La atrajo hacia sí con el brazo con el que la rodeaba y con la otra mano le acarició ligeramente los pechos. Ella llevaba un jersey verde, muy fino, sin nada debajo. Sí, pensó, bastante satisfactorio. Quiso poner la cabeza entre sus pechos y descansar allí.
Vagamente, se preguntó dónde estaría Jill, qué estaría haciendo ahora. Su esposa… Una farsa, eso es lo que era. No la había visto en dos días. Aparentemente había perdido interés en la Hueste Interna, o para ser más precisos, ellos habían perdido interés en ella, pero había otros muchos para entretenerla. Su primera opinión sobre ella había sido acertada: era una golfa inútil. Lacy era otra historia: segura, inteligente, una mujer que había visto mucho y comprendía lo que había visto. Si anteriormente había sido una timadora, ¿qué importaba? Tú mismo eras un fraude, se dijo Jaspin, recordando sus días de la UCLA, cuando realizó una carrera que no había servido más que para amontonar sus lecturas sobre las ideas de otra gente. ¿Un erudito, eso crees que eres? No, un fraude. Lo mismo podría haber estado vendiendo terrenos en Betelgeuse Cinco.
Pero nada de eso importaba ahora. Pronto todos habremos cambiado, pensó. En un momento, en un parpadeo.
Empezó a quitarle el jersey. Sonriendo, Lacy le apartó las manos y se lo quitó ella misma, y lo puso a un lado. Hizo lo mismo con sus pantalones un momento después. Con aquella piel pálida y los cabellos rizados parecía brillar en la oscuridad.
—Vamos —susurró impaciente.
Se abrazaron. A Jaspin esto le parecía muy extraño, casi un sueño, muy hermoso y muy peculiar. Nunca había sido muy romántico, pero en cierto modo esto parecía único, completamente nuevo. ¿Por la inminencia de la llegada de los dioses? Eso tenía que ser. Supo que la mala época llegaba a su fin, y sintió que las heridas de su alma cicatrizaban. Sí, sí, vendrá Chungirá-el-que-vendrá. Y cuando me presente ante él, no me sentiré solo.
Hemos cambiado ya, pensó Jaspin. En un momento. En un parpadeo.
—¿Sabes una cosa? —dijo—. Te quiero.
—Lo que implica que por fin estás aprendiendo a quererte a ti mismo —contestó Lacy—. Ese es el primer paso para amar a alguien. —Sonrió—. ¿Sabes? Yo también te quiero, Barry.
Eso fue lo último que dijeron por un rato.
—Espera un momento, ¿quieres? —dijo Lacy entonces—. Déjame ponerme encima. Ah. Eso es, Barry. Así. Muy bien. Oh, sí, muy bien.