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Elszabet no se movió, ni siquiera respiraba, ni parpadeaba. Ésa es la Tríada Misilyna, pensó. Ésos deben de ser los Suminoors, y ésos los Gaarinar. Oh. Oh. Oh.

Estaba aturdida por el miedo y la maravilla. Quiso llorar, quiso arrodillarse y rezar, quiso salir corriendo y gritar aleluya. Pero fue incapaz de moverse. Permaneció perfectamente tranquila, congelada por la sorpresa, mientras las imágenes verdes se sucedían en la pantalla. Todo era increíblemente raro, alienígena.

Y al mismo tiempo todo era tan completa y enteramente familiar como si mirara las fotografías de la ciudad en la que había vivido cuando era niña.

Séptima parte

No son cantaradas de Tom la oruga, Pedro, la basura que desprecio, ni los rateros probados, ni las bravatas de los vocingleros. Los humildes, los blancos, los sencillos me tocan, me abrazan y no abusan de mí; pero quienes se cruzan ante Tom Rinoceronte hacen lo que la pantera no se atreve. Y mientras, canto: «¿Hay comida, alimento, alimento, bebida o ropa? Vamos, dama o doncella, no tengas miedo. El Pobre Tom no estropeará nada».
La Canción de Tom O’Bedlam

1

Empezaba a oscurecer más pronto que de costumbre. Unas pocas nubes habían empezado a aparecer por el norte, y quizá aquella noche llovería, supuso Tom. La primera vez esta temporada. Anoche hubo una luna brillante, clara y fría; esta noche, tal vez, lluvia. Un cambio en el clima, que quizá fuera heraldo de otros cambios mayores. Vuelve a la habitación, toma una buena ducha, arréglate para la cena. Después charla un poco con la gente de aquí, con Ferguson, con la chica gorda, April, con alguno de los otros.

El Tiempo del Cruce se acercaba como las lluvias: la estación estaba cambiando.

—Vamos —le dijo a Ferguson—. Llevamos horas aquí. Es tiempo de volver.

—Sí —respondió Ferguson—. Claro.

Parecía medio dormido, vago, ido, soñoliento. Estaba así desde que Tom le había conferido la visión, sentado tan tranquilo bajo los árboles, sonriendo, meneando la cabeza de vez en cuando, sin decir casi nada. Era como si el Mundo Verde lo hubiera atontado. ¿O había algo más? Era como si alguien se hubiera dirigido por fin a él y le hubiera dicho: «Mira, hombre, yo me preocupo por ti, un absoluto extraño que no tiene nada que ganar, y sólo quiero que dejes de hacer daño, y esto es lo que puedo hacer por ti». Tom pensaba que tal vez nadie le había dicho algo así nunca.

—Vamos, entonces. Arriba.

—Sí. Sí, ya voy.

—Dame la mano.

Tom le ayudó a ponerse en pie. Ferguson era un hombre fornido, y le costó trabajo levantarle. Ferguson se tambaleó. Tranquilo, pensó Tom. Conserva el equilibrio. Esperaba que no fuera a caerse. Recordó lo difícil que había sido sostener a April cuando se desmayó. Tranquilo. Tranquilo.

Ferguson consiguió mantenerse erguido, y juntos emprendieron el camino de regreso al Centro.

—¿Crees que ahora voy a tener los sueños espaciales todo el tiempo? —preguntó Ferguson—. Quiero decir…, sin que tengas que hacerme eso.

—Claro. ¿Por qué no? Estás completamente abierto. Siempre lo has estado, sólo que no dejabas que entraran en ti. Ahora ya sabes cómo hacerlo.

—Qué cosa tan maravillosa es el Mundo Verde… Ahora comprendo todo el alboroto. Quiero ver también los otros mundos, ¿sabes? Los siete.

—Hay más de siete.

—¿De verdad?

—Los siete son solamente las visiones más fuertes, las principales. Hay otros mundos. Miles. Millones. Infinidad de ellos. Algunos nada más han venido a mí una vez, durante una fracción de segundo. Otros solamente un par de veces, separados por años. Pero los siete principales vienen todo el tiempo. Ésos son los que puedo ofrecer a los otros, los fuertes, los principales.

—Jesús —dijo Ferguson—. Millones de mundos.

—Mira ahí arriba. ¿Sabes cuántas estrellas pueden verse cuando el cielo está despejado? Y ésas sólo son las más cercanas. Esta galaxia tiene cien mil años luz de un extremo a otro. ¿Sabes cuántas estrellas hay en cien mil años luz? Y eso sólo en esta galaxia. Hay nebulosas que son galaxias completas en sí mismas. Andrómeda, Cygnus A, las Magallanes. Están llenas de estrellas, y todas las estrellas tienen planetas. Te aturde sólo con pensarlo. Este planetita nuestro… Qué tontería, eso de decir que somos los únicos seres vivos del universo.

—Sí. Sí. Jesús, ¿qué he estado haciendo toda mi vida? ¿En qué pensaba?

Todavía estaba perdido en la visión, flotando entre las estrellas. Ahora parecía completamente distinto, la cara más relajada, más joven, más calma. El frío nudo dentro de su pecho había desaparecido. Bueno, pensó Tom, eso no durará. No se transforma uno completamente con un simple flash. El triste, duro y amargo Ed Ferguson podía volver, y lo haría probablemente, dentro de una hora, un día, una semana; más pronto o más tarde… a menos que algo grande lo cambiara mientras todavía estaba abierto y vulnerable.

—¿Tom? —susurró una voz desde los matorrales—. ¡Eh, Tom!

Tom se volvió. Una cara en las sombras, ojos azules, labios finos, las mejillas picadas de viruelas. Una mano le señalaba, lo llamaba, le hacía señas de que se deshiciera de Ferguson y se acercase.

Era Buffalo, escondido como un fantasma.

Tom meneó la cabeza. Señaló hacia el Centro, señaló a Ferguson. Buffalo gesticuló de nuevo, con más urgencia. Susurró otra vez.

—Ven. Charley está aquí. Quiere verte.

—Está bien —Tom frunció el ceño—. Espera.

Apretó el paso y alcanzó a Ferguson.

—Vuelve tú solo. Voy a quedarme aquí otros cinco minutos, ¿de acuerdo?

A Ferguson no pareció importarle. Ahora el Mundo Verde era más vívido para él que lo que pudiera pasar en el bosque.

—Sí —dijo—. Claro.

—Necesito estar a solas un momento.

—Sí, claro.

Se marchó. Al verlo irse, Tom sintió dudas, pero se internó en la espesura.

Buffalo salió de detrás de un árbol.

—Ése era el tipo de la carretera, ¿no? El de la pierna lastimada, el que iba con la chica morena.

—Eso es. ¿Por qué estáis aquí? ¿Qué quiere Charley de mí, Buffalo?

—Quiere verte. Hablar contigo. Te echa de menos, ¿sabes? Todos lo hacemos. —Buffalo hizo un guiño—. ¡Eh, tienes buen aspecto, Tom! Te has arreglado un poco, ¿eh? Pantalones nuevos, camisa nueva, todo flamante. Ese Centro es un buen sitio, ¿eh?

—Está bien. Hay mucha gente buena. Me gusta.

—Apuesto a que sí. Bueno, ven. Por aquí. Charley quiere verte.

Buffalo le guió entre los grandes árboles, por un sendero salpicado de hojas caídas. Charley y los otros saqueadores les esperaban en un claro. Todos parecían cansados y abatidos, más desharrapados que de costumbre. Un grupo de hombres desolados. Tom no se alegró de verlos. Había esperado no volver a encontrarlos nunca más.

—¡Ahí está! —exclamó Charley—. ¡Hijo de puta, mirad esa ropa! Te han bañado y te dieron de comer, ¿eh? ¿Qué tal, Tom? ¿Cómo estás?

—Hola, Charley.

—Tienes muy buen aspecto. A nosotros, ya ves, no nos han ido bien las cosas.

—¿No?

—Nos metimos en líos allá en Ukiah. Tamal y Choke cayeron en una emboscada y los mataron.

—Oh. Creí que estarían por ahí, con la furgoneta…

—La furgoneta está aquí. La dejamos flotando entre los árboles, un poco más allá. Tamal y Choke no pudieron contarlo. Los demás logramos escapar.