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—La fuerza viene de las siete galaxias —había dicho al reportero del Times el Senhor Papamacer—. Es la gran luz que contiene el poder de la salvación. Brilló una vez en Egipto, y en el Tibet, y en el lugar de los dioses en Yucatán, y ha estado en Jerusalén y en el sagrado altar de los Andes, y ahora está aquí, en el Sexto de los Siete Lugares. Pronto se moverá hacia el Séptimo Lugar, que es el Polo Norte, donde Maguali-ga abrirá la puerta y Chungirá-el-que-vendrá entrará en nuestro mundo trayendo la prosperidad de las estrellas a quienes le aman. Y ése será el tiempo del fin, que será el nuevo principio.

Ese tiempo, había dicho el Senhor Papamacer, no estaba lejos.

Jaspin oyó el balido de las cabras por encima de todos los demás sonidos. Oía el bajo tono plañidero del toro blanco del sacrificio que se encontraba —lo sabía— en la cabaña emplazada en la cima de la colina.

Entonces vio a los danzarines enmascarados abriéndose paso entre la multitud, siete de ellos representando las siete galaxias benevolentes. Sus caras estaban ocultas por brillantes escudos metálicos, y sus cuerpos desnudos llevaban adornos en forma de soles y lunas y planetas. Sobre las cabezas llevaban esferas de metal rojas y brillantes como espejos, de las cuales destellaban, como lanzas, haces de luz. Portaban maracas y castañuelas y cantaban ferozmente:

—¡Venha Maguali-ga Maguali-ga, venha!

Una invocación. Los siguió, moviendo los brazos. A su izquierda, una mujer gorda vestida de verde repetía una y otra vez, en español, «Perdona nuestros pecados, perdona nuestros pecados», y al otro lado un negro desnudo hasta la cintura murmuraba en mal francés «El sol sale por el este, el sol se pone en Guinea, el sol sale por el este, el sol se pone en Guinea».

Subió colina arriba. Arriba. Los animales, en alguna parte, aullaban de miedo y dolor. Los sacrificios daban comienzo.

Jaspin se encontró ante la boca de un gran pozo lleno hasta el borde de las cosas más sorprendentes: joyas, monedas, muñecas, cubos de diversión, fotografías familiares, ropas, juguetes, artilugios electrónicos, armas, herramientas, paquetes de comida. Sabía qué tenía que hacer. Aquél era el Pozo del Sacrificio; tenía que desprenderse de algo valioso para reconocer que así no iba a necesitarlo cuando los dioses vinieran de las estrellas y trajeran con ellos, a todas las gentes sufrientes de la Tierra, riquezas incalculables. «Debéis hacer un regalo a la Tierra», decía el Senhor Papamacer, «si deseáis para la Tierra los regalos de las estrellas». No tenía importancia si lo que se arrojaba al pozo no era considerado de valor; bastaba con que fuera valioso para uno mismo. Jaspin tenía un regalo preparado: su reloj de pulsera, probablemente la última cosa de valor —excepto sus libros— que todavía no había vendido, un IBM extraplano con nueve funciones. Valía al menos mil dólares.

Esto es una locura, pensó.

—Para Chungirá-el-que-vendrá —dijo, y arrojó el brillante reloj al pozo repleto.

Entonces fue arrastrado hacia arriba, hacia el lugar de la comunión.

El olor de la sangre de las ovejas y las cabras flotaba por todas partes; aún no habían sacrificado al toro. Jaspin, tiritando, se encontró cara a cara con la Senhora Aglaibahi, la madre virgen, la diosa de la Tierra. Parecía tener al menos tres metros de altura. Su pelo negro estaba moteado de lentejuelas, los ojos sombreados por un fiero tono escarlata, los grandes pechos desnudos brillaban con las marcas de Maguali-ga. Le tocó con las yemas de los dedos y Jaspin sintió una punzada, como si se hubiera pinchado con una aguja. Avanzó más allá, pasando la forma todavía más gigantesca del Senhor Papamacer, pasando las figuras de cartón piedra de los dioses Narbail y Prete Noir y O Minotauro, y el caminante de las estrellas, Rei Ceupassear, y continuó a trompicones hasta llegar al sitio consagrado a Chungirá-el-que-vendrá y a Maguali-ga.

Comenzó a sentirse aturdido. El calor, pensó, la excitación, la muchedumbre, la histeria le hacían perder la conciencia. Tropezó, estuvo a punto de caerse, luchó por permanecer de pie, temiendo que acabaría aplastado si se dejaba caer. Vio un árbol y se agarró a él mientras lo invadían oleadas de vértigo. Le parecía que despegaba de la tierra, que era levantado por alguna extraña fuerza centrífuga a las distantes extensiones del universo.

Y mientras se movía por el espacio, vio a Chungirá-el-que-vendrá.

El dios de la puerta era una gran figura dorada y extraña, con cuernos de carnero, el ser más extraño que Jaspin había visto nunca, y surgía de un bloque de alabastro puro y brillante que le cubría hasta la cintura. Sobre su hombro izquierdo había un sol inmenso, rojo oscuro, que cubría la mitad del cielo púrpura; parecía palpitar e inflarse como un globo enorme. Había un segundo sol a la derecha del dios, uno azul que fluctuaba con violentos estallidos de luz. Entre los dos soles se extendía un puente de materia brillante, como un arco en el cielo.

—Mi tiempo está cercano —dijo Chungirá-el-que-vendrá—. Vendrás a mi abrazo, hijo. Y todo estará bien.

Entonces la figura se desvaneció. La estrella roja y la azul desaparecieron. Jaspin extendió la mano, implorante, pero no pudo hacer que retornara lo que acababa de contemplar. El momento maravilloso había terminado.

Empezó a temblar. Nunca antes había experimentado algo ni remotamente parecido a eso. No podía moverse, no podía respirar. La visión lo había conmocionado. Era devastadora. Por un instante había sido tocado por un dios. No había explicación, y tampoco iba a buscar una. Esta vez había topado con algo que sobrepasaba toda su capacidad de comprensión, algo tan superior a Barry Jaspin que se sentía perdido.

Santo Dios, pensó. ¿Puede ser posible que allá fuera existan titánicos seres espaciales, que los tumbondé tengan una conexión a través de medio universo con Dios sabe dónde, que esas criaturas contemplen nuestro mundo desde millones de años luz de distancia, que vayan a venir a gobernarnos y a cambiarnos? Tenía que ser sólo una alucinación. El calor, la gente… Tal vez la Senhora Aglaibahi le había inoculado alguna especie de droga.

Abrió los ojos. Yacía bajo un árbol, y la rubita delgada estaba arrodillada junto a él. Llevaba la blusa abierta todavía, pero las marcas de Maguali-ga sobre sus pechos estaban despintadas y corridas, y su piel brillaba por el sudor.

—Le vi desmayarse. Temí que fuera a hacerse daño. ¿Puedo ayudarle a levantarse? Tiene usted un aspecto extraño, doctor Jaspin.

Él ya no se molestó en negar quien era.

—No puedo creerlo —dijo con voz estrangulada—. De verdad que no puedo creerlo. Le vi. Pude haberlo tocado con la mano, aunque nunca me habría atrevido a hacerlo.

—¿Vio a quién, doctor Jaspin?

—¿No le viste?

—¿Se refiere al Senhor Papamacer?

—A Chungirá-el-que-vendrá. Me miraba desde un planeta de otra galaxia. ¡Cristo Todopoderoso, era real, no lo dudé!

Se sentía rodeado por un aura luminosa, exaltado por el toque divino. Una parte de él, lo sabía, había sido Chungirá-el-que-vendrá, y lo sería siempre. Pero al momento siguiente todo había empezado a desvanecerse y desaparecer, y luego volvió a no ser más que el miserable y jodido Barry Jaspin de nuevo, que yacía sudoroso y exhausto en una colina abrasada, con miles de personas que gritaban y cantaban y pasaban a su alrededor, y animales asustados que balaban, y tambores que hacían temblar el suelo como un terremoto de intensidad nueve coma cinco en la escala Richter. Se sentó y miró a la muchacha rubia, y vio la adoración y la maravilla reflejadas en su cara. Era como si ella también hubiera visto a Chungirá-el-que-vendrá en sus ojos un momento antes de que el éxtasis desapareciera.

Entonces, sin previo aviso, le invadió la tristeza más terrible que había conocido nunca, y empezó a llorar lágrimas amargas e incontrolables.