No quería morir, pero… ¿moriría si realizaba el Cruce? ¿Moriría?
—No le digáis nada —dijo alguien—. Dejad que salga de él.
Bien, ¿por qué no?, pensó Ferguson. Otra vez se sentía más ligero. La sensación de gravidez volvía. Hazlo, pensó. Por una vez en tu vida, hazlo. Ve. Muéstrales el camino. Hazlo por ellos. Hazlo por ti, quién sabe. Por una vez en tu vida, sólo por una vez. ¿Qué tienes que perder? ¿Qué es eso tan maravilloso que tienes en la Tierra y no quieres perder? Hazlo, Ed. Hazlo. Hazlo.
Parpadeó, meneó la cabeza, sonrió.
—Sí —dijo—. Adelante. Enviadme a donde queráis.
—¿Estás seguro? —le preguntó Tom.
Ferguson asintió. Le sorprendió comprobar lo tranquilo que estaba. El padre Christie, a su lado, murmuraba en latín. ¿Rezaba por él? Probablemente. Muy bien, que rezara. Eso no haría daño. Todo iba a salir bien. Estaba completamente en paz. No recordaba haberse encontrado así antes.
—Unid todos las manos —dijo Tom. Su voz parecía provenir de muy lejos—. Unid vuestras manos, permaneced unidos, concentraos. Ayudadme a hacerle cruzar. No puedo hacerlo solo, pero con vuestra ayuda lo conseguiremos. Y tú, Ed, pon tus manos sobre las mías, como hiciste ayer en el bosque. Pon tus manos sobre las mías.
4
Elszabet salió de su oficina, recorrió el pasillo hasta la puerta y salió al exterior, a la tormenta. Iban a dar las ocho de la mañana, y hasta el momento todo parecía bajo control. Se detuvo en el porche para verificar el sistema de comunicaciones que llevaba.
—Lew. Lew, ¿puedes oírme?
Transmisor, receptor y micrófono, las tres unidades juntas eran más pequeñas que su uña, y las llevaba colocadas detrás de la oreja derecha. El diminuto micro iba montado sobre su mejilla. Era equipo militar; si hoy iba a haber una guerra, ella tendría que ser el general.
—Te oigo perfectamente, Elszabet —dijo Arcidiacono. Sonaba como si estuviera junto a ella.
La lluvia empezaba a hacerse más fuerte. El viento del norte la arrastraba y la esparcía violentamente contra los edificios, de donde chorreaba en cascadas. Elszabet supuso que eso era un golpe de buena suerte por su parte. Los tumbondé no deambularían por un terreno que no era suyo si llovía, ¿no? Se quedarían en los autobuses y continuarían avanzando hasta el Polo Norte o dondequiera que su profeta los guiase.
Al menos, eso esperaba. Por lo mismo, seguía pareciéndole una buena idea alzar las murallas de energía y mantenerlas hasta que la marcha hubiera pasado de largo, sólo por si algunos cientos de miles de extranjeros veían el Centro al borde del bosque, les parecía cálido y confortable, y decidían acercarse para secarse un rato.
—¿Qué tal las cosas por ahí? —le preguntó a Arcidiacono.
—Todo tranquilo. Todavía estamos trasladando los generadores. ¿Hay alguna noticia de la policía del condado sobre los tumbondé?
—Acabo de hablar con ellos. Dicen que todavía no han levantado el campamento.
—¿Saben dónde están?
—Parece que por todas partes —dijo Elszabet—. Hay una buena cantidad de ellos a las afueras de Mendo, pero están desperdigados por todas partes, a ambos lados de la autopista Uno. El grupo más cercano debe de estar a unos dos kilómetros y medio al suroeste.
—Jesús, eso es bastante cerca.
—¿Estás listo para manejar la situación?
—Cuando quieras. No estoy preocupado.
—Muy bien. Si tú no estás preocupado, yo tampoco. Todo va a salir bien, Lew. ¿Seguro que tienes suficiente gente?
—Por ahora sí. Tal vez un poco más tarde, cuando se hayan puesto en movimiento, necesitaré más para ir cambiando el equipo de un sitio a otro.
—Todos estaremos allí para entonces. Te llamaré cada quince minutos para verificar.
—De acuerdo.
Elszabet golpeó ligeramente el receptor, pasando a la frecuencia B: Dante Corelli, que estaba en el gimnasio, a cincuenta metros de distancia.
—Aquí Elszabet. Es sólo una prueba. ¿Todo en orden?
—Sí. Los pacientes empiezan a llegar del desayuno.
—¿Saben lo que pasa?
—Más o menos. Les he contado el asunto en líneas generales. Nadie está particularmente alarmado. Bill Waldstein les va dando una ración de tranquilizante a medida que aparecen. Les decimos que es simplemente para relajarlos, que no tienen que preocuparse. Todos están muy calmados por aquí.
—No me extraña.
—Me pregunto si, con esto de la lluvia, es necesario que los saquemos fuera. Podríamos mantenerlos aquí, darles tranquilizantes y dejar a un par de miembros del personal supervisándolos.
—Vamos a esperar. Quizá todo esto no sea más que una falsa alarma.
—¿Lo crees así?
—Eso sería lo mejor, ¿no?
—Escucha, todavía me faltan unos cuantos. Tal vez deberías llamar al comedor y hacer que se apresuren, ¿de acuerdo?
—¿Quiénes no han llegado todavía?
—April, Ed Ferguson, el padre Christie… No, ahí viene el padre Christie. Entonces solamente April y Ed. Todos los demás están ya aquí.
—¿También Tom?
—No. No, no sé dónde está.
—Es conveniente que lo sepamos. Si aparece, llámame.
—Eso haré.
—Iré a ver a los que faltan. Te hablaré desde la puerta del comedor. Si están ahí dentro, los tendrás en cinco minutos o menos.
Elszabet se dirigió al edificio y echó un vistazo. No había nadie a la vista, excepto uno de los muchachos de la ciudad, que se encargaba de lavar los platos y fregar el suelo.
—Estoy buscando a un par de pacientes —le dijo—. April Cranshaw, una mujer gorda de unos treinta años. Y el señor Ferguson, ¿sabes quién es?
El chico asintió.
—Claro. Los conozco a los dos, doctora Lewis. Creo que ninguno ha venido hoy a desayunar.
—¿No?
—Es difícil dejar de ver a April.
Elszabet sonrió.
—Me gustaría encontrarlos. Si aparecen mientras todavía estás aquí, ¿querrías llamar al gimnasio y decírselo a Dante Corelli? Luego, envíalos.
—Délo por hecho, doctora Lewis.
—Y ¿has visto a Tom? Ya sabes, el nuevo, el de los ojos peculiares.
—Tom, sí. Tampoco ha estado aquí.
—Qué extraño. Tom no suele perderse una comida. Bien, pues lo mismo. Si lo ves, llama a Dante.
—Muy bien, doctora Lewis.
Elszabet salió al exterior. Se sentía curiosamente tranquila, como si se encontrara en el ojo de un huracán. Lo primero que tenía que hacer era acercarse al dormitorio a ver si April o Ferguson estaban todavía en la cama. Con una mañana como ésta, podrían haber decidido no levantarse, especialmente si no habían sido llamados para acudir al tratamiento.
La lluvia le golpeó en la cara. Se hacía más y más molesta, casi igual que una tormenta de invierno. El terreno engullía completamente el agua, pues estaba reseco tras tantos meses de verano; pero si continuaba lloviendo de esa manera, por la noche estaría todo lleno de barro. En los meses veraniegos se tiende a olvidar lo molestas que pueden ser las lluvias, pensó Elszabet.
Lo primero, encontrar a April y a Ferguson, sí. Luego, buscar a Tom. Y entonces tendría que acercarse a la puerta delantera a ver cómo se las apañaba Lew Arcidiacono con la instalación de la muralla de energía. Después de eso, no quedaría más que esperar y hacer todo lo posible para que la marcha rodeara el Centro en lugar de atravesarlo. Los tumbondé eran un problema que no necesitaba, una estúpida distracción. Sabía que Tom era el gran suceso con el que ahora debería estar tratando. Tom y sus visiones, sus poderes casi mágicos, Tom y sus mundos galácticos, los mundos que ahora, gracias a las cámaras de la Starprobe, comprendía reales, auténticos mundos habitados que enviaban imágenes de si mismos a través de la extraña mente de este hombre de la Tierra.