Como si algo hubiera saltado en los recovecos de su mente, una luz extraña empezó a brillar detrás de sus ojos.
No, pensó furiosa. Ahora no. Por el amor de Dios, ahora no…
Todo lo que veía tenía dos sombras: una delineada en amarillo, la otra en un rojo anaranjado. En el cielo, una pálida nebulosa rosácea se extendía como un gran pulpo sobre el horizonte. Y unas criaturas se movían de un lado a otro, esféricas, de piel azul, con racimos de tentáculos en sus cabezas. Reconoció el paisaje, las estrellas, los seres esféricos.
La Estrella Doble Tres entraba en su mente. Justo ahora, en medio de la lluvia, mientras caminaba del comedor a los dormitorios, estaba siendo succionada hacia otro mundo.
No, pensó. No. No. No.
Se detuvo tras un par de pasos, se acercó tambaleándose a un gran rododendro en mitad del césped, agarró una de sus ramas y la sostuvo fuertemente, atontada, desmayada, repeliendo la visión. Esto es un rododendro, se dijo. Es una mañana lluviosa de octubre, del año 2103. Esto es el condado de Mendocino, California, planeta Tierra. Soy Elszabet Lewis, y soy un ser humano nativo del planeta Tierra y necesito tener todas mis facultades conmigo.
—¿Está usted bien, señora? ¿Necesita ayuda? —dijo una áspera voz tras de ella.
Se dio la vuelta, sorprendida, desorientada. Estrella Doble Tres estalló en pedazos y desapareció, y se encontró cara a cara con tres extraños de aspecto duro y desagradable. Uno de espesa barba negra y ojos profundos casi enterrados en ojeras; otro de cara delgada y picada de viruelas, y otro pequeño y feo, con una salvaje mata de pelo rojo, que parecía todavía más peligroso que los otros dos.
Elszabet los encaró y, tan impasiblemente como pudo, se llevó la mano a los cabellos y conectó el transmisor. Éste todavía debería estar sintonizado en la frecuencia B. Dante Corelli recibiría la señal en el gimnasio.
—¿Quiénes son ustedes? ¿Qué están haciendo aquí?
—No tiene por qué asustarse, señora —dijo el de la cara picada de viruelas—. No queremos hacerle daño. Pensábamos que estaba enferma o algo así, por la manera en que se agarraba a ese seto.
—He preguntado quiénes son ustedes —dijo ella, un poco más crispada. Le molestaba que aquel hombre pensara que estaba asustada, aunque fuera cierto—. Y qué están haciendo aquí.
—Bueno, nosotros…, nosotros… —empezó a decir él.
—Cierra el pico, Buffalo —cortó el de la barba negra. Entonces se dirigió a Elszabet—. Solamente íbamos de paso. Intentábamos encontrar a un amigo que parece haberse extraviado aquí.
—¿Un amigo?
—Un hombre llamado Tom, tal vez sepa usted quién es. Alto, delgado, un poco raro de aspecto…
—Sé a quién se refiere, sí. ¿Sabe que está en una propiedad privada, señor…, señor…?
—Soy Charley.
—Charley, bien. Van ustedes con la marcha tumbondé, ¿no?
—¿Quiere usted decir con la muchedumbre de San Diego? ¿Con todos esos locos? No, nosotros no, qué va. Sólo vamos de paso. Pensábamos que tal vez podríamos encontrar a nuestro amigo Tom y llevárnoslo con nosotros antes de que esos locos lleguen. ¿Sabe usted cuántos debe de haber ahí afuera, junto a la carretera?
Elszabet pudo ver que Dante salía del gimnasio, y que dos o tres más venían con ella. Se acercaban por detrás, con mucho cuidado, escuchando la conversación de Elszabet con los tres extraños.
—Su amigo Tom no está aquí ahora —dijo Elszabet—. Y en cualquier caso, no creo que planee irse a ninguna parte. Les sugiero que se marchen inmediatamente, por su propio bien. Como dicen, hay una muchedumbre justo ahí al lado, y si entran aquí, no podré hacerme responsable de su seguridad. Además, sucede que están ustedes traspasando una propiedad privada.
—Déjenos solamente que hablemos con Tom un minuto, entonces…
—No.
Dante le hacía señas como dando a entender que le hiciera una señal para ponerlos fuera de combate. Dante era terrible con la pistola tranquilizante desde casi cualquier distancia. Pero Elszabet no estaba segura. Ciertamente, los tres iban armados: cuchillos, punzones, tal vez pistolas. Lo que el hombre de la barba llevaba en la muñeca parecía un brazatete láser. Si Dante abría fuego, uno de ellos podría tener tiempo de replicar, y lo que dispararía no iban a ser balas anestésicas.
—Charley, mira detrás —dijo el pelirrojo.
—¿Qué es lo que hay, Stidge?
—Un par de tipos. Nos vigilan.
Charley asintió. Con mucho cuidado, se dio la vuelta y miró.
—¿Qué quieres que hagamos? —preguntó Stidge—. ¿Agarro a ésta y la obligamos a que nos ayude a encontrar a Tom?
—No. Nada de eso, Stidge. —Charley se volvió hacia Elszabet—. No queremos causar problemas. Nos marcharemos. Si ve a nuestro amigo Tom, déle recuerdos, ¿vale? —Hizo gestos a los otros, y empezaron a deslizarse hacia los bosques, primero el del rostro picado de viruelas, luego Stidge. Charley se quedó allí hasta que los otros dos se perdieron de vista—. Espero no haberla molestado, señora. Sólo íbamos de paso. ¿De acuerdo? Dígale a Tom que Charley y los muchachos estuvieron buscándole, ¿vale?
Entonces se marchó él también. Elszabet se dio cuenta de que temblaba y estaba empapada en sudor. Una reacción tardía la envolvió. Sus dientes castañetearon. Algunos fragmentos de visiones espaciales danzaban en su mente, como pálidas llamas transparentes en los bordes de una hoguera.
Dante se acercó corriendo. Teddy Lansford venía detrás.
—¿Todo bien?
Elszabet se sacudió la lluvia que le corría por la frente y contuvo un escalofrío.
—Me pondré bien. Estoy un poco impresionada, supongo.
—¿Quiénes eran?
—Creo que los saqueadores con los que viajaba Tom. Iban buscándole. Quieren salir de aquí antes de que lleguen los tumbondé, y pretenden llevarse a Tom con ellos.
—Sucios bastardos —dijo Dante—. Por si no tuviéramos bastantes problemas, encima saqueadores.
—¿No deberíamos llamar a la policía? —sugirió Lansford.
Dante se echó a reír.
—¿Policía? ¿Qué policía? Todos los policías del condado estarán hoy en Mendo intentando controlar a los tumbondé. No, tendremos que vigilar a esos tres nosotros mismos. En nuestro tiempo libre. —Se volvió a Elszabet—. Todavía te encuentras bastante asustada, ¿no?
—Estaba intentando repeler una visión espacial. Y nada más darme la vuelta, allí estaban esos tres tipos. Sí, todavía estoy temblando.
—Quizá esto te ayude —dijo Dante.
Dio un paso adelante y colocó sus manos en la espalda y los hombros de Elszabet, y comenzó a reorganizar huesos, músculos y ligamentos como si fueran los papeles desordenados de una mesa. Elszabet emitió al principio un quejidito de sorpresa y de dolor, pero entonces sintió que la tensión empezaba a abandonarla y dejó que Dante continuara. Gradualmente, la tranquilidad retornó.
—Ya está —dijo Dante finalmente—. ¿Te sientes un poco mejor?
—Oh, cielos, ya lo creo.
—Relajar la espalda relaja la mente. Oye, ¿llegaste a descubrir dónde estaban April y Ferguson?
Elszabet se llevó la mano a los labios.
—Dios, lo olvidé por completo. Iba camino del dormitorio cuando empezó a golpearme la visión, y entonces…