La voz de Lew Arcidiacono surgió de repente por el receptor en su oreja derecha.
—¿Elszabet? Creo que acaba de comenzar. Nos dicen que hay un montón de gente del tumbondé no muy lejos de la carretera, y que probablemente van a marchar en nuestra dirección muy pronto.
Elszabet cambió a la frecuencia A.
—Magnífico. ¿Cómo te va con las murallas de energía?
—Tenemos levantada una sólida línea de defensa a lo largo de la línea probable de aproximación. Pero si la marcha se deshace puede que empiecen a entrar por alguno de los lados sin protección. Puedo usar todo el personal extra que me mandes.
—De acuerdo. Haré que Dante vaya para allá con todos los que pueda. Sigue en contacto, Lew.
—¿Qué pasa? —preguntó Dante.
—Se están acercando. Hay una multitud tumbondé a poca distancia de la carretera.
—Ya empezamos, ¿no?
—Podremos manejarlos. Pero Lew pide ayuda en la línea frontal. Lleva allí a todo el mundo del gimnasio, y pronto, ¿de acuerdo? Me acercaré a los dormitorios a por Ferguson y April y me reuniré con vosotros dentro de cinco minutos.
—Voy para allá.
Elszabet le ofreció una frágil sonrisa.
—Gracias por el masaje.
El edificio de los dormitorios estaba a unos veinte pasos de distancia. Corrió hacia él, resbalando y deslizándose por el camino empantanado. La tormenta se hacía peor a cada momento. Medio tropezando, Elszabet llegó hasta el porche y entró a trompicones en el edificio, dejando en el suelo grandes huellas de barro.
—¿Hola? ¿Hay alguien aquí?
Todo estaba tranquilo. Caminó por el corredor, mirando en una y otra habitación, los pequeños cubículos donde sus infelices pacientes pasaban sus infelices días. No había signo de nadie. Al fondo del pasillo se detuvo ante la número siete, la habitación de Ed Ferguson. Mientras colocaba la mano en el marco de la puerta, oyó unos sonidos extraños, densos, pesados, lentos, en el interior.
April estaba sentada de piernas cruzadas en medio del suelo, cantándose sola, meciéndose hacia delante y hacia detrás, lloriqueando un poco. Tras ella, medio oculto por el corpachón de la mujer, Ed Ferguson estaba sentado inmóvil en el suelo, apoyado contra una de las camas, la cabeza echada hacia atrás y los brazos colgando laxos. Parecía drogado.
Elszabet se acercó primero a April y la tomó por los hombros, intentando detener el balanceo.
—¿April? April, soy yo, Elszabet. No temas. ¿Qué pasa, April?
—Nada. No pasa nada. Estoy bien, Elszabet. —La vocecita temblaba por la emoción. Gruesas lágrimas resbalaban por su cara. No levantó la mirada. Balanceándose más fuerte, continuó cantando—. Que llueva, que llueva…
La canción se convirtió en una especie de nana, y después en un murmullo ininteligible. Pero April, al menos, parecía en calma, como perdida en un mundo privado.
Elszabet se levantó y se acercó a Ferguson. Éste no se movía. El gesto de su rostro era extraño, una expresión benigna que alteraba por completo su amarga apariencia; si no se hubiera fijado, le habría costado reconocer en este hombre al torvo Ed Ferguson. Estaba transfigurado. Tenía los ojos abiertos, y brillaban con una especie de felicidad inefable; su cara estaba relajada, y su boca, abierta en una ancha sonrisa de la más profunda felicidad.
La expresión de beatitud era tan extraordinaria que Elszabet, al principio, no se dio cuenta de que no parpadeaba, ni respiraba.
—¿Ed? —Elszabet se arrodilló junto a él, alarmada, y lo sacudió—. ¿Ed? ¿Puedes oírme?
Le colocó la mano en el pecho y buscó los latidos del corazón. Intentó oír la respiración, captar el pulso. Nada. Nada en absoluto.
Se volvió hacia April, que se balanceaba más y más fuerte. Cantaba otra canción infantil, una que parecía casi familiar, pero su voz era tan indistinta que Elszabet no pudo encontrar sentido a las palabras.
—April, ¿qué le ha pasado a Ed Ferguson?
—A Ed Ferguson —repitió April muy cuidadosamente, como si al examinar los sonidos descubriera algún posible significado en ellos.
—A Ed, sí. Quiero saber qué le ha pasado.
—A Ed. A Ed. Oh, Ed —lloriqueó April—. Ha hecho el Cruce. Tom le ayudó a hacerlo. Unimos las manos y Tom le envió al Doble Reino.
—¿Que hizo qué?
—Fue muy fácil, muy suave. Ed se dejó ir. Dejó el cuerpo, eso es lo que hizo. Y se marchó al Doble Reino.
Santo Dios, pensó Elszabet.
—¿Quién estaba con vosotros?
—Oh, todo el mundo.
—¿Quién?
—Bien, estaba Tom, y el padre Christie, y Tomás, y… —La voz de April fue desapareciendo hasta convertirse en un murmullo una vez más, y la mujer volvió a mecerse de nuevo. De pronto, se detuvo y habló con voz completamente lúcida—. Estoy asustada, Elszabet. Tom dijo que todos íbamos a irnos pronto. A las estrellas. ¿Es cierto, Elszabet? Dijo que es el Tiempo. Ahora tiene todo el poder, y nos va a enviar a todos, uno a uno, como envió a Ed. Supongo que yo iré pronto, ¿no? Aunque no sé adonde iré. No sé cómo seré allí. No podrá ser peor que aquí, ¿verdad? Pero incluso así, tengo miedo. Estoy tan asustada, Elszabet… —Empezó a lloriquear otra vez, y luego volvió a canturrear.
Elszabet sacudió de nuevo a Ferguson. Por toda respuesta, la cabeza del hombre se inclinó.
¿Muerto? ¿De verdad? La idea la asustaba. Sintió que las mejillas le ardían de culpa. ¿Ferguson muerto? ¿Uno de mis pacientes muerto? La cabeza ladeada, los ojos ciegos. Elszabet tembló. Toda la charla de Cruces, de brillantes mundos alienígenas, le parecía ahora absurda contra la cruda realidad. Una y otra vez, el pensamiento la atosigaba: Uno de mis pacientes ha muerto. Ninguno había muerto en el Centro antes. De repente, con todo el caos que se desarrollaba en el exterior, la marcha y los saqueadores, y Tom realizando Dios sabía qué extraña brujería, sólo hubo un pensamiento en su cabeza: que alguien había sido puesto a su cuidado y había muerto. Todo el trabajo que había hecho con Ferguson a lo largo de este año, los tests, los gráficos, las consultas, el programa de barrido cuidadosamente monitorizado…, y aquí lo tenía. Muerto.
A lo mejor no lo estaba. Tal vez se encontraba en alguna especie de trance profundo. No era médico. Nunca había visto a un cadáver tan de cerca. Sabía que había estados de conciencia que se parecían a la muerte pero que eran meramente animación suspendida. Tal vez Ferguson estaba en uno de esos estados.
—¿Qué fue lo que le hizo Tom exactamente, April? ¿Puedes decírmelo? Cuando hizo el Cruce, ¿cómo fue?
Pero April estaba muy lejos. Elszabet se sentó junto a Ferguson, sintiéndose aturdida. La lluvia tamborileaba fuertemente sobre el techo. En alguna parte, cerca de la carretera principal, un enjambre de fanáticos religiosos se aproximaba a las instalaciones del Centro, y en el bosque del otro lado tres saqueadores de aspecto siniestro buscaban a Tom, y Tom se había ido sólo Dios sabía adónde, y aquí Ferguson estaba muerto o tal vez en trance, y April…
Oyó pisadas. Dios mío, ¿ahora qué?, pensó. Alguien en el exterior la llamaba por su nombre.
—¿Elszabet? ¡Elszabet! —Parecía Bill Waldstein.
—Estoy en la habitación siete.
Waldstein llegó corriendo a toda velocidad, casi tropezó con April y se detuvo bruscamente.
—Dante estaba preocupada por ti y me dijo que viniera a ver cómo te encontrabas —dijo. Entonces reparó en Ferguson—. ¿Qué demonios…?
—Creo que está muerto, Bill, pero tú lo sabrás mejor. Por favor, échale un vistazo.
—¿Muerto?
—Eso creo. Pero compruébalo. Tú eres médico, yo no.
Waldstein se inclinó sobre Ferguson, verificando acá y allá.