—Como un saco vacío. No hay nadie ahí.
—¿Quieres decir que está muerto?
—A veces es difícil estar completamente seguro sólo con mirar, pero me parece que sí. Cristo, mira la sonrisa que tiene…
—April dice que Tom le enseñó a realizar el Cruce.
—¿El Cruce?
—Dice que se ha marchado a alguna otra estrella. Unieron las manos y le enviaron.
Waldstein miró a April, que se balanceaba, canturreaba, lloriqueaba. Meneó lentamente la cabeza.
—¿Me estás diciendo que Ferguson se fue a otra estrella? ¿A otra estrella? ¡Por Dios, Elszabet!
—No sé dónde está. Te digo lo que April me dijo a mí. Está muerto, ¿no? ¿De qué? Si no hizo el Cruce, ¿de qué murió, un hombre de salud aparentemente perfecta? Ella dice que todos unieron las manos: Tom, el padre Christie, Tomás…
—¿Y tú lo crees?
—Creo que hicieron lo que April dice, sí. Que unieron las manos y ejecutaron alguna especie de rito. Y medio creo que Tom realmente lo envió a uno de los mundos estelares…, más que medio creo, tal vez. Mira su cara, Bill. Mírala. ¿Has visto alguna vez una expresión más feliz? Es la expresión de alguien que va derecho al cielo. Pero Ferguson no creía en el cielo.
—¿Y ahora está en otra estrella?
—Tal vez. ¿Cómo puedo saberlo?
Waldstein la miró.
—Deberíamos encontrar a Tom y matarlo inmediatamente.
—¿Qué dices, Bill?
—Escucha, no hay otra opción. ¿Vas a dejar que recorra todo el Centro asesinando a la gente?
Elszabet gesticuló indefensa. No sabía qué responder. ¿Asesinar? Esa no era la palabra adecuada. Tom no asesinaría a nadie. Pero sin embargo…, sin embargo…, si Tom había tocado a Ferguson como decía April, y Ferguson había muerto…
—Si ese Tom es verdaderamente capaz de sacar a la gente de sus cuerpos y enviarlos quién sabe dónde y no dejar más que un cascarón vacío, entonces es el hombre más peligroso del mundo. Es de una película de terror. Puede ir vagando de un lado a otro, haciendo que la gente vaya cruzando, o como quieras llamarlo, hasta que no quede nadie vivo. Se limita a chasquear los dedos y envía a la gente a las malditas estrellas… ¿Crees que eso es bueno? ¿Te parece que podemos permitirlo?
Ella le miraba, pero aún no había encontrado palabras. Él continuó.
—Eso si crees algo de esta basura. Y si no, bien, aún tenemos el problema de averiguar cómo se las arregló para matar a Ferguson y…
Entonces el receptor colocado en la oreja de Elszabet restalló. Oyó la voz de Lew, desgarrada, casi histérica.
—¿Puedes repetir eso? —dijo. Waldstein empezó a hablar. Ella le indicó con la mano que se callara—. Tú no, Bill. No he oído lo que has dicho, Lew —se dirigió al micrófono—. Repítelo, por favor. Despacio.
—¡He dicho que Tomás Menéndez acaba de desconectar las murallas de energía y los tumbondé están rebasando nuestras líneas!
—Oh, Lew, no. ¡No!
—Lo teníamos todo controlado. Había una turba colosal fuera, pero no podían entrar. Menéndez trasladaba los generadores, trabajaba igual que todo el mundo. Entonces parece que reconoció a alguien en la multitud, y gritó que él era el abridor de la puerta o algo parecido. Y la abrió. Desconectó la pared. Hay miles de ellos entrando en el Centro ahora, Elszabet. Millones. No sé. Están por todas partes. Dentro de dos minutos los tendrás encima.
—Oh, Dios mío —dijo ella. Una extraña tranquilidad empezó a invadirla. Casi tuvo ganas de reír.
—¿Qué te está diciendo? —preguntó Waldstein.
Elszabet cerró los ojos y meneó la cabeza.
—La muralla ha sido desconectada, y los tumbondé están entrando. Oh, Dios mío, Bill, esto es el fin. El fin.
Octava parte
1
Jaspin agarraba el volante con todas sus fuerzas, intentando que el coche no se deslizara y acabara estrellándose contra un árbol. Ya no había carretera. Circulaban sobre un camino enfangado y resbaladizo por la acción de los vehículos que marchaban delante. La lluvia caía con tanta intensidad que corría a chorros por el parabrisas.
—Estoy segura de que aquí es donde está mi hermana —dijo Jill—. Encuentra un sitio para aparcar. Voy a salir a buscarla.
—¿Aparcar? ¿Con todos esos miles de coches detrás?
—No me importa. Acércate a uno de esos edificios. Voy a entrar y a sacarla de ahí. No está bien de la cabeza. Si no la protejo, alguien la encontrará y la violará o la matará. Esto ya no es una procesión, Barry. Es una turba enloquecida.
—Ya me he dado cuenta.
—Para y déjame encontrar a April.
—Muy bien —dijo él, pisando el freno—. Puedes salir e ir a buscarla.
El coche patinó sobre el lodo y se deslizó hasta detenerse prácticamente contra un árbol. Jaspin dejó el motor en marcha.
—Aparca junto a uno de los edificios —dijo Jill—. No aquí.
—No voy a aparcar en ningún sitio. Voy a intentar dar la vuelta y encontrar alguna carretera que nos saque de aquí. Pero ve. Ve a buscar a tu hermana.
—¿No vas a parar?
—Mira, esto es un callejón sin salida, ¿no lo ves? Sólo Dios sabe por qué el Senhor decidió coger por aquí, pero lo que tenemos es esos edificios delante y un maldito bosque de pinos más allá, y detrás está la peregrinación tumbondé acercándose como una manada de dinosaurios en estampida. Si me quedo aquí, me aplastarán contra los edificios o contra esos árboles. Así que ve a buscar a tu hermana. Voy a intentar girar a la izquierda y continuar mientras pueda, y si la carretera se acaba, dejaré el coche y continuaré a pie, porque aquí se va a armar la de Dios es Cristo. La gente va a morir aplastada a millares. Ahora sal y ve a buscar a tu hermana si eso es lo que quieres. Vamos. Fuera.
Ella le lanzó una mirada venenosa.
—¿Cómo te encontraré de nuevo?
—Ése es tu problema —Jaspin señaló a la izquierda—. Dirígete hacia allí, y quizá cuando las cosas se calmen un poco vuelva a recogerte. Vamos, sal.
—Bastardo —dijo ella.
Meneó la cabeza y salió del coche. Él la observó un momento mientras corría hacia los edificios de madera. Instantáneamente quedó empapada. Parecía un gigantesco pollo medio ahogado por la lluvia.
Se preguntó dónde estaría Lacy.
Ella viajaba en su propio coche, en algún lugar tras el cuerpo principal de la procesión. No demasiado lejos, esperaba Jaspin. Le había dicho anoche, cuando el parte meteorológico anunció las lluvias, que debería intentar mantenerse tan cerca de la cabeza como pudiera. Sabía que la lluvia lo iba a embarullar todo, aunque no había esperado esto, el repentino cambio de la autopista Uno a la carretera comarcal. Era imposible imaginar qué tenía en mente el Senhor Papamacer, si es que tenía algo, al tomar por esta dirección.
Había acabado de dar la vuelta. Tenían levantadas murallas de energía y, por alguna razón, las murallas cayeron y todo el mundo entró. Y aquí estaban. Qué lío, pensó Jaspin.