—Del tesoro de los tumbondé. Apuesto a que ése es el autobús sagrado, y que hay todo tipo de rubíes, esmeraldas y diamantes allí. Voy a echar una ojeada, ¿de acuerdo, Charley? Mientras tú buscas a Tom.
Charley guardó silencio un momento. Finalmente, asintió.
—De acuerdo —concedió—. Tráete un saco de rubíes.
3
Justo cuando Jill entraba en el edificio de madera que había supuesto el dormitorio, un hombre de pelo oscuro salía corriendo y tropezó con ella. Tras el encontronazo, se miraron el uno al otro durante un segundo, sorprendidos.
El hombre llevaba una bata blanca y tenía aspecto de pertenecer al personal.
—Lo siento —dijo Jill—. Diga, ¿puede decirme si es aquí donde están los pacientes?
—Apártese de mi camino —contestó él.
Había una especie de furiosa locura en su mirada.
—Sólo quiero saber si es aquí donde…
—¿Qué es lo que pretende? ¿Qué hacen todos ustedes aquí? ¡Fuera!
—Estoy buscando a mi hermana, April Cranshaw. Es una paciente, y quiero…
Pero el hombre había echado a correr como un maniaco y desapareció en la tormenta. Muy bien, pensó Jill. Así sea. Se preguntó cómo deberían de ser los pacientes si el personal estaba así de loco. El hombre parecía médico, tal vez psiquiatra. Todos estaban locos, qué más daba. Por supuesto, el hecho de que miles de coches hubieran irrumpido en su terreno y la horda mongol al completo campara por las instalaciones tenía que haberlo conmocionado un poco.
Entró en el edificio. Sí, parecía un dormitorio. Había un tablón de noticias, carteles pegados, un montón de habitaciones al final del pasillo…
—¿April? —llamó—. April, cariño, soy Jill. He venido a por ti, April. Sal si estás ahí. ¿April? ¿April?
Miró en una habitación tras otra. Vacía. Vacía. Vacía. En un cuarto al final del corredor vio a un hombre sentado en el suelo, pero no pudo decir si estaba borracho o muerto. Lo sacudió, pero no se despertó.
—¡Eh, usted! Estoy intentando encontrar a mi hermana.
Pero era como hablarle a una silla. Iba a marcharse, cuando oyó sonidos procedentes del cuarto de baño; alguien canturreaba o lloriqueaba.
—¿Hola? ¿Quién está ahí?
—¿Quiere usar el baño? No puedo dejarle entrar. Tengo que quedarme aquí hasta que vuelva el doctor Waldstein o la doctora Lewis.
—¿April? ¿Eres tú, April?
—¿Doctora Lewis?
—Soy Jill. Por el amor de Dios, tu hermana Jill. Abre la puerta, April.
—Tengo que quedarme aquí hasta que el doctor Waldstein…
—Pues quédate ahí, pero abre la puerta. Necesito entrar, April. ¿Quieres que me lo haga en los pantalones? Abre.
Un momento de silencio. La puerta se abrió.
—¿Jill?
Era la voz de una niña pequeña, pero la mujer que había detrás era como una montaña. Jill había olvidado lo enorme que era su hermana, o tal vez April había engordado aún más desde que estaba aquí. Las dos cosas, pensó Jill. April parecía rara, más de lo que recordaba, totalmente ida, con la cara muy blanca, los ojos brillantes y extraños, las gordas mejillas hundidas.
—¿Has venido para ayudarme a hacer el Cruce? —preguntó April—. El señor Ferguson hizo el Cruce hace un ratito, y Tom dice que todos lo haremos también. Hoy nos iremos a las estrellas. No sé si quiero ir, Jill. ¿Eso es lo que va a pasar hoy?
—Lo que va a pasar es que te voy a sacar de este sitio. Ya no es seguro. Dame la mano. Así. Vamos, April. Muy bien.
—Tengo que quedarme en el cuarto de baño. El doctor Waldstein va a volver ahora mismo y me pondrá una inyección para que me sienta mejor.
—Acabo de ver al doctor Waldstein corriendo como un loco en dirección contraria. Vamos. Confía en mí. Vamos a dar un paseo, April.
—¿Adonde me enviarán? ¿A los Nueve Soles? ¿Al Mundo Verde?
—¿Los conoces? —preguntó Jill, sorprendida.
—Los veo todas las noches. Casi puedo verlos ahora. La Esfera de Luz. La Estrella Azul.
—Eso es. Maguali-ga abrirá la puerta. Vendrá Chungirá-el-que-ven-drá. No hay de qué preocuparse. Dame la mano, April.
—El doctor Waldstein…
—El doctor Waldstein me pidió que te llevara fuera. Acabo de hablar con él. ¿No es un hombre alto, de pelo oscuro, vestido de blanco? Me dijo que te dijera que no tendría tiempo de regresar, que te llevara fuera.
—¿Eso dijo?
April sonrió. Le dio la mano a Jill y salió uno o dos pasos de la habitación. Vamos, April. Vamos. Eso es.
Jill guió a su hermana por la habitación, pasaron junto al hombre muerto o inconsciente, hacia la puerta, luego hacia el corredor. Estaban casi en la salida cuando la puerta exterior se abrió y llegaron corriendo dos personas. Barry, por el amor de Dios. Y esa pelirroja amiga suya.
—¿Jill?
—He encontrado a mi hermana. Ésta es April.
—Entonces, ¿éste es el dormitorio de los pacientes? —preguntó la pelirroja.
—Eso es. ¿También buscas a alguien?
—A mi socio. Ya te dije que era un paciente.
—No hay nadie más por aquí. No, espera, hay un tipo. En la última habitación de la izquierda, al final del pasillo. Aunque creo que está borracho. A lo mejor incluso está muerto. Está sentado en el suelo, sonriendo. ¿Qué pasa fuera?
—La Hueste Interna está intentando calmar las cosas —dijo Jaspin—. Han sacado las imágenes en procesión. Es casi una revuelta, pero puede que consigan calmarlo todo.
—¿Y el Senhor? ¿Y la Senhora?
—Por lo que sé, en su autobús.
—El Senhor debería salir —dijo Jill—. Es la única manera de apaciguar las cosas.
—Voy a ver —dijo la pelirroja, encaminándose al fondo del pasillo.
—Deberías ir al Senhor —dijo Jill— y pedirle que le hable a la multitud, Barry. De otra forma, sabes que todo va a estallar, y entonces ¿qué será de la peregrinación? Ve a hablar con él, Barry. Te escuchará.
—No escuchará a nadie. Lo sabes.
—¿Puedes venir, Barry? —llamó la mujer desde el fondo del pasillo—. He encontrado a Ed, pero no me parece que esté vivo.
—Ha hecho el Cruce —dijo April, como si hablara en sueños.
—Será mejor que vaya —dijo Jaspin—. ¿Qué vas a hacer tú?
—Llevar a April a sitio seguro y esperar a que todo se calme.
—¿No te parece éste un sitio seguro?
—No lo será cuando diez mil personas decidan guarecerse de la lluvia aquí dentro todos a la vez. Un edificio tan viejo como éste se desmoronará en un momento.
La pelirroja regresó.
—Está muerto. Me pregunto qué sucedió. Pobre Ed… Era un bastardo, pero aun así…
—Vamos, April —dijo Jill—. Tenemos que salir de aquí.
Condujo a su hermana a la salida. La escena que contempló era más salvaje que nunca. Los coches se apilaban como chatarra uno encima de otro. Por todas partes la gente chillaba, asustada, revolviéndose como las abejas en un panal. No había espacio para moverse; estaban apiñados unos contra otros. En el centro de todo se encontraba el autobús del Senhor, y delante de éste los once miembros de la Hueste Interna, ataviados con sus ropas ceremoniales, cargaban las imágenes empapadas de los grandes dioses. Se abrían camino lentamente entre la multitud. La gente intentaba dejarles paso, pero era difíciclass="underline" no había sitio adonde ir.
Entonces Jill vio al hombre con la mata de pelo rojo subiendo al autobús del Senhor, hacer algo a la pantalla de protección de una de las ventanillas hasta desconectarla, y entrar en él.
—Oh, Jesús. ¿Barry? ¡Barry! ¡Ven aquí! ¡Es importante!
Jaspin asomó la cabeza.