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Cuando terminaron con él en la Cabina B, Ferguson caminó lentamente colina arriba hasta el dormitorio, sintiéndose aturdido y mareado. Experimentaba el mismo sentimiento de después de cada mañana. Lo sabía porque el registro molecular que llevaba ilícitamente bajo su anillo se lo decía. El anillo recordaba las cosas por él. Lo presionó dos veces, y el registro le informó: «Te sientes desorientado porque acaban de barrer tus recuerdos. No te preocupes, chico. Esos mierdas no podrán contigo». Era el primer mensaje que tenía programado. El registro se lo recordaba cada mañana, después de la sesión de tratamiento.
Hilillos de niebla se deslizaban entre los árboles. Todo parecía húmedo y brillante. Dios santo, pensó, y esto es julio. Parece febrero. Nunca podría acostumbrarse al norte de California. Echaba de menos el calor de Los Ángeles, la sequedad, incluso el smog. Ésa era la única cosa de la que los científicos no lograrían deshacerse, el smog. Ya lo había en Los Ángeles cuando allí no vivían más que los indios. Tal vez ya estaba en la época de los dinosaurios. Iban a tenerlo siempre.
Ferguson pulsó el anillo otra vez.
—Lacy viene de San Francisco esta semana —dijo su propia voz—. Se alojará en Mendo, y espera que puedas conseguir permiso para visitarla el sábado y el domingo. Llámala inmediatamente después del desayuno. El número es…
Frunció el ceño y tocó el anillo otras dos veces, buscando recuerdos más profundos.
—Informa sobre Lacy.
—Lacy Meyers vive en San Francisco —dijo el registro—. Pelirroja, pómulos acusados, soltera, treinta y un años. La conociste en enero del año dos. Trabajaba contigo en lo de Betelgeuse Cinco. Sólo puede venir ocasionalmente. Su cumpleaños es el diez de marzo. La dirección y el teléfono…
—Gracias —dijo Ferguson.
Vivir con aquel tratamiento era como escribir tu biografía en el agua. Pero no tenía pensado seguir así mucho tiempo.
Tras recorrer el pasillo brillantemente iluminado, entró en su dormitorio, la tercera habitación a la izquierda. Según la orden que había repetido rutinariamente el registro, la compartía con dos hombres, un indio que se llamaba Nick Doble Arcoiris y un chicano de nombre Tomás Menéndez. Ninguno de los dos parecía estar presente en este momento; probablemente formaban parte del segundo turno en el barrido de memorias.
Ferguson se quedó de pie en mitad de la habitación, sin saber qué rincón era el suyo. Una cama tenía un puñado de cubos encima. Recogió uno y lo presionó, y el cubo le dijo algo en español. Muy bien. Eso era fácil. La cama de enfrente estaba cubierta con una manta roja brillante con dibujos bordados. Estilo indio, pensó. Por eliminación eso le dejaba la otra a él. Dios, cómo odiaba esa mierda, empezar cada día como un niño recién nacido.
Lo único que no había olvidado era por qué estaba allí. Era este sitio o Rehab Dos, y allí eran muchísimo más duros. Cuando se salía del Dos, se era alguien distinto, reblandecido y suave, útil sólo para el cultivo de rosas. Habían intentado enviarle allí después de que fuera declarado culpable en el fiasco del asunto espacial, pero se había trastornado o lo había pretendido —no estaba muy seguro ya—, y su abogado le había conseguido un año en el Centro Nepente. «Este hombre no es un criminal», había dicho el abogado, «sino una víctima como el que más». Si era cierto o no, Ferguson ya no lo sabía. Quizá realmente tenía algo mental, ese síndrome de Gelbard, o quizá sólo había sido un engaño más. Lo que fuera, aquí lo curarían. Seguro.
Saltó de la cama y presionó con el pulgar sobre la placa de identificación de huellas del teléfono.
—Línea exterior —dijo.
—Tengo un mensaje para usted —replicó la voz de la computadora—. ¿Quiere oírlo primero, señor Ferguson?
—Sí. Bueno.
—Es de su esposa. En relación con su visita, prevista para el próximo martes. Llegará esta mañana, a las diez y media.
—¡Dios bendito! Debes de estar bromeando. ¿Hoy? ¿Qué día es hoy?
—Viernes, veintiuno de julio de dos mil ciento tres.
—¿Y cuánto tiempo planea quedarse?
—Hasta las tres de la tarde del domingo.
Con eso se acababa el fin de semana con Lacy. Maldición. Incluso en este lugar intentaba que todo saliera como él pretendía, pero era casi imposible poder recordar nada de un día para otro, y nada parecía estar en su sitio. ¡Hija de puta! ¡Venir a su visita conyugal con cuatro días de antelación!
—¿Estás segura, máquina? —dijo furiosamente—. ¿El doctor Lewis autorizó el cambio de fecha? Debe de ser un error.
—El número de autorización es…
—No importa. Escucha, aquí hay un grave error. Debo tener un permiso de salida para el sábado. Hay algo por ahí sobre mi petición para un permiso de salida este fin de semana, ¿verdad?
—Lo siento, señor Ferguson. No hay nada de eso.
—Compruébalo otra vez.
—No hay registro de ninguna petición.
—Debe haberla. Tiene que haber algún error. Sé que lo pedí. Sigue buscando. Y ponme en comunicación con Elszabet Lewis. Ella también lo sabe.
—La doctora Lewis está con un paciente, señor Ferguson.
—Dile que quiero hablar con ella en cuanto sea posible.
Furioso, desconectó de un manotazo, se colocó las dos manos ante la cara y apretó con fuerza. Intentó inspirar profundamente dos o tres veces. Entonces el teléfono emitió un blip. La computadora le hablaba de nuevo.
—¿Sigue queriendo línea exterior, señor Ferguson?
—No. Sí. Sí, claro.
Cuando obtuvo el tono, tecleó el número de Lacy en San Francisco. Las siete y cuarto de la mañana. ¿Estaría ella levantada ya? Cuatro rings. ¿Dormiste con alguien más anoche, chica? No me sorprendería, pensó. Entonces se preguntó por qué recelaba de esa forma. Por lo que él recordaba, Lacy lo mismo podía ser una monja. Quizá el barrido de recuerdos no es tan perfecto como crees, se dijo a sí mismo.
Ella contestó a la quinta llamada. Parecía vaga y soñolienta.
—¿Sí?
—Soy Ed, nena.
—¿Ed? ¡Ed! —despertó en un parpadeo—. Oh, querido, ¿cómo te encuentras? He estado pensando tanto en ti…
—Escucha, hay un problema.
—¿Un problema?
—Con respecto al fin de semana.
—¿Sí? —De pronto ella sonó muy fría, muy remota.
—No me van a dar permiso. Dicen que he tenido una recaída, que tengo que volver al tanque para una sesión extra.
—¡Lo tengo todo reservado, cariño! ¡Está todo dispuesto!
—¿Y el fin de semana que viene?
Ella guardó silencio un momento.
—No es seguro que entonces pueda.
—Oh.
—Aunque no puedas salir, ¿no podría pasarme por ahí? Me dijiste que hay una casa para visitas conyugales, ¿verdad? Y…
—No eres mi cónyuge, Lacy.
Había dicho la palabra inadecuada. Pudo sentir la temperatura bajo cero al otro lado del teléfono.
—Ése no es el asunto, de todos modos —prosiguió él—. Voy a estar en el tanque todo el fin de semana. Para cuando terminen conmigo, no sabré distinguir mi culo de mi codo. Y no puedo recibir visitas.
—Lo siento, Ed.
—Yo también. No sabes cuánto lo siento.
Otro silencio.
—¿Cómo estás?
—Estoy bien. No voy a permitir que esos bastardos puedan conmigo.
—¿Te acuerdas de mí?