—¿Qué pasa?
—El Senhor. Acabo de ver a una especie de saqueador entrar en el autobús. La Hueste está paseando las estatuas y no hay nadie guardando al Senhor, y alguien ha entrado en el autobús. Vamos. Tenemos que hacer algo.
—¿Nosotros?
—¿Quién más? April, quédate aquí hasta que regresemos, ¿me entiendes? No vayas a ninguna parte. —Jill se volvió fieramente a Jaspin—. Vamos, ¿quieres? Vamos.
4
Tom sentía el éxtasis elevarse, elevarse, elevarse. Era como si todos los mundos le vinieran a la vez, como si la luz de mil soles iluminara su espíritu, como si Ellullilimiilu y los Nueve Soles y el Doble Reino y todas las capitales de los Poro y de los Zygeron y los Kusereen fluyeran hacia él al mismo tiempo. Le parecía que incluso los antiguos dioses Theluvara acudían a su alma desde las más remotas profundidades del espacio.
Lo había hecho. Había iniciado el Tiempo del Cruce por fin. Todavía temblaba con la sensación que le había inundado en el momento en que había sentido el alma de ese hombre, Ed, salir de su cuerpo y encaminarse hacia su destino en las distantes galaxias.
Ahora, lleno de alegría, Tom caminaba como una Hoja del Imperio a través del Centro, de un edificio desierto a otro. Dos de sus seguidores estaban con él, dos de los que lo habían alimentado con su fuerza cuando había hecho que ese hombre, Ed, realizara su Cruce. Pero había habido otros dos entonces, el mexicano y la mujer gorda, y habían desaparecido cuando empezaron los gritos y la excitación.
Necesito encontrarlos, pensó Tom. Puedo no ser lo bastante fuerte con sólo estos dos para llevar a cabo el resto de los Cruces.
La fuerza que había recibido de los otros cuatro, cuando envió al hombre a las estrellas, había sido esencial. Lo sabía. Hacer el Cruce requería una energía inmensa. En el instante de la separación del cuerpo y el alma de Ferguson, Tom había podido sentir en juego cada partícula de su propia vitalidad. Había sido como cuando se debilitan las luces de una habitación si se requiere mucha energía a la vez. Y los otros cuatro, el mexicano, la mujer gorda, la mujer artificial y el sacerdote, habían llegado al rescate, habían enviado su propio poder a través de la cadena de manos entrelazadas, y Tom había sido capaz de completar el Cruce para Ferguson. Ahora tenía que realizar otros. Tenía que encontrar a los dos que faltaban.
Deambulando de un edificio a otro, apenas se daba cuenta de la lluvia. Era vagamente consciente de la gran multitud de extraños que había irrumpido en los terrenos del Centro y se apiñaba en el espacio entre el dormitorio y las cabañas del personal, pero eso no parecía importante. Quienes quiera que fuesen, no tenían sentido para Tom. Dentro de un rato todo estaría otra vez en calma, y esos extranjeros irían camino de las estrellas.
—Era real, ¿no? —dijo una voz al lado de Tom—. ¿El auténtico Cruce?
Tom se volvió y vio al sacerdote.
—Sí.
—¿Sabes dónde ha ido Ferguson?
—Al Doble Reino. Estoy seguro.
—¿Y cuál es ése?
—Un sol es azul, el otro es rojo. Es un mundo de los Poro, que son sujetos de los Zygeron, los cuales están gobernados a su vez por los Kusereen, que son los señores más grandes, los reyes del universo. Se han reunido con él. Ferguson está con ellos en este momento.
—¿Crees que ya está allí? —preguntó Aleluya—. ¿Tan lejos?
—El viaje es instantáneo. Cuando Cruzamos, nos movemos a la velocidad del pensamiento.
—Un sol azul, otro rojo —murmuró el padre Christie—. ¡Conozco ese sitio! ¡Lo he visto!
—Todos lo habéis visto —dijo Tom. Tendió los brazos hacia ellos. Abajo, los coches y camiones chocaban uno contra otro con furia sin sentido—. Vamos, seguidme. Saldremos y encontraremos a otras gentes que estén dispuestas para Cruzar. Pero primero tenemos que ver dónde han ido los que nos ayudaban. La mujer gorda, el mexicano.
—Ahí está April —señaló el padre Christie—. En la puerta de los dormitorios.
Tom asintió. Estaba de pie en el porche, bajo la lluvia, mirando a uno y otro lado, sonriendo insegura. Tom corrió hacia ella.
—Te necesitamos para hacer el resto de los Cruces.
—Tengo que esperar aquí a mi hermana.
—No. Ven con nosotros.
—Jill dijo que volvería en seguida. Fue por ahí, donde toda la gente corre y grita. ¿Vas a enviarme a otro planeta?
—Después —dijo Tom—. Primero ayudarás a enviar a otros. Y entonces, cuando pueda prescindir de ti, te enviaré tras ellos. —La cogió de la mano. Sus dedos eran gordezuelos, fofos y fríos, como salchichas—. Vamos. Vamos. Hay trabajo que hacer.
Ella le siguió, atontada, bajo la lluvia.
5
El terreno delante de los dormitorios era un mar de lodo. Jaspin, chapoteando tras Jill, imaginó de repente que se convertiría en arenas movedizas y que todo el mundo iba a hundirse bajo la superficie de la tierra y desaparecería, y así la paz sería restaurada en el lugar.
Jill se movía como un demonio, se abría paso, empujaba, usaba los codos, apartaba a la gente. Jaspin la siguió. Por todas partes sonaba una especie de chillido general, nada coherente, simplemente un rugido de confusión que parecía el traqueteo de una máquina gigantesca. Pequeños claros se formaban en la multitud durante un segundo, y luego ésta volvía a cerrarse. Un par de veces Jaspin tropezó y estuvo a punto de caer, pero conservó el equilibrio agarrándose a donde podía. Si caes, mueres, pensó. Ya podía ver a la gente arrastrándose por el suelo, atontada, incapaz de levantarse, desapareciendo en un bosque de piernas. Una vez le pareció que había pisado a alguien, pero no se atrevió a mirar al suelo.
—¡Por aquí! —chilló Jill.
Prácticamente estaba ya en el autobús del Senhor.
Un brazo le golpeó en la boca. Jaspin sintió una sacudida de dolor y saboreó la sangre. Devolvió el golpe instantánea, automáticamente, replicando con el canto de sus manos contra los hombros de un tipo. Tal vez aquél ni siquiera era el que le había golpeado, pensó. Oyó un gruñido. Jaspin ni siquiera podía recordar la última vez que le había pegado a alguien. Cuando tenía nueve o diez años, quizás. Qué extraño era sentir esa satisfacción de golpear como respuesta al dolor.
Delante, Jill forcejeaba con un hombretón histérico de aspecto campesino que la había agarrado delante de la puerta del autobús del Senhor.
—Maguali-ga, Maguali-ga —rugía, agarrándola por la cintura.
No parecía que estuviera defendiendo el autobús, ni haciendo nada parecido; simplemente, estaba fuera de control. Jaspin llegó por detrás y lo atenazó por el cuello hasta que oyó como el hombre jadeaba.
—Vete —dijo Jaspin—. Quítale las manos de encima.
El hombre asintió. La soltó y Jaspin lo empujó, tras darle media vuelta, en la otra dirección. Jill corrió escalera arriba y entró en el autobús. Jaspin la siguió.
El interior del autobús era una isla de extraña tranquilidad en aquel caótico remolino. Oscuro y silencioso, olía a incienso. Las velas ardían. Los pesados cortinajes parecían filtrar el tamborileo de la lluvia y los gritos de la multitud. Con cautela, Jaspin y Jill se dirigieron a la parte de atrás y descorrieron las cortinas de brocado que dividían el autobús por la mitad, marcando la capilla del Senhor Papamacer.
—Mira, ahí está —susurró Jill—. ¡Gracias a Dios! ¿Crees que está bien?
El Senhor parecía en trance. Estaba sentado inmóvil en su familiar posición de loto, de cara a la pared, contemplando fijamente una imagen de Chungirá-el-que-vendrá. Alrededor del cuello llevaba el enorme pectoral de oro, engarzado con esmeraldas y rubíes, que solamente usaba en las ocasiones más solemnes. Estaba, sencillamente, en otro mundo. Jaspin empezó a acercarse a él, pero entonces oyó un gemido procedente de la última habitación, donde vivían el Senhor y la Senhora. Una mujer gemía en un lenguaje desconocido, pero la súplica de ayuda era inconfundible.