Jill se volvió hacia él.
—La Senhora está ahí, Barry…
—Sí.
Contuvo la respiración y levantó la cortina.
En el reino más privado del Senhor, todo estaba revuelto. Las cortinas colgaban caídas, las imágenes de madera de Maguali-ga y Chungirá-el-que-vendrá habían sido derribadas, y los cajones vaciados y su contenido esparcido por el suelo: túnicas ceremoniales, cascos adornados, cíngulos y botas, toda la extravagante parafernalia de los ritos del tumbondé.
En el fondo del autobús, la Senhora Aglaibahi se apretaba contra la pared. Delante de ella estaba el saqueador pelirrojo, el mismo que Jill había visto subir por la ventanilla. El sari blanco de la Senhora estaba rasgado por delante, y sus grandes pechos, brillantes de sudor, quedaban al descubierto. Sus ojos centelleaban de terror. El saqueador la sujetaba por una muñeca y trataba de agarrarle la otra. Probablemente había venido al autobús con la intención de robar, pero no debía de haber aquí nada que considerara valioso, así que había preferido dedicarse a la violación.
—Suéltala, hijo de puta —dijo Jill, con una voz tan fiera que asustó a Jaspin.
El saqueador se volvió. Sus ojos miraron a Jill, luego a Jaspin, y otra vez a Jill. Eran los ojos de una bestia acorralada.
—Cuidado —dijo Jaspin—. Va a volverse contra nosotros.
—Atrás —advirtió el hombre, todavía agarrando la muñeca de la Senhora Aglaibahi—. Contra la pared. Voy a salir de aquí, así que no intentéis detenerme.
Jaspin vio entonces que tenía un arma en la otra mano, una de esas cosas que llamaban punzones, capaz de disparar letales descargas eléctricas.
—Con cuidado —le dijo a Jill—. Es un asesino.
—Pero la Senhora…
—Atrás —repitió el hombre. Tiró del brazo de la Senhora—. Vamos. Salgamos del autobús, ¿vale? Tú y yo. Vamos.
Jaspin miraba sin atreverse a dar un paso.
La Senhora empezó a gemir. Era un grito agudo y desgarrado que podía haber sido la canción del propio Maguali-ga, un aullido intenso y terrible que sin duda podía oírse hasta en San Francisco. El pelirrojo sacudió fieramente su brazo.
—¡Cállate!
Entonces las cosas se desarrollaron muy de prisa.
La cortina se descorrió y el Senhor apareció en el umbral, con aspecto aturdido, como si todavía estuviera en trance. Durante un momento contempló sorprendido lo que sucedía; entonces la mirada glacial regresó a sus ojos y levantó las dos manos como Moisés a punto de romper las tablas de los Diez Mandamientos, y chilló palabras ininteligibles con una voz colosal, como si intentara derribar al intruso simplemente con el impacto sónico. En ese mismo instante, Jill saltó hacia delante y trató de liberar a la Senhora. El saqueador se volvió hacia ella y con un rápido movimiento, sin dudarlo, le atravesó con una descarga de su punzón la caja torácica, de parte a parte. Hubo un pequeño destello de luz azul y Jill salió despedida contra la pared. Entonces el saqueador soltó a la Senhora Aglaibahi y echó a correr, intentando rebasar al Senhor. Al llegar a su altura se detuvo, como si por primera vez advirtiera el enjoyado pectoral que llevaba el Senhor. El saqueador lo agarró, pero el pectoral aguantó el tirón. El saqueador no lo soltó. Siguió dirigiéndose hacia la salida del autobús, arrastrando al Senhor junto con el pectoral.
Jaspin se volvió hacia Jill, que yacía inmóvil, con los brazos y las piernas torcidos. La Senhora sollozaba y temblaba histérica al otro lado del autobús. El saqueador, arrastrando al Senhor Papamacer con él, estaba a medio camino de la capilla, dirigiéndose a la antecámara. Jaspin buscó un arma en derredor. Lo mejor que pudo encontrar fue la pequeña estatuilla de Maguali-ga. La cogió y corrió hacia el otro extremo del autobús.
El Senhor y el saqueador habían alcanzado la cabina del conductor. Cuando Jaspin se les acercó, estaban llegando a la pequeña plataforma que conducía al suelo. Allí se detuvieron, todavía forcejeando, el saqueador tirando del pectoral, el Senhor Papamacer invocando maldiciones y golpeando al saqueador con los puños, los dos a la vista de la sorprendida multitud de los seguidores tumbondé.
Jaspin miró a la turba. Ahora había auténtica histeria. Pudo oírlos gritar el nombre de Papamacer, pero ninguno acudió en su auxilio. Jesús, pensó Jaspin, ¿dónde está la Hueste? Tienen que ver lo que está pasando. ¿Por qué no vienen a ayudar al Senhor? Entonces se dio cuenta de que era imposible que nadie alrededor del autobús se moviera, tan apretujados estaban. Una lata de sardinas humana.
Entonces me toca a mí, se dijo.
Blandió la estatua de Maguali-ga como si fuera un bastón y buscó una posición desde la que golpear la mano que sostenía el punzón. Pero los dos forcejeaban demasiado violentamente y no le dejaban un claro por el que ver el arma.
Tal vez ahora…, ahora…
Jaspin golpeó con todas sus fuerzas, pero en la mano equivocada, con la que el bandido intentaba arrancar el pectoral del Senhor Papamacer. El saqueador aulló dolorido y soltó a su contrincante, que salió despedido contra la puerta, abierta por su propio impulso. Jaspin intentó agarrarle, pero para su sorpresa el Senhor Papamacer sacudió la cabeza y se precipitó hacia delante, agarrando al saqueador por los hombros, sacudiéndole furiosamente, increpándole con lo que parecían obscenidades en brasileño. Toda la monstruosa intensidad del alma del Senhor Papamacer se acumulaba en un ataque desesperado contra este extraño que había osado violar el sagrado santuario. El saqueador, parpadeando y boqueando, parecía no saber cómo reaccionar.
Un par de miembros de la Hueste se abría paso a través de la multitud. Jaspin los vio debajo, a diez, quince metros de los escalones de acceso al autobús.
El saqueador también los vio. Alzó su punzón en un intento desesperado y lo presionó contra el pecho del Senhor Papamacer. Hubo otro estallido de luz azul y el Senhor, meneando convulsivamente brazos y piernas, saltó en el aire, cayó, se desplomó pesadamente. El saqueador, sin detenerse, saltó detrás de él, hizo un último intento infructuoso por coger el pectoral y se perdió en la multitud justo cuando Bacalhau y Johnny Espingarda llegaban corriendo.
Bacalhau se arrodilló junto al Senhor. Con manos temblorosas tocó las mejillas, la frente, la garganta del Senhor. Entonces levantó la cabeza, y su cara era la de alguien que ha visto el fin del mundo.
—Está muerto —gritó con una voz como un trueno—. El Senhor está muerto.
Entonces estalló la locura.
6
Elszabet se dio cuenta de que, sin saber cómo, había cruzado de los dormitorios al gimnasio, aunque no tenía conciencia de haberlo hecho. Ahora se encontraba en el borde del jardincillo de rosas fuera del gimnasio, aturdida, contemplando incrédula cómo la muchedumbre tumbondé destrozaba el Centro.
Parecía un sueño. No un sueño espacial, sino el tipo ordinario de sueño ansioso, pensó, el tipo de sueño en que es el primer día de clase y no sabes dónde se halla el aula del curso en que te has matriculado, o uno de esos en que intentas atravesar una habitación abarrotada de gente para hablarle a alguien importante y el aire es denso como la melaza y nadas y nadas y nadas y no puedes llegar a ningún sitio.
Esta gente iba a destrozarlo todo. Y no podía hacer nada para evitarlo. Sabía lo que tenía que hacer: reunir a los pacientes, llevarlos a sitio seguro —si quedaba alguno— y encontrar a Tom antes de que siguiera efectuando más Cruces. Pero estaba petrificada. Se sentía paralizada. Había intentado proteger el Centro y había fallado, y ahora era ya demasiado tarde para hacer nada excepto mirar.