Todo se volvía más y más demente.
Ya había sido bastante malo al principio, cuando simplemente entraban con las furgonetas y los coches, que dejaban aparcados por todas partes, chocando unos con otros con el gran alboroto típico del metal al aplastarse, y luego salían y corrían hasta que no había sitio para nadie más. Pero ahora era mucho peor: había entrado en una fase completamente diferente y mucho más frenética.
El auténtico problema comenzó después de que el hombrecito negro de ropajes extraños hubiera sido asesinado en los escalones del autobús de colores. Elszabet decidió que debía de tratarse de su líder, su profeta.
Lo había visto todo cuando salía del dormitorio en busca de Tom. El hombrecito negro y el otro, el vagabundo pelirrojo que la había acosado antes, saliendo del autobús y peleando; el tercer hombre, con la pesada estatuilla de madera con la que intentaba golpear al saqueador. Y entonces el saqueador golpeando al líder del culto con su punzón. Fue en ese momento cuando las cosas se volvieron auténticamente incontrolables.
En su dolor, los tumbondé lo estaban destrozando todo. Se movíar como las olas de un océano humano, golpeando las cabañas y derribándolas hasta los cimientos, arrancando setos y arbustos, volcando sus propios coches. La locura se nutría de sí misma. Parecía que los tumbondé intentaban superarse en su exhibición de furia y pesar, y que incluso aquellos que no tenían idea de lo que había desatado el estallido de la violencia se unían a la estampida.
Desde su lugar de observación, Elszabet lo había visto casi todo. El edificio central parecía estar ardiendo, un humo negro se elevaba bajo la lluvia. Al otro lado, las cabinas donde realizaban el tratamiento estaban siendo reducidas a astillas. Todo ese equipo intrincado y costoso, pensó tristemente Elszabet, medido y calibrado tan exactamente, todos los archivos, todos los registros… Y más allá, en las cabañas del personal, la gente entraba a saco y arrojaba las cosas por las ventanas, pateaba las paredes, incluso arrancaba los helechos de la colina. Sus libros, sus grabaciones, el pequeño diario que llevaba a veces… Todo estará ahora en el lodo, supuso, aplastado…
No podía hacer otra cosa que mirar. Con una calma fantasmal contemplaba la escena de norte a sur, de sur a norte, extrañamente calmada, paralizada por el shock y la desesperación, mirando. Mirando.
Entonces divisó a Tom. Ese de allí era Tom, claro. Sí. Había aparecido de la nada un poco más allá de los dormitorios, y había girado hacia la izquierda, justo hacia el centro de la locura.
Como todo el mundo, estaba cubierto de barro y calado hasta los huesos; la ropa se le pegaba al cuerpo huesudo. Y sin embargo parecía ajeno a todo, invulnerable al clima, como si estuviera rodeado por una esfera invisible que le protegiera. Caminaba despacio, casi despreocupado. Llevaba una especie de escolta: el padre Christie, Aleluya, April, Tomás Menéndez. Iban cogidos de la mano, como si se dirigieran a un picnic en el bosque, y todos parecían extraordinariamente serenos.
Tengo que alcanzarlos, pensó Elszabet. April y los demás no están en condiciones de vagabundear solos con todo este alboroto. Y tengo que evitar que Tom ayude a nadie más a hacer el Cruce. Debo encontrar un lugar seguro, pensó. Y entonces coger a Tom y llevarle a salvo, donde no pueda lastimar a nadie y nadie lo pueda lastimar a él.
Pero no se movió. Dar un simple paso parecía imposible.
—¿Elszabet?
Alguien la llamaba. Se dio la vuelta lentamente.
Bill Waldstein. Parecía salido de una cloaca. Grandes manchas de lodo negro cubrían su bata blanca.
—¿Qué estás haciendo aquí, Elszabet?
—Mirar. Es peor de lo que imaginaba.
—Por el amor de Dios, Elszabet. Pareces absolutamente estupefacta, ¿lo sabes? ¿Dónde está April?
Elszabet señaló vagamente.
—La dejé contigo —dijo Waldstein—. Fui a la enfermería a buscar un sedante. ¿Cómo pudiste dejarla sola? ¿Por qué estás aquí? ¿Qué pasa contigo, Elszabet?
Ella se encogió de hombros.
—Mira lo que sucede.
—Vamos, espabila. Tenemos que reunir a los pacientes antes de que resulten heridos. Y tenemos que encontrar a Tom y neutralizarle antes de que…
—¿Tom? Tom está allí.
Waldstein escrutó la oscuridad.
—Jesús, sí. Y April está con él, y Menéndez, y el padre Christie. ¿Vas a dejar que ande suelto de esa forma? ¿Sabes qué es lo que pretende hacer con ellos? —De repente, Waldstein parecía tan salvaje como cualquiera de los tumbondé—. Voy a matarlo, Elszabet. Él ha provocado toda esta locura, y lo que está por venir. Hay que detenerlo. Voy a matarlo.
—Bill, por el amor de Dios…
Pero Waldstein ya había echado a correr. Ella le vio cruzar el terreno enlodado, caer, ponerse en pie, caer de nuevo, volver a incorporarse. Con agilidad, rebasó a un grupo de tumbondé que llevaba lo que parecían tuberías arrancadas de las calderas de alguno de los edificios y que sacudían como bates de béisbol. Corrió hacia Tom, gritando y gesticulando. Elszabet vio que Tom se volvía hacia él con una sonrisa benévola, y que Waldstein se abalanzaba sobre Tom y los dos caían.
Entonces vio que Aleluya apartaba a Waldstein de encima de Tom como se sacude un insecto de una manga, y lo lanzaba por el aire quince o veinte metros, hasta hacerlo chocar contra el tronco de un pino.
Incluso a la distancia, Elszabet oyó claramente el ruido del impacto. Waldstein chocó contra el árbol y se desplomó sin un gemido, y permaneció inmóvil en el suelo.
Dante Corelli vino corriendo del gimnasio. Elszabet se volvió hacia ella.
—Era Bill, ¿has visto? —dijo en tono casi conversacional—. Saltó sobre Tom, y Aleluya simplemente se lo quitó de encima y…
—Elszabet, tenemos que salir de aquí, o vamos a morir aplastadas.
—Creo que Bill debe de estar muerto, Dante. Por la forma en que su cabeza chocó contra ese árbol…
—Dan viene de camino. Estará aquí dentro de un minuto, y los tres vamos a correr al bosque, ¿me oyes, Elszabet? Mira, hay otra multitud bajando por la colina. ¿Los ves venir? Dios Santo, ¿los ves?
Elszabet asintió. Estaba confundida. Sabía que se hundía más y más en la extraña parálisis de la voluntad. Sólo prestar atención a lo que sucedía requería grandes esfuerzos. ¿Una multitud, decía Dante? ¿Dónde? Sí. Oh, sí. Allí. Se unió al caos principal como un torrente imparable, arrasándolo todo a su paso. Se dirigían hacia el lugar donde estaban Tom y su pequeño grupo de seguidores.
—Oh, Dios —murmuró Elszabet—. Tom. ¡Tom!
El padre Christie corría al encuentro de los tumbondé, agitando los brazos, gritándoles algo. Tal vez los bendecía. El consuelo de la Iglesia en tiempos de caos. Los tumbondé cargaron sobre él y desapareció bajo sus pies. Aleluya estaba al lado. Se plantó en el camino de la turba y con una energía sorprendente que parecía diabólica, empezó a levantarlos uno a uno y a lanzarlos contra los árboles, uno, cinco, una docena, hasta que también fue arrasada y se perdió de vista.
—Tom… —dijo Elszabet tranquilamente.
Ya no podía verle, ni a April, ni a Menéndez.
—Es como si se hubiera vuelto loca —oyó decir a Dante—. Está aquí, mirando.
—Eh, Elszabet. —Alguien le tocó el brazo. Era Dan Robinson—. Tenemos que salir de aquí mientras podamos, Elszabet. El Centro está en ruinas. La muchedumbre se halla absolutamente fuera de control. Nos dirigiremos al bosque y seguiremos la senda de rododendros, ¿de acuerdo? Nos internaremos lo suficiente para que no puedan molestarnos y…
—Tengo que encontrar a Tom —dijo Elszabet.