—A estas alturas Tom estará muerto.
—Tal vez sí, tal vez no. Pero si está vivo tengo que encontrarlo. Y descubrir qué es. Tenemos que saber cosas sobre él, sobre lo que está haciendo, ¿no lo ves, Dan? Por favor, Dan. ¿Crees que estoy loca? Sí, lo crees, lo creéis los dos. Puedo verlo. Pero os digo que tengo que encontrar a Tom. Entonces podremos marcharnos. Sólo entonces. Por favor, intentad comprenderme. Por favor.
7
Tom sostuvo a la mujer gorda con una mano y al mexicano con la otra y permaneció tranquilamente donde estaba, mientras la gente enloquecida pasaba corriendo junto a él. Sabía que no le harían daño. No ahora, no mientras el Cruce tuviera lugar. Estaba a salvo porque era el vehículo escogido por los habitantes de las estrellas, y seguramente todos lo sabían.
Lástima haber perdido al sacerdote y la mujer artificial, pensó. Ahora nunca tendrían oportunidad de realizar el Cruce. Pero incluso sin ellos, aún le sería posible invocar el poder. Cada vez se hacía más fácil. Con cada nuevo envío, su fuerza crecía. Una gran tranquilidad inundaba su alma, un sentido de la divina rectitud de su misión.
—Aquí —dijo Tom—. Éste es el próximo que enviaremos.
—Doble Arcoiris —dijo el mexicano—. Sí, ése es bueno. Se lo entregaremos a Maguali-ga.
Éste era un indio. Tom se dio cuenta inmediatamente. Había visto muchos indios en sus tiempos. Éste era un hombre grande, de nariz chata, tal vez un navajo, o de otra tribu, pero ciertamente un indio. Permanecía de espaldas a un edificio que ardía, lanzando puñados de barro a los alborotadores que corrían y llamándoles cosas en un lenguaje que Tom no comprendía. El mexicano se le acercó y le dijo algo, y las cejas del indio se alzaron y se echó a reír; y el mexicano dijo algo más y los dos se palmearon la espalda, y el indio se aproximó a Tom.
—¿Dónde vas a mandarme?
—A los Nueve Soles. Caminarás con los Sapiil.
—¿Estarán allí mis padres?
—Tus nuevos padres te darán la bienvenida.
—Los Sapiil. ¿Qué tribu es ésa?
—La tuya. A partir de este momento.
—Irás a Maguali-ga —dijo el mexicano—. Nunca más conocerás el dolor, ni la pena, ni el vacío del corazón. Ve con Dios, amigo Nick. Éste es el momento más feliz para ti.
—Permaneced cerca de él —dijo Tom—. Unid las manos.
—Maguali-ga, Maguali-ga —dijo el mexicano.
El indio asintió y sonrió. Había lágrimas en sus ojos.
—Ahora —dijo Tom.
Fue rápido. Una onda repentina y el hombretón se deslizó tranquilamente al suelo, y se acabó.
Cada vez es más y más fácil, pensó Tom.
Condujo a la mujer gorda y al mexicano más allá de un edificio que había sido destruido, y empezó a bajar hacia el autobús que se encontraba en el centro de todo. Pensó que podría sentarse en los escalones del autobús y usarlos como una especie de plataforma para realizar los Cruces, pero apenas había empezado a andar, cuando un hombre y una mujer se le acercaron. Parecían demacrados e intranquilos, e iban cogidos de la mano como si su vida dependiera de permanecer juntos o no. La mujer era pequeña y atractiva, con pelo rojo rizado y cara bonita. El hombre, delgado y sombrío, tenía aspecto erudito.
El hombre señaló al indio, que yacía en el barro con la sonrisa del Cruce pintada en la cara.
—¿Qué le ha hecho usted?
—Ha ido a Maguali-ga —dijo Menéndez—. Este hombre tiene en las manos el poder de los dioses.
El hombre y la pelirroja se miraron el uno al otro.
—¿Eso es lo que le pasó al otro tipo, el del dormitorio?
—Fue al Doble Reino —asintió Tom—. He enviado a algunos más a Ellullimiilu, y a algunos a la Gente Ojo. Todo el universo está ahora abierto a nosotros.
—¡Envíanos a los Nueve Soles! —pidió la mujer.
—Lacy… —dijo el hombre.
—No, escúchame, Barry. Esto es real, lo sé. Unen las manos y él te envía. ¿Ves la sonrisa de esa cara? El espíritu salió de él, lo viste. ¿Dónde fue? Apuesto a que a Maguali-ga.
—El hombre está muerto, Lacy.
—Ha dejado su cuerpo. Escucha, si nos quedamos aquí más tiempo, nos van a aplastar igualmente. ¿No ves cómo están destrozándolo todo desde la muerte del Senhor? Hagámoslo, Barry. Dijiste que tenías fe, que habías visto la verdad. Bien, la verdad está aquí. Éste es el momento, Barry. El Senhor lo había entendido al revés, eso es todo. Los dioses no van a venir a la Tierra, ¿no lo ves? Somos nosotros quienes tenemos que ir a ellos. Y éste es el hombre que nos va a enviar.
—Venid —dijo Tom—. Venid.
—¿Barry?
El hombre parecía asustado, desconfiado, temeroso. Parpadeó, meneó la cabeza, miró en derredor. Para ayudarle, Tom le envió una visión, solamente el reflejo de los nueve soles en todo su esplendor. El hombre contuvo la respiración, se llevó las manos a la boca y pareció relajarse. La mujer pronunció otra vez su nombre y lo tomó de la mano, y al cabo de un momento él asintió.
—De acuerdo. Sí, ¿por qué no? Esto es lo que andábamos buscando, ¿no?
Se volvió hacia Tom.
—¿Dónde vamos a ir?
—Al reino Sapiil. Al imperio de los Nueve Soles.
—A Maguali-ga —dijo Menéndez.
Tom asió las manos de la mujer gorda y del mexicano. Se elevó sobre sus talones un par de veces.
—Ahora.
Los dos a la vez. Tomó la energía de la mujer gorda y del mexicano y la pasó a través de sí y envió al hombre y la mujer a los Sapiil. La facilidad con que lo hizo le sorprendió. Nunca antes había enviado a dos al mismo tiempo.
El hombre y la mujer se desplomaron y yacieron boca arriba, con la maravillosa sonrisa del Cruce en el rostro. Tom se arrodilló y palpó suavemente sus mejillas. Esa sonrisa era hermosa. Los había enviado a los Sapiil, bajo aquellos gloriosos nueve soles, mientras él permanecía aquí, en el barro. Pero eso estaba bien, pensó Tom. Tenía que cumplir primero su misión.
Bajó de nuevo la colina. Todo a su alrededor era gente que chillaba y gritaba y sacudía los brazos histéricamente.
—Paz a todos vosotros —dijo Tom—. Hoy es el Tiempo del Cruce, y todo va a salir bien.
Pero la gente seguía corriendo, confundida y furiosa. Por un momento, Tom fue arrastrado por la confusión, zarandeado y empujado, y cuando logró salir ya no vio a la mujer gorda ni al mexicano. Bueno, ya los encontraría más pronto o más tarde, se dijo. Sabían que se dirigía al autobús e irían a esperarle, porque eran sus ayudantes, parte del gran suceso que tenía lugar aquí, con la lluvia, el barro y el caos.
Alguien le agarró por el brazo y lo detuvo.
—Tom.
—¿Charley? ¿Todavía estás aquí?
—Te lo dije. Te estaba esperando. Ahora ven conmigo. Tenemos la furgoneta en el bosque. Tienes que salir de aquí.
—Ahora no, Charley. ¿No comprendes que el Cruce ya ha empezado?
—¿El Cruce?
—Ocho o nueve personas ya han iniciado el viaje. Y habrá más. Siento la fuerza dentro de mí, Charley. Éste es el día para el que nací.
—Tom…
—Ve a la furgoneta y espérame allí. Iré con vosotros dentro de poco y os ayudaré a realizar el Cruce en cuanto encuentre a mis ayudantes. Irás al Mundo Verde dentro de una hora, te lo prometo. Lejos de toda esta locura, de todo este ruido.
—Oye, no comprendes. La gente se está matando aquí. Hay cuerpos aplastados por todas partes. Ven conmigo. No estás a salvo en este sitio. No sabes cuidar de ti mismo. No quiero que te pase nada, ¿sabes, Tom? Hemos viajado mucho juntos y…, no sé, siento que debo cuidarte.
Charley agarró a Tom por el brazo y tiró de él suavemente. Tom sintió el calor del alma de este hombre, de este saqueador, este asesino vagabundo. Sonrió. Pero no podía marcharse. Ahora no. Se soltó. Charley meneó la cabeza y empezó a decir algo más.